sábado, 26 de noviembre de 2022

Muerte de un Dios

Muerte de un Dios (Passing of a God) es un relato de terror del escritor norteamericano Henry S. Whitehead (1882-1932), publicado originalmente en la edición de enero de 1931 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1944: Jumbee y otros relatos de vudú (Jumbee and Other Uncanny Tales).

La muerte de un dios, quizás uno de los mejores cuentos de Henry S. Whitehead, relata la historia de Arthur Carswell y su extraño tumor, el cual parece animado por una inteligencia autónoma, diabólica, un antiguo dios Vudú que ansía adoración (ver: Relatos de terror de Vudú).

H.P. Lovecraft, en su ensayo: El horror sobrenatural en la literatura, consideró que La muerte de un dios de Henry S. Whitehead quizás representaba la cima de su genio creativo. El relato presenta una serie de temas recurrentes en el autor: el encuentro con creencias sobrenaturales de una cultura diferente, la cultura Vudú. De hecho, solo en 1931, Henry S. Whitehead publicó seis historias relacionadas con las prácticas del Vudú, y esta en particular es la más original de todas (ver: Zombis: la clase baja en la sociedad de los monstruos).

Una lectura despojada de la tradición Vudú nos obligaría a situar La muerte de un dios como la historia de un Homúnculo que, de alguna forma, se aloja y anima el tumor de un hombre (ver: Paracelso y un manual para crear homúnculos). Sin embargo, el relato es demasiado grotesco como para extirparlo de su contexto, el cual le otorga, a la vez, un color local singular, pero también una preocupación más universal.

Gerald Canevin es el narrador, tal como lo es en muchos relatos de Henry S. Whitehead. En cierto modo, es un alter ego del autor, y cumple una función análoga a la de Randolph Carter en las historias de Lovecraft. Esencialmente es el encargado de unir los puntos para el lector, ya que es una fuente inagotable de conocimientos sobre el Vudú; algo muy útil, por cierto, ya que a menudo traduce términos y conceptos que de otro modo nos obligarían a recurrir a una enciclopedia; o como en el caso de Pelletier, menos informado, a La isla mágica (The Magic Isle) de William Seabrook.

La mayor parte de La muerte de un dios es una conversación entre Canevin y su amigo, el doctor Pelletier. Canevin debe alentar repetidamente a su amigo a contar toda la historia, ya que él, y presumiblemente el lector, están impacientes por escuchar más. Pero Pelletier está extrañamente indeciso. En términos clínicos, el médico comienza a describir lo que encontró durante una cirugía realizada a un sujeto llamado Carswell. El propósito de la intervención era extirpar un tumor grande, aparentemente benigno, del abdomen del paciente. En este contexto, Pelletier introduce su propia teoría sobre la naturaleza del cáncer:

Hay ciertos núcleos, ciertas masas, por así decirlo, de material orgánico, que persisten en ciertas personas, el tipo de persona que es susceptible a esta horrible enfermedad; y que, en el estado prenatal, no se desarrollaron completa o normalmente; quiero decir, pequeños lugares en la estructura corporal que permanecen sin desarrollarse.

Carswell, aunque norteamericano de nacimiento, se ha vuelto nativo de Haití, convirtiéndose en una figura familiar y popular entre los habitantes locales, especialmente después de un extraño incidente en el que se desmayó frente a su casa, y despertó cubierto de anillos y collares, volviéndose él mismo un objeto adoración ritual. Esto coincide con el inquietante crecimiento de su tumor abdominal, diagnosticado siete años antes como cáncer. Durante la cirugía se despeja todo el misterio. En efecto, Carswell tiene un tumor enorme en el abdomen, pero éste parece haber sido ocupado por una inteligencia extraña, una entidad o dios Vudú —¡con ojos, boca y horribles bracitos!—, el cual de algún modo fue detectado por los nativos, quienes empezaron a adorar a Carswell por ser el soporte orgánico de esta repulsiva deidad (ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción)

La cirugía en la cual se extirpa el tumor es, al mismo tiempo, una especie de cesárea (ver: Atrapado en el cuerpo equivocado: la identidad de género en el Horror); tal vez producto de la confraternización del hombre blanco con una cultura afroamericana (sí, la dosis de racismo de Henry S. Whitehead es alta aquí); tal es así que La muerte de un dios puede ser leída como una metáfora sobre los peligros de la integración cultural y racial.

Más allá de esto, es un relato impactante, y muy bien desarrollado, donde un hombre blanco esencialmente queda embarazado de un símbolo de las creencias de otra cultura, en este caso, la cultura Vudú. Más aun, su enfermedad, su embarazo simbólico en la forma de un tumor antropomorfizado, se agita en su vientre durante muchos años; y aquello que eventualmente lo hubiese matado se transforma en algo vivo, autónomo. Una moraleja involuntaria, sin dudas. Quiero decir, aquello de que el cambio puede ser aterrador, sobre todo cuando se gesta en lo más profundo de nosotros mismos, aunque eventualmente termine en un frasco de formaldehído


Fuente:

http://elespejogotico.blogspot.com/2021/02/la-muerte-de-un-dios-henry-s-whitehead.html




—Has dicho que cuando Carswell fue a verte a tu hospital allá en Puerto Príncipe, parecía como si sus dedos hubieran sido heridos con un sedal —dije animándole.

—Es una historia desagradable, Canevin —respondió el doctor Pelletier, aún reacio, según parecía.
—Prometiste contármela —protesté.
—Lo sé, Canevin —admitió el doctor Pelletier, de los cuerpos médicos de la Marina de los Estados Unidos, ahora estacionado aquí en las Islas Vírgenes.
—De todos modos —continuó—, no podrías usar esa historia. Todavía hay tabúes editoriales, ¿no es así? La cosa es demasiado… como decirlo… demasiado rocambolesca, demasiado increíble.
—Sí —admití a mi vez—. Hay tabúes, muchos. Aun así, tras haber oído lo de esos dedos, como heridos con sedal… ¿por qué no contarme toda la historia, Pelletier? Déjame que sea yo quien decida «usarla» o no. Lo que quiero es oír la historia. ¡Me estoy muriendo por ella!
—Supongo que es problema tuyo —dijo mi invitado—. Si la encuentras demasiado espantosa, dímelo y pararé.
Mis esperanzas despertaron una vez más. Llevaba semanas intentando oír esta historia, tras haber conseguido diversos retazos que me habían intrigado y atraído sobremanera.
—Empieza —me arriesgué a animarle, tranquilizadoramente, empujando la jarra de plata repleta de cóctel de ron tras el humidificador de cigarrillos en el que Pelletier estaba ahora haciendo una selección. Pelletier se sirvió personalmente el cóctel, frunciendo el ceño. Evidentemente, se hallaba dividido entre el deseo de compartir la historia de Arthur Carswell y algún complicado sentimiento que le impelía a no hacerlo. Me recliné en mi tumbona de mimbre y esperé.
Pelletier movió su gran masa sobre su silla. Evidentemente, ahora estaba pensando cómo iniciar el cuento. Empezó, meditabundo:
—No sé si alguna vez he oído discutir públicamente sobre crecimientos malignos del cuerpo… excepto entre médicos, claro. La ciencia sabe poco sobre ellos. La existencia de semejantes enfermedades, sin embargo, es bien conocida por todo el mundo gracias a las campañas de prevención, las compañías de seguros, las solicitudes de fondos… Bien, el caso de Carswell fue, principalmente, uno de esos casos.
Hizo una pausa y observó el extremo ardiente de su cigarrillo.
—¿Principalmente? —dije animándole.
—Sí. Hablando como cirujano, ahí es donde empieza todo esto, supongo.
Me mantuve en silencio, esperando.
—Canevin, ¿has leído La Isla Mágica, el libro de Seabrook? —preguntó Pelletier repentinamente.
—Sí —respondí—. ¿Qué pasa con él?
—Entonces supongo que, teniendo en cuenta tus propias experiencias en las Pequeñas Antillas y tus estudios sobre todo eso, te resultará familiar buena cantidad del material de Seabrook, ¿verdad? El vudú, las costumbres de las colinas, y todo lo demás, especialmente allá en Haití… Tú podrías verificar la autenticidad de la obra de un escritor como Seabrook, ¿verdad? ¿Más o menos?
—Sí —dije yo—. Prácticamente todo el libro era historia conocida para mí… se trata de un trabajo muy bueno, en todo caso; las piezas están muy bien engarzadas… un trabajo de investigación honesto y completo.
—¿Hubo algo que te resultara novedoso?
—Sí… la afirmación de Seabrook de que durante el «bautismo» se producía un intercambio de personalidades entre la cabra que iba a ser sacrificada y la joven negra, en el capítulo titulado Girl-Cry-Goat-Cry. Eso, al menos, me resultó nuevo, debo admitirlo.
—Recordarás, si lo leíste con atención, que él atribuía ese fenómeno a su propia «inclinación» hacia el tema. ¿No es ese el caso, Canevin?
—Sí —asentí—. Creo que ese es el modo en el que lo expresaba.
—Entonces —continuó el doctor Pelletier— asumo que todo ese material suyo (¡he notado que últimamente ha habido un montón de escritores que han seguido sus pasos!) te resulta lo suficientemente familiar como para que tengas una idea clara de cómo los dioses Haitianos-Africanos, como Ogoun Badagris, Damballa y demás, toman posesión durante un breve periodo de tiempo del cuerpo de algún devoto, ¿verdad?
—Entiendo perfectamente la idea —dije yo—. El señor Seabrook la menciona entre varios otros fenómenos locales. Fue un viejo negro el que se acercó a él mientras estaba comiendo e introdujo sus sucias manos en los platos de la comida, lo que le sorprendió considerablemente. Después, este mismo viejo se vio rodeado por adoradores que le llevaron al houmfort, o casa vudú, más cercano; una vez allí le dejaron sentarse en el altar, le trajeron comida, colgaron sobre él todas sus joyas, le adoraron durante un tiempo; después, característicamente, una vez que la «posesión» por parte de la «deidad» cesó y el viejo volvió a ser el mismo abuelo inútil que era antes, volvieron a ignorarle casi por completo.
—Eso lo resume con exactitud —se mostró de acuerdo el doctor Pelletier—. Eso, Canevin, esa especie de cosa, quiero decir, es el punto de partida real de este terrible asunto de Arthur Carswell.
—¿Quieres decir…? —me abalancé sobre Pelletier, enormemente intrigado. No tenía ni idea de que hubiera vudú mezclado en el caso.
—Quiero decir que la primera sospecha que tuvo Arthur Carswell de que algo iba urgentemente mal fue precisamente tras haber experimentado una «posesión» como la que acabas de describir.
—Pero… pero… —protesté—. Yo había supuesto… ¡Tenía todas las razones para creer que se trataba de un asunto médico! Vaya, o sea que te resistías a contármelo porque…
—Precisamente —dijo el doctor Pelletier, calmadamente—. Se trató de un caso médico, pero, como ya he dicho, empezó de una manera prácticamente idéntica a esa «ocupación» del cuerpo de aquel viejo negro por parte de Ogoun Badagris o quien fuera que fuese la diabólica deidad que rondara por allí, un fenómeno que, como tú mismo has dicho, es bien conocido por tipos que, como tú, se sienten atraídos por este tipo de cosas, y que sucedió tal y como lo registró Seabrook.
—Bueno —dije yo—, continúa a tu aire, Pelletier. Haré lo mejor por escuchar. ¿Te importa que te haga alguna que otra pregunta ocasional?
—En lo más mínimo —dijo el doctor Pelletier consideradamente, se acomodó hasta obtener una postura aún más pronunciadamente recostada sobre mi tumbona de juncos chinos, encendió otro cigarrillo y continuó:
»Carswell había conseguido entablar una considerable intimidad con el culto a la serpiente del interior de Haití, y con todo ese tipo de cosas que te son familiares; ese tipo de cosas recogidas por primera vez, al menos en lengua inglesa, en el libro de Seabrook; todos los encuentros, y el “bautismo”, y los sacrificios de los pollos, y el toro, y las cabras; las orgías de los adoradores, el retumbar y la emoción de los tambores rata… todo ese extraño, incomprensible culto a “la Serpiente”, en apariencia bastante tonto, en realidad mortal, que los dahomeyanos trajeron consigo a la vieja Hispaniola, donde se extendió a Haití y a la República Dominicana.

»Permaneció allí, como quizá hayas oído, durante varios años; fue allí en primer lugar porque todo el mundo en casa pensaba que era una especie de fracasado; se ganó bien la vida, además, de un modo que nadie salvo a un tipo original como él se le hubiera podido ocurrir: cazaba patos en las marismas de Léogane, los secaba y los exportaba a Nueva York y a San Francisco, ¡las dos ciudades con más chinos de Estados Unidos!
»Para ser un “fracasado”, además, Carswell era un muchacho de apariencia particularmente despierta, en el sentido inglés de la palabra. Era uno de esos tipos que siempre va afeitado, aseado, bien arreglado, incluso en circunstancias bastante adversas de su vida, allá en las marismas saladas de Léogane; y a pesar de su oficio, que era la caza y seca de patos. Un tipo puede volverse muy descuidado y dejarse llevar por ese tipo de cosas cuando se encuentra lejos de casa; lejos, además, de comodidades como las que pueda haber en un lugar como Puerto Príncipe.
»De hecho, la primera vez que lo vi, allí en el hospital de Puerto Príncipe, tenía la apariencia de un tipo que acabara de bajar de un yate, y eso, además, después de haber vivido una experiencia de lo más singular que habría inquietado o destrozado los nervios prácticamente de cualquiera.
»Pero no al viejo Carswell. No, señor. Lo de “Viejo Carswell”, Canevin, es en todo caso una especie de término afectuoso. En aquel entonces estaría en torno a los cuarenta y cinco años, y esto ocurrió hace dos años, ya sabes. Además de ser muy pulcro e ir muy arreglado, en cierto modo tenía una apariencia sorprendentemente joven. Uno de esos rostros que denotan experiencia, pero, junto a la experiencia, una filosofía. Las líneas de su rostro eran buenas líneas, si entiendes lo que quiero decir… líneas de humor y coraje; no líneas de libertinaje, o de decepción, nada de la pereza que podrías encontrar en el rostro de incluso un raquero relativamente joven. No, entró en mi despacho casi de un modo airoso, allí, en el hospital, no había en él nada, nada en absoluto, que pudiera sugerir cualquier otra cosa que no fuese un próspero tipo americano, un profesional que bien podría, como ya he dicho, bajar a tierra desde un yate.
»Y sin embargo, buen Dios, Canevin, ¡la historia que me contó!
Cirujano naval como era, y pese a haber cumplido servicio en Haití, en el mar, en Nicaragua, y en la estación China, el doctor Pelletier se levantó llegado este punto y, casi nerviosamente, recorrió mi galería de arriba abajo. Después se sentó y encendió un cigarrillo.
—Existe… —dijo, reflexivamente, y como sopesando cuidadosamente sus palabras—, existe, Canevin, entre otras, una especie de «disparatada» teoría que alguien formuló hace varios años sobre el origen de los tumores malignos. Nunca consiguió mucha aprobación entre la profesión médica, pero tiene, al menos, el mérito de la originalidad, y… era nueva. Debido a estos factores, tuvo cierto peso en su momento, y aún hay quien, dentro y fuera de la profesión médica, sigue creyendo en ella. Viene a decir que existen ciertos nuclei ciertas masas, por así decirlo, de material corpóreo, que han persistido (no generalmente, como comprenderás, pero en algunos casos) en ciertas personas (aquellas que son «susceptibles» a esta horrible enfermedad), debido a que no se desarrollaron completamente o normalmente en el estado prenatal… Es decir: pequeños rincones de la estructura corporal que permanecen sin desarrollarse (¿no sé si me estoy expresando con claridad?)
»De acuerdo con esta hipótesis, algo, algo como un impacto repentino, una contusión, una patada, un puñetazo, el resultado de una caída, o lo que sea que cause un traumatismo (es decir, una lesión física, ya sabes) en uno de estos lugares claves, y esa pequeña masa sin desarrollar empieza a crecer; y de este modo desplaza al tejido normal que la rodea.
»Una objeción a esta teoría es que existen al menos dos variedades de tumor bien conocidas y reconocidas científicamente; el carcinoma, que a su vez se divide en dos tipos, el duro y el blando, y el sarcoma, que es una cosa suave, lo que popularmente se entiende por «tumor». Por supuesto, todos son «tumores», diferentes clases de tumores, tumores malignos. Lo que le otorga cierta credibilidad a la teoría que acabo de mencionar es la malignidad, el elemento de crecimiento. Porque, sea cual sea la razón fundamental de su existencia, lo cierto es que crecen, Canevin, tal y como está bien reconocido, y esta teoría de la que he estado hablando ofrece una explicación para ese crecimiento. El término “maligno” se refiere, en realidad, a que algunas de estas cosas parecen tener, como si dijéramos, vida propia. Todo esto, probablemente, ya lo sabías, ¿no?
Asentí en silencio. No deseaba interrumpirle. Podía ver que este aspecto tangencial científico debía de tener algo que ver con la historia de Carswell.
—Ahora —continuó Pelletier—, ten en cuenta este hecho, Canevin. Déjame que te lo plantee en forma de pregunta, como esta: ¿A qué clase o tipo de adorador vudú, dirías que, a partir de tu conocimiento de estas cosas, suelen ocurrirle estas «posesiones» por parte de sus deidades?
—Al incompleto; al anormal, a un anciano, o a una mujer —dije yo lentamente, reflexionando—, o… a un niño, o quizás, a un idiota. En toda Europa se considera que los idiotas, los viejos brujos, los niños retrasados, incluso el «tonto del pueblo» y similares, mantienen una extraña relación con la deidad… ¡o con Satán! Es una creencia campesina completamente arraigada. Incluso entre los mahometanos, el idiota o retrasado es el «afligido de Dios». No hay otra creencia mejor establecida en ese tipo de pensamiento.
—¡Precisamente! —exclamó Pelletier—, y, Canevin, volvamos una vez más al ejemplo de Seabrook del que hablábamos antes. ¿Qué tipo de persona era «poseída»?
—Un viejo chocho —dije yo—. Bastante entrado en la chochez, aparentemente.
—¡Correcto una vez más! Date cuenta de dos cosas. Primera, admitiré, Canevin, que esa teoría que acabo de exponerte nunca acabó de convencerme demasiado. Podría ser cierta, pero… muchos hombres de primera fila de nuestra profesión la descartaron y yo seguí esa guía negativa y no pensé mucho de ella, o, más bien, en ella. La atribuí a los vapores del teórico que la formuló por primera vez, y ahí lo dejé. ¡Ahora, Canevin, estoy convencido de que es cierta! Pasemos a la segunda cosa, entonces: cuando Carswell acudió a mi despacho en el hospital, allá en Puerto Príncipe, la primera cosa que noté en él (nunca le había visto antes, claro) fue una peculiar y casi indescriptible discrepancia. Una discrepancia entre su apariencia general de aseo a prueba de bomba, su estado de forma en general, el aspecto pulcro de sus ropas… todo eso, que encajaba por completo con su carácter pulcro y abierto; y algo que sólo puedo describir como una anomalía. Parecía en buenas condiciones, quiero decir, y sin embargo… había algo en cierto modo fofo, oculto bajo alguna parte de su maquillaje. No podía concretar de qué se trataba, pero… estaba allí, una sugerencia de que había algo en él que se oponía a la impresión que daba de ser un tipo intachable, un buen tipo de esos que te gustaría tener junto a ti en un apuro, ese tipo de persona.

»La segunda cosa de la que me di cuenta, justo después de que se hubiera sentado en una silla junto a mi escritorio, fueron sus dedos, y sus pulgares. Estaban hinchados, Canevin, inflamados, como si hubieran sido cortados con un sedal. Se dio cuenta de que los estaba observando, las extendió hacia mí abruptamente, las apoyó una junto a la otra, las manos quiero decir, sobre mi escritorio, y me sonrió.
»—Veo que se ha dado cuenta, doctor —dijo casi jovialmente—. Eso me hará un poco más fácil contarle por qué estoy aquí. Es… bueno, podría llamarlo un ‘síntoma”.
»Observé sus dedos y sus pulgares; todos y cada uno de ellos estaban afectados del mismo modo; acabé colocando una lupa sobre ellos.
»Todos estaban inflamados y enrojecidos, y aquí y allá, en varios de ellos, la piel estaba raspada, rota circularmente… era un grupo de dígitos con una apariencia de lo más curiosa. Mi nuevo paciente se dirigía a mí de nuevo:
»—No estoy aquí para plantearle acertijos —dijo, con gravedad esta vez—, pero… ¿le importaría intentar adivinar qué es lo que le ha hecho esto a estos dedos míos?
»—Bueno —respondí—, sin saber qué es lo que ha sucedido, parece como si hubiera intentado usted ponerse cien anillos al mismo tiempo, ¡y la mayoría le estaban pequeños!
»Carswell asintió con la cabeza en dirección a mí.
»—Uno a cero para el médico —dijo, y se rió—. Incluso numéricamente, casi ha dado en el clavo, señor. ¡El número preciso es ciento seis!
»Confieso que le observé boquiabierto. Pero no estaba bromeando. Lo que estaba diciendo era un dato frío y sobrio; únicamente, vio que tenía un lado humorístico, y eso le intrigaba, como le intrigaba todo lo humorístico, según descubrí cuando llegué a conocer a Carswell mucho mejor de lo que lo conocía entonces.
—Has dicho que no te molestaría que te hiciera un par de preguntas, Pelletier —le interrumpí.
—Dispara —dijo Pelletier—. ¿Ves alguna luz hasta ahora?
—Me lo he ido imaginando naturalmente a medida que lo ibas contando —dije yo—. Infiero correctamente que Carswell, tras haber vivido allí… cuánto, ¿cuatro o cinco años, o así?
—Siete, para ser exactos —aportó Pelletier.
—… que Carswell, que estaba bastante familiarizado con las costumbres indígenas, se había mezclado en según qué cosas, se ganó la confianza de sus vecinos negros tanto en Léogane como en sus alrededores, y de algún modo se convirtió en «adepto»… empezó a participar en los houmforts, (votre bougie, M’sieu?), en las adivinaciones de futuro en los festivales y en demás ritos hasta que… ¿había sido «visitado» por una de las deidades negras? Hacia eso, aparentemente, si soy buen juez de tendencias, es hacia donde parece conducir tu relato. Esos dedos malheridos… los ciento seis anillos… cielos, amigo. ¿Es realmente posible?
—Carswell me lo contó todo a este respecto… algo más tarde. Sí, eso fue, precisamente, lo que sucedió, pero… por sorprendente o increíble que parezca, es sólo una pequeña parte de la historia. Espera y verás.
—Continúa —dije yo—. ¡Soy todo oídos, te lo aseguro!
—Bien, Carswell retiró las manos del escritorio después de que se las hubiera examinado a través de mi lupa, y después agitó una frente a mí, como en una especie de gesto sin importancia. «Ya se lo explicaré, si está interesado en oírlo, doctor», me aseguró. «Pero no es esa la razón por la que estoy aquí». De repente, su rostro se puso muy serio. «¿Tiene tiempo suficiente?», preguntó. «No quisiera que mi caso interfiriera con nada».
»—De sobra —dije yo, y él se inclinó hacia delante en su silla.
»—Doctor —dijo—, no sé si ha oído o no mi nombre con anterioridad. Me llamo Carswell, y vivo en Léogane. Como habrá podido comprobar soy americano, como usted, e incluso después de siete años ahí fuera, cazando patos principalmente, sin apenas relacionarme con los blancos durante bastante tiempo, no me he “vuelto nativo” ni nada por el estilo. No quisiera que pensara que soy uno de esos vagos.
»Me observó interrogante como intentando adivinar mi opinión sobre él. Había estado a solas durante mucho tiempo, quizás demasiado. Asentí en su dirección. El me miró directamente a los ojos y me devolvió el asentimiento.
»—Supongo que nos entendemos el uno al otro —dijo.
»Después continuó:
»—Hace siete años que me vine aquí. Y aquí he vivido desde entonces. Me atrevería a decir que las pocas personas que me conocen me tienen por una especie de fracasado. Pero, doctor, había una razón para ello, una razón muy clara. No me extenderé en ello más allá de la parte que a usted le toca… la parte médica, me refiero. Por eso es por lo que he venido.
»Se levantó entonces y por fin pude ver lo que provocaba esa “discrepancia” de la que antes hablaba, esa “fofez” que tanto contrastaba con el aspecto general del hombre. Se levantó las faldas de su blanca chaqueta de dril y puso su mano un poco a la izquierda del centro de su estómago.
»—Observe esto —dijo, y avanzó hacia mí.
»Allí, justo sobre el centro izquierdo de esa zona y extendiéndose hacia el bazo, en el costado izquierdo, ya sabes, había una protuberancia. Vista de cerca resultaba evidente que se trataba de un crecimiento interno. Aquello era lo que le hacía parecer fofo, ventrudo.
»—Esto me fue diagnosticado en Nueva York —explicó Carswell—, hace poco más de siete años. Entonces me dijeron que era inoperable. Después de siete años, me atrevería a decir que, si acaso, ha empeorado. Para no andarnos con rodeos, doctor, en aquel entonces me “dejé ir”. Me salí de un negocio prometedor, rompí mi noviazgo, me vine aquí. No me voy a explayar en todo ello pero… fue muy duro, doctor, muy duro. He aguantado bien hasta ahora. No me ha molestado… hasta hace poco. Esa es la razón de que haya venido hasta aquí esta tarde, para verle a usted, para ver si se puede hacer algo.
»—¿Ha estado creciendo últimamente? —pregunté.
»—Sí —dijo Carswell sencillamente—. Dijeron que me mataría, probablemente en un año o así, a medida que creciera. Pero no ha crecido… demasiado. Después de todo, he aguantado algo más de siete años, hasta ahora.
»—Acompáñeme a la sala de operaciones —le invité—, y quítese la ropa. Le echaremos un buen vistazo.
»—Lo que usted diga —respondió Carswell, y me siguió hasta la sala de operaciones en aquel mismo momento.
»Le eché un buen vistazo a Carswell, superficialmente al principio. Ese examen preliminar reveló un crecimiento bastante típico, limitado, no del tipo fibroso, en la localización que ya he descrito, y del tamaño de la cabeza de un hombre normal. Yacía a bastante profundidad. Estaba, como lo llamamos nosotros, “encapsulado”. Aquello, por supuesto, era lo que había mantenido con vida a Carswell.
»Después le pasamos los rayos X, de arriba abajo y de costado. Esas cosas no siempre responden bien a los exámenes radiográficos, es decir, a los rayos X, pero esta se mostró de un modo lo suficientemente claro. En el interior parecía una especie de oscura masa triangular, con el vértice más pequeño en la parte superior. Cuando el doctor Smithson y yo lo hubimos examinado por completo, le pregunté a Carswell si quería o no quedarse con nosotros, ingresar en el hospital como paciente, para recibir tratamiento.
»—Estoy por completo en sus manos, doctor —me dijo—. Me quedaré o haré lo que usted quiera que haga. Pero, primero… —y por primera vez pareció ligeramente avergonzado—, creo que será mejor que le cuente la historia que me ha llevado a venir aquí. En todo caso, hablando en plata, ¿cree que tengo alguna oportunidad?
»—Bueno —dije yo—, hablando en plata, sí, hay alguna oportunidad, quizás del cincuenta por ciento, quizás algo menos. Por una parte, esta cosa ha sido dejada a sus anchas durante siete años desde que le hicieron el diagnóstico original. Probablemente es menos operable ahora de lo que lo era cuando estaba usted en Nueva York. Por otra parte, ahora sabemos mucho más, no sobre estas cosas, señor Carswell, sino sobre técnicas de cirugía, de lo que sabíamos hace siete años. Viéndolo en conjunto, yo le recomendaría que se quedase y se preparara para una operación, y pongámosle de un cuarenta a un sesenta a que regresa a Léogane, o a Nueva York si le apetece, con varios kilos menos y convertido en un hombre nuevo. Y si se nos queda en la mesa de operaciones, bueno… ha pasado bastante más tiempo cazando patos en Léogane del que le daban esos tipos de Nueva York.
»—Estoy de acuerdo —dijo Carswell, y le asignamos una habitación, tomamos su historial y empezamos a prepararle para la operación.

»Realizamos la operación dos días más tarde, a las diez y media de la mañana, y en el tiempo transcurrido entre medias Carswell me contó su “historia”.
»Parece que se había montado todo un hogar para él solo, allá en Léogane, entre los negros y los patos. En siete años, un hombre como Carswell, con su mente y predisposición, puede llegar bastante lejos, en cualquier lugar. Había logrado crear algo bueno con su industria de secar patos, empleaba cinco o seis “obreros” en su pequeña “fábrica” de madera, reconstruyó una casa bastante buena que consiguió a cambio de prácticamente nada en cuanto llegó, recolectó antigüedades locales para añadirlas al equipamiento que había llevado consigo, se construyó un auténtico hogar de peculiar estilo, y, sobre todo, encajó bien con los negros que le rodeaban. Casi incidentalmente, pude averiguar (no tenía el más mínimo don de la narración, y tuve que preguntarle largo y tendido) que había llegado a adquirir, de primera mano, un amplio conocimiento del vudú. No había, hasta donde yo pude saber, ninguna práctica en la que no hubiera estado implicado, excepto, claro está, en la chevre sans cornes, la cabra sin cuernos, ya sabes, el sacrificio humano reservado para las grandes ocasiones. De hecho, negaba vehementemente que los practicantes del vudú recurrieran a esa práctica; dijo que era una falacia que únicamente se utilizaba para esgrimirla contra ellos; que en realidad ellos nunca hacían cosas semejantes, nunca las habían hecho, a no ser en tiempos prehistóricos, allá en Guinea, en África.
»Pero no había nada sobre todo ello en lo que no hubiera metido los dedos, y la mano entera también. El hombre era una enciclopedia andante de las creencias, costumbres y prácticas de los nativos. Sabía, también, cada vuelta y giro de su jerga. Tal y como había dicho al principio, no se había “vuelto nativo"' en lo más mínimo y, sin embargo, sin renunciar ni un ápice a su dignidad de hombre blanco, lo había absorbido todo.
»Eso nos llevaba hasta el suceso específico, la “historia” que, había dicho, acompañaba al motivo que le había llevado a dirigirse al hospital de Puerto Príncipe, a nosotros.
»Parece que su sarcoma no le había molestado prácticamente nunca. De no ser por un incremento muy gradual en su tamaño de año en año, dijo que “no habría sabido que tenía uno”. En otras palabras: nunca le provocó dolor o molestias directas más allá de notar que la maldita cosa estaba allí, creciendo en su interior, acercándole más y más al final de su vida que le habían vaticinado los médicos de Nueva York.
»Entonces, algo había sucedido tan sólo tres días antes de que llegara al hospital: una tarde había perdido repentinamente la conciencia mientras recorría el sendero de conchas que conducía a la entrada de su casa. La última cosa que recordaba era estar “a unos cuatro pasos de la puerta”. Cuando despertó, ya había oscurecido. Se hallaba sentado en una gran silla en su propia galería frontal, y la primera cosa que percibió fue que los dedos de sus manos se le habían inflamado y le dolían intensamente. La siguiente cosa fue que había antorchas ardiendo a lo largo de todo el borde de la galería, y también abajo en el patio frontal, y a lo largo del camino, al otro lado de la valla de madera que separaba su propiedad de la carretera, y a la luz de estas antorchas pudo ver un enjambre de literalmente cientos de negros, reunidos en torno a él, la mayoría de rodillas; alineados a lo largo de la galería y abajo en el patio; postrados, cantando, echando tierra y arena sobre sus cabezas; y cuando se echó hacia atrás en su silla algo le hizo daño en la nuca, y descubrió que casi se había ahogado a causa de los collares, hilos de cuentas, monedas de oro y plata agujereadas, y demás adornos que habían sido colgados alrededor de su cabeza. Sus dedos, incluidos los pulgares, se hallaban completamente recubiertos de anillos de oro y plata, muchos de ellos tan apretados que le cortaban la circulación.
»A partir del conocimiento de sus creencias, reconoció lo que le había sucedido. Probablemente, se figuró, se había desvanecido mientras recorría el sendero, aunque semejante cosa no fuera nada común en él, y los negros habían supuesto que había sido “poseído”, del mismo modo que él había visto a personas de color (principalmente niños, viejos, mujeres y retrasados mentales) similarmente “poseídas”. Sabía que, ahora que se había recuperado de lo que fuera que le hubiera sucedido, la “adoración” debería cesar, y si simplemente se sentaba tranquilo y aceptaba lo que le estaba sucediendo, ellos, tan pronto como se dieran cuenta de que volvía a ser “él mismo”, le dejarían a solas y podría conseguir cierto alivio de este incómodo batiburrillo que le rodeaba; librarse de los collares y los anillos; disfrutar de algo de intimidad.
»Pero… lo extraño de todo aquello es que no se marcharon. No, la multitud alrededor de la casa y en la galería aumentó en número antes que disminuir, hasta que al final se vio obligado, a causa de la pura incomodidad (dijo que había llegado a un punto en el que sintió que no podía aguantarlo ni un momento más) habló con la gente y solicitó que le dejaran en paz.
»Después de aquello, dijo, se marcharon de inmediato y le dejaron tranquilo, sin una sola protesta, pero (y esto era lo que le había causado la mayor perplejidad de todo) no le quitaron ni los collares ni los anillos. No. Le dejaron puesto el juego completo de colgantes de metal que le habían colgado. Y, una vez se hubo quedado a solas, tal y como había solicitado, y hubo entrado en su casa y se hubo quitado los collares y hubo conseguido que los anillos aflojaran, lo siguiente que sucedió fue que el viejo Papá Josef, el papaloi local, junto con otros tres o cuatro papalois, o doctores brujos, de los pueblos vecinos, seguidos por un hombre muy viejo que era conocido por Carswell como el hougan, o doctor brujo principal de la zona, vinieron a él en una especie de procesión, y se arrodillaron a su alrededor sobre el suelo de su sala de estar, y depositaron sobre el suelo calabazas de nata y botellas de ron rojo y pollos cocinados e incluso un gran bol de porcelana de sopa de Tannia (¡un plato que abominaba, pues dijo que siempre le había sabido a agua caldosa!), y después se marcharon dejándole estos comestibles.
»Dijo que esta especie de atención persistió durante los tres días que permaneció en su casa en Léogane, hasta que partió hacia el hospital; y aparentemente hubiera continuado, de no haberse trasladado a Puerto Príncipe con nosotros.

»Pero… su llegada no fue debida, ni mucho menos, a este incidente. Le había desconcertado enormemente, ya que no formaba parte de su conocimiento ni, hasta donde él podía adivinar por su actitud, de la experiencia de las personas que le rodeaban, de los papalois o incluso del mismísimo hougan. En otras palabras: ¡actuaban precisamente como si la “deidad” que se suponía se había introducido en su cuerpo hubiera permanecido allí, aunque no parecían existir precedentes de un hecho así, y, hasta donde él podía notar, se sentía exactamente igual a como se había sentido siempre, es decir, completamente despierto y, ciertamente, lejos de verse afectado por una condición anormal y mucho más lejos aún de un posible desmayo!
»Por expresarlo de un modo más correcto, se sentía exactamente igual que siempre, excepto porque… lo atribuyó a la probabilidad de que debía de haberse desplomado sobre el suelo en el momento en el que había perdido la conciencia mientras recorría el sendero hacia la puerta de entrada (le habían contado que unos viandantes le habían recogido y le llevaron hasta la galería donde se había despertado, más tarde; estos buenos samaritanos eran los que habían reconocido que una de sus “deidades” había ocupado su interior)… se sentía igual, decía, excepto por unos dolores recurrentes y casi insoportables localizados en los alrededores de su región abdominal inferior.
»No había nada de sorprendente en este incremento de los nuevos dolores. Le habían avisado que ese sería el principio del fin. Una esperanza bastante leve de que se pudiera hacer algo al respecto era el motivo de que hubiera viajado hasta el hospital. Un detalle que dice muchísimo al respecto de la fortaleza del hombre, su fuerza de carácter; que llegara tan alegremente; que estuviera de acuerdo con lo que le habíamos sugerido que hiciera; que permaneciera con nosotros, enfrentándose a aquellas oportunidades comparativamente escasas con una completa alegría.
»Pues (no engañamos a Carswell) las oportunidades eran ciertamente escasas. “Sesenta a cuarenta”, había dicho yo; en realidad, tal y como más tarde le dejé claro, las oportunidades favorables, según se podía extrapolar a partir de los índices de mortalidad, eran bastante menores aún.
»Acudió a la mesa en un estado mental prácticamente idéntico a su acostumbrada alegría. Nos estrechó las manos y se despidió de mí y del doctor Smithson “por si acaso”, incluso hizo lo propio con el doctor Jackson, que actuó de anestesista.
»Carswell requirió una enorme cantidad de éter para poder ser sedado. Su conciencia persistió durante más tiempo, quizás, que la de cualquier otro paciente que yo pueda recordar. Finalmente, en todo caso, el doctor Jackson me indicó que podía proceder, y, con el doctor Smithson a mi lado armado con los fórceps, hice la primera incisión. Mi intención era, tras un cuidadoso estudio de las placas de los rayos X, abrir frontalmente, cortando de arriba abajo, iniciar el drenaje de inmediato y dejar abierta la herida en el tejido sano, para intentar curarla tras retirar su contenido. Esa ha sido la técnica utilizada en la mayor parte de operaciones que han tenido éxito.
»Fue una tarea relativamente sencilla, la de exponer la capa exterior de la piel. Una vez logrado esto, y tras intercambiar unas palabras de consulta con mi colega, abrí con extremo cuidado. Recordábamos que los rayos X habían mostrado, como ya he mencionado, una masa de forma triangular en el interior. Atribuimos esta apariencia a alguna oscura coloración química de los contenidos. Hice mis incisiones con el mayor cuidado y delicadeza, por supuesto. El momento crítico de la operación era precisamente aquel, y por supuesto requería la mayor exactitud.
»Al final, las capas exteriores fueron cortadas, retiradas y apartadas; después, con cuidado renovado, hice la incisión a través de la pared interior del tejido. Para mi sorpresa y para la del doctor Smithson, el interior se encontraba comparativamente seco. La gasa que la enfermera que nos asistía había pasado por encima del recorrido marcado por el bisturí apenas se había humedecido. Volví a pasar el bisturí por debajo de la extensión original de la incisión anterior, y después lo deslicé hacia arriba partiendo de su extremidad superior, ampliando enormemente la abertura, no sé si me sigues.
»Entonces, introduciendo una mano enguantada en esta larga abertura, palpé y descubrí de inmediato que podía mover con bastante facilidad los dedos alrededor del contenido interior. Empujé e introduje mis dedos más y más, metiendo finalmente las dos manos en el interior y sintiendo por fin que mis dedos se tocaban por detrás del bulto. Rápidamente ahora, lo rodeé con los extremos de mis manos y, con bastante facilidad, lo extraje. Se trataba de una masa de varias libras de peso, de un material más o menos sólido. Lo dejé a un lado sobre la pequeña bandeja que había junto a la mesa de operaciones, y, deteniéndome de nuevo para consultar con el doctor Smithson (verás, la operación estaba yendo mucho mejor de lo que cualquiera de los dos nos habíamos atrevido a anticipar) y viéndome animado por él a dar un paso radical que no habíamos esperado poder dar, inicié la disección del tejido normal circundante a las ahora colapsadas paredes. Fue un trabajo largo y arduo, que quedó completado tras, quizás, diez o doce minutos de agotadora labor, y la especie de bolsa, ahora completamente separada de los tejidos, en la que durante tanto tiempo había permanecido envuelto el bulto, fue también colocada sobre la bandeja adjunta.
»Una vez que el doctor Jackson informó favorablemente de la condición de nuestro paciente bajo los efectos de la anestesia, procedí a cerrar la gran obertura y a coser la herida, un proceso realizado de manera rutinaria, y después, juntos, vendamos a Carswell, que fue llevado de vuelta a su habitación a esperar a que se despertara de los efectos del éter.
»Tras haber dispuesto de Carswell, el doctor Jackson y el doctor Smithson abandonaron la sala de operaciones y la enfermera empezó a limpiar la estancia; sumergiendo los instrumentos en agua hervida y demás tareas rutinarias. En cuanto a mí, agarré la vaina de piel con un par de fórceps, le di varias vueltas bajo la potente luz eléctrica utilizada para operar, y volví a dejarla sobre la bandeja. No presentaba nada de interés que justificara un posible examen en el laboratorio.
»Después cogí los contenidos más o menos sólidos que había depositado, con bastante premura y sin pararme a observarlos (verás, el acto de retirarlos había sido realizado en el interior del cuerpo, a oscuras, y como recordarás la mayor parte del tiempo guiándome únicamente por el sentido del tacto, con mis manos); aún tenía puestos los guantes quirúrgicos para prevenir una infección al comprobar las muestras, y pese a que no vi nada de particular en aquella masa de carne, la llevé hasta el laboratorio.
»Canevin —el doctor Pelletier me miró de un modo sombrío a través de la luz menguante de última hora de la tarde, el periodo inmediatamente anterior a la abrupta caída de nuestro crepúsculo tropical—. Canevin —repitió—. ¡Honestamente, no sé cómo decírtelo! Escucha, viejo amigo, haz algo por mí, ¿quieres?
—Vaya, claro… por supuesto —dije yo, considerablemente desconcertado—. ¿Qué quieres que haga, Pelletier?
—Tengo el coche aquí fuera aparcado. Acompáñame a casa, ¿quieres? ¡Digamos que te invito a tomar un aperitivo! En cualquier caso, quizás lo entiendas todo mejor cuando estés allí. Quiero contarte el resto en mi casa, no aquí. ¿Me harás ese favor, Canevin?
Le observé atentamente. Aquello me parecía una petición muy extraña. Aun así, no había nada irracional en semejante antojo repentino por parte de Pelletier.
—Bueno… sí, claro que iré contigo, Pelletier, si eso es lo que quieres.
—Entonces, vamos —dijo Pelletier, y nos dirigimos hacia su coche.

El doctor condujo personalmente, y en cuanto hubimos pasado la primera curva de la más bien complicada ruta que va de mi casa a la suya, situada en la aireada cumbre de Denmark Hill, dijo con voz tranquila:
—Une ahora, Canevin, si me haces el favor, ciertos puntos de esta historia. Date cuenta, si eres tan amable, de cómo actuaron los negros de Léogane, según la historia de Carswell. Ten en cuenta también esa teoría sobre la que te he hablado. ¿La recuerdas con claridad?
—Sí —dije yo, más desconcertado aún.
—Entonces, sencillamente mantén bien presentes esos dos puntos —añadió el doctor Pelletier, y se concentró en dar agudos giros y en escalar la escarpada carretera durante el resto del trayecto hasta su casa.
Entramos y encontramos a su criado preparando la mesa para la cena. El doctor Pelletier no está casado, tiene un acogedor establecimiento para solteros. Pidió unos aperitivos, y el sirviente se marchó a cumplir su encargo. Entonces me condujo hasta una especie de despacho, atiborrado de parafernalia médica. Retiró unos papeles de una silla, me indicó que me sentara y tomó asiento en otra cercana.
—¡Y ahora escucha! —dijo, y levantó un dedo en mi dirección.
»Llevé aquella cosa, como ya te he dicho, al laboratorio —dijo—. La llevé en la mano, con los guantes aún puestos. La deposité sobre una mesa y la iluminé con un foco potente. Sólo entonces pude echarle un buen vistazo por primera vez. Pesaba al menos varias libras, tenía más o menos la masa y el peso de un coco grande, y era del mismo color que su cáscara, es decir, una especie de marrón no muy fuerte. Observé que, tal y como habían indicado los rayos X, tenía forma triangular. Yacía apoyado sobre uno de sus costados, bajo aquella potente luz y… Canevin, que Dios me ayude —el doctor Pelletier se inclinó hacia mí con el rostro tembloroso y una gran seriedad en los ojos—. Se movía, Canevin —murmuró—; y, mientras la miraba… ¡la cosa respiró! Sencillamente me quedé pasmado. ¡Una muestra biológica como aquella… no se mueve, Canevin! De repente empecé a temblar. Sentí que los pelos se me erizaban en la nuca. Sentí escalofríos recorriéndome la columna. Después recordé que allí estaba yo, recién finalizada una operación, en mi propio laboratorio biológico. Me acerqué a la cosa y la coloqué sobre lo que podríamos llamar su base lógica, si entiendes lo que quiero decir, de modo que permaneciera casi de pie, tal y como se lo permitía su fisonomía triangular.
»Y entonces vi que tenía ligeras marcas amarillentas sobre el marrón, y que lo que podría llamarse su piel se estaba moviendo, y… mientras observaba a la cosa, Canevin, dos miembros como pequeños brazos empezaron a moverse, y el extremo superior sufrió una especie de espasmo convulsivo, y Canevin: abrió un par de ojos… ¡y me miró a la cara!
»Esos ojos… ¡Dios mío, Canevin, esos ojos! Eran los ojos de algo más que humano, Canevin, algo increíblemente malvado, algo enormemente viejo, sofisticado, frío, vacío de todo excepto de pura maldad. Eran los ojos de algo que ha sido adorado, Canevin, durante eras y eras desde un pasado que se remonta a más allá de todos los cálculos humanos, ojos que mostraban toda la deliberada y acechante maldad que ha habido en el mundo. Los ojos se cerraron, Canevin, y la cosa se desplomó sobre uno de sus costados, y cabeceó y tembló convulsivamente.
»Estaba enfermo, Canevin; y ahora, enardecido, recuperando la compostura, repitiéndome una y otra vez a mí mismo que estaba sufriendo un caso de nervios postoperatorios, me obligué a observarlo más de cerca, y al hacerlo me llegó una ligera vaharada de éter. Dos diminutos orificios nasales, como de mono, situados sobre una raja completamente cerrada que le hacía las veces de boca, estaban inhalando y exhalando, introduciendo el aire bueno y puro y rechazando los vapores de éter. Me vino a la cabeza la idea de que Carswell había consumido una cantidad enorme de éter antes de desvanecerse, lo habíamos comentado en la sala de operaciones, el doctor Jackson particularmente. ¡Sumé dos y dos, Canevin; recordé que estábamos en Haití, donde las cosas no son como en Nueva York, o Boston, o Baltimore! Aquellos negros habían creído que la “deidad” no había salido de Carswell, ¿lo ves? Esa era la idea que se había apoderado de mi cerebro. La cosa se agitó inquieta, movió uno de sus “brazos”, como buscando a tientas, después se quedó rígida.
»Cogí una jarra para muestras, Canevin, razonando, casi ciegamente, que si la cosa era susceptible al éter… bueno, aún llevaba puestos los guantes y… temblando ahora de tal manera que apenas podía moverme, obligándome a dar cada paso… alcancé y agarré la cosa, tenía un tacto como de cuero húmedo, y la solté en el interior de la jarra. Después llevé la bombona de alcohol preservador hasta la mesa y lo vertí hasta que la espantosa cosa quedó completamente cubierta, y el tarro quedó casi lleno de alcohol. Se retorció una vez, después rodó hasta quedar sobre su “espalda”, y yació inmóvil con la boca ahora abierta. ¿Me crees, Canevin?
—Siempre he dicho que con pruebas suficientes creería cualquier cosa —dije yo, lentamente—, y sería el último en cuestionar una afirmación tuya, Pelletier. En todo caso, aunque, como tú mismo has dicho, probablemente he visto más cosas de este tipo que la mayoría, me parece que, bueno…
El doctor Pelletier no dijo nada. Entonces se levantó lentamente de su silla. Se acercó a un armario y regresó con un ancho tarro de muestras. Depositó el tarro frente a mí, en silencio.

Lo observé con atención a través del alcohol ligeramente descolorido con el que el tarro, sellado herméticamente con cinta aislante y cera, estaba lleno casi hasta el borde. Allí, en el fondo del tarro, yacía una cosa como la que Pelletier había descrito (una cosa que, de haber estado «sentada», derecha, se habría parecido en cierta manera a la representación de ese pequeño y feliz diosecillo, Billiken, que tan popular se hizo hace veinte años como adorno para los escritorios), una cosa que incluso en aquella forma disecada sugería lo siniestro, lo sobrenatural. Lo contemplé durante largo rato.
—Perdóname incluso por haber parecido que dudaba, Pelletier —dije, reflexivamente.
—No puedo decir que te culpe —respondió el cordial doctor—. Es, por cierto, la primera y única vez que he intentado contarle esta historia a alguien.
—¿Y Carswell? —pregunté—. He quedado intrigado por el buen hombre y sus dificultades. ¿Cómo salió de todo aquello?
—Se recuperó magníficamente de la operación —dijo Pelletier—, y después, cuando regresó a Léogane, me contó que los negros, aunque contentos de verle como siempre, habían perdido el interés en él como el trono de una «divinidad».
—Uhmm… —comenté—. Parecería que confirma…
—Sí —dijo Pelletier—. Siempre he contemplado ese hecho como algo absolutamente conclusivo. De hecho, ¿cómo si no podría alguien explicar… esto? señaló el contenido del tarro de laboratorio.
Asentí con la cabeza, mostrando mi acuerdo con él.
—Sólo puedo decir, si no te sientes insultado, Pelletier, que tienes una mente particularmente abierta… ¡para ser hombre de ciencia! ¿Qué pasó con Carswell, por cierto?
El criado entró con una bandeja y Pelletier y yo bebimos a la respectiva salud del otro.
—Acabó por instalarse en Puerto Príncipe —contestó Pelletier después de haber hecho los honores—. No quería regresar a los Estados Unidos, dijo. La dama con la que había estado prometido había muerto hacía un par de años; sentía que estaría fuera de contacto con los negocios americanos. El hecho es que… había estado demasiado tiempo, de un modo demasiado continuo. Pero sigue siendo una «autoridad» en asuntos nativos haitianos, y es consultado regularmente por el Alto Comisionado. Sabe, literalmente, más sobre Haití que los propios haitianos. Me gustaría que le conocieras; tendríais mucho en común.
—Espero hacerlo —dije, y me levanté para marcharme. El criado apareció en la puerta, sonriendo en mi dirección.
—La mesa está servida para dos, señor —dijo.
El doctor Pelletier abrió el camino hasta el comedor, dando por hecho que cenaría con él. En St. Thomas somos informales en este aspecto. Telefoneé a casa y me senté con él.
Pelletier se echó a reír de repente… estaba a mitad de su sopa en ese momento. Le miré intrigado. Dejó a un lado la cuchara y me miró a través de la mesa.
—¡No deja de ser curioso —comentó—, cuando uno se para a pensarlo! ¡Hay una cosa que Carswell no sabe sobre Haití y lo que allí sucede!
—¿Y qué cosa es? —pregunté.
—Esa de ahí —dijo Pelletier, señalando hacia su despacho con su pulgar, del modo en el que lo hacen los artistas y los cirujanos—. Creí que ya había tenido bastantes problemas como para tener que llevar también eso en la cabeza.
Asentí mostrando mi acuerdo y continué disfrutando de la sopa. Pelletier tiene una cocinera entre un millón.


No hay comentarios:

Publicar un comentario