sábado, 25 de noviembre de 2023

El Hombre de los Relojes

El Hombre de los Relojes (en inglés The Story of the Man With the Watches) es un relato corto escrito por Arthur Conan Doyle en 1898. Pertenece a la serie Round the Fire de The Strand Magazine.

Es un día lluvioso y horrible en Londres en marzo de 1892, y se ve a dos figuras apresurándose para tomar el expreso de las cinco en punto desde la estación de Euston hacia Manchester. Uno es un hombre alto de unos cincuenta años, cuyos rasgos están ocultos por el cuello de Astracán vuelto hacia arriba de su abrigo. Su compañera es una joven alta, su rostro oscurecido por un velo. Rechazan un compartimento para fumadores cuyo único ocupante, un hombre barbudo de mediana edad, se ve claramente afectado por su repentina aparición. Intenta hablar, pero sus palabras se pierden en el ruido del tren que sale. Se detiene brevemente en Willesden a las 5:12 pm, y luego nuevamente en Rugby a las 6:50 pm, donde la puerta abierta de un carruaje de primera clase llama la atención. Los tres pasajeros ahora han desaparecido, y en su carruaje está el cuerpo de un joven que recibió un disparo en el corazón. No hay pista de su identidad pero, curiosamente, posee seis valiosos relojes de oro, todos de fabricación estadounidense...

Se escribió en 1898 cuando Conan Doyle necesitaba fondos para completar Undershaw, su casa familiar privada en Surrey. Además, escribió las doce historias de Round the Fire entre el 13 de marzo y el 5 de octubre de 1898, con un total de 76.000 palabras en siete meses. Round the Fire se publicó en serie en The Strand Magazine desde junio de 1898, siendo esta la segunda historia y El tren especial desaparecido la tercera.



Son muchos los que recuerdan todavía las extraordinarias circunstancias que llenaron muchas columnas de la prensa diaria durante la primavera del año 1892, bajo los titulares de «El misterio de Rugby». Como ese hecho ocurrió en un periodo de excepcional falta de emociones, atrajo quizá una atención superior a lo que él se merecía, aunque tuvo para el público esa mezcla de lo caprichoso y de lo trágico que de tal manera excita la imaginación del pueblo. Sin embargo, el interés decayó cuando, después de varias semanas de inútiles investigaciones, se vio que no llegaba una explicación definitiva de los hechos, y desde entonces hasta ahora parece que la tragedia hubiese pasado al negro catálogo de los crímenes inexplicables y sin expiación. Sin embargo, una publicación reciente (de cuya autenticidad no puede dudarse) ha arrojado una luz nueva y brillante sobre el tema. Antes de pasar a exponerla a los lectores convendría que yo refrescase sus recuerdos acerca de los hechos extraños en que se funda este comentario. Esos hechos, resumidos brevemente, son como sigue:

El día 18 de marzo del año citado, y a las cinco de la tarde, salió un tren de la estación de Euston, en dirección a Manchester. El día era lluvioso y tormentoso, y la violencia del tiempo se fue haciendo cada vez mayor a medida que avanzaba el día, de modo que era uno de aquellos en que no viajaba nadie como no tuviese necesidad absoluta de hacerlo. Sin embargo, el tren citado es el que prefieren los hombres de negocios de Manchester cuando regresan a esta ciudad desde Londres, porque sólo invierte cuatro horas y veinte minutos, y no tiene sino tres estaciones de parada en todo el trayecto. Por ello, y a pesar de la inclemencia del tiempo, estaba casi lleno el día de que hablo. El guarda-tren era un empleado de confianza de la compañía que llevaba veintidós años de servicio sin la menor queja ni censura. Llamábase John Palmer.
Estaba el reloj de la estación a punto de dar las cinco, y el guarda-tren estaba, por su parte, a punto de dar la señal reglamentaria al maquinista, cuando vio que dos viajeros rezagados llegaban corriendo por el andén. Uno de ellos era un hombre de estatura extraordinariamente grande, y que llevaba gabán largo, negro, con el cuello y los puños de astracán. He dicho ya que el tiempo era inclemente, y por eso el viajero de gran estatura llevaba levantado el cuello alto y de mucho abrigo, para proteger su garganta del crudo viento del mes de marzo. La impresión que de ese rápido examen sacó el guarda-tren fue que aquel hombre tendría de cincuenta a sesenta años, aunque conservaba mucho de la energía y actividad de su juventud. Llevaba en una mano una maleta Gladstone de cuero marrón. Su acompañante era una mujer, alta y erguida, que con sus vigorosas zancadas dejaba atrás al caballero que llevaba a su lado. Vestía abrigo de viaje, largo, de color cervato; llevaba en la cabeza una toca negra muy ajustada, y un velo, también negro, que ocultaba la mayor parte de su rostro. Ambos podían pasar muy bien por padre e hija. Avanzaron rápidos hacia la cabecera del tren, mirando al interior por las ventanillas, hasta que el guarda, John Palmer, los alcanzó y les dijo:
—Vamos, señor, dese prisa, porque el tren está a punto de salir.
—Primera clase —contestó el hombre.

El guarda hizo girar la manilla de la puerta más próxima. En el departamento cuya portezuela había abierto estaba sentado un hombre pequeño que tenía un cigarro en la boca. Por lo visto, su imagen se quedó bien grabada en la memoria del guarda, porque éste se manifestó posteriormente dispuesto a describir al personaje y a identificarlo. Era un hombre de treinta y cuatro o treinta y cinco años de edad, de traje gris, nariz afilada, expresión despierta, cara rubicunda y curtida del aire libre, y barbita negra muy corta. Cuando se abrió la puerta él levantó la vista. El hombre de gran estatura se detuvo con el pie en el estribo del coche y dijo, volviéndose a mirar al guarda:
—Éste es un departamento de fumadores, y a esta señora le desagrada el humo.
—¡Perfectamente! ¡Aquí tienen el que les conviene, señor! —dijo John Palmer, y cerró de golpe la portezuela del departamento de fumadores, abriendo acto continuo el inmediato, que estaba desocupado, haciendo entrar precipitadamente a los dos viajeros.
Hizo sonar inmediatamente su silbato, y las ruedas del tren empezaron a ponerse en movimiento. El hombre del cigarro estaba asomado a la ventanilla de su departamento, y gritó algo al guarda cuando pasó por delante de él; pero sus palabras se perdieron en el bullicio del tren en marcha y de las despedidas. Palmer se metió en el furgón, cuando éste llegó a su altura, y ya no volvió a pensar en el incidente.
A los doce minutos de su salida de la estación de Euston llegó el tren al empalme de Willesden, donde se detuvo un espacio de tiempo pequeñísimo. El examen de los billetes ha permitido deducir con entera seguridad que en ese tiempo ningún nuevo viajero subió o bajó, y tampoco se vio apearse al andén a ninguno de los viajeros que venían de Londres. A las cinco catorce se reanudó la marcha hacia Manchester, y el tren llegó a Rugby a las seis cincuenta, con cinco minutos de retraso.
En la estación de Rugby, uno de los empleados se fijó en que la puerta de uno de los coches de primera se encontraba abierta. El examen de aquel departamento y del contiguo descubrió una cosa extraordinaria.
El departamento de fumadores, en el que el guarda había visto al hombre pequeño y rubicundo, de barba negra, hallábase ahora vacío. No había otro vestigio de su último ocupante sino un cigarro a medio fumar. La portezuela de este departamento estaba cerrada. En el departamento contiguo, hacia el que se había dirigido primeramente la atención de los empleados, no había tampoco indicio del caballero del cuello de astracán ni de la joven que le acompañaba. Los tres viajeros habían desaparecido. Por otra parte, se descubrió en el piso del coche —es decir, en el departamento en que entraron el hombre alto y la señora— a un joven elegantemente vestido y de aspecto de petimetre. Tenía las rodillas levantadas y encogidas, la cabeza apoyada en la portezuela del lado contrario y un codo en cada uno de los dos asientos. Una bala le había traspasado el corazón y su muerte debió ser instantánea. Nadie había visto a ese joven subir al tren, no se le encontró en el bolsillo billete de ferrocarril, ni había en su ropa interior inicial alguna, no llevando tampoco encima documentos ni objetos personales que pudieran ayudar a identificar su personalidad. Quién era, de dónde había venido y de qué manera encontró la muerte eran enigmas tan grandes como el paradero de aquellas tres personas que hora y media antes habían salido de Willesden en aquellos mismos departamentos.
He dicho que no había objetos personales que pudieran ayudar a identificar al muerto, pero la verdad es que en aquel joven desconocido se advirtió una particularidad que fue objeto de muchos comentarios en aquel entonces. Se encontraron en sus bolsillos hasta seis valiosos relojes de oro, tres en los distintos bolsillos del chaleco, uno en el bolsillo exterior del pecho, otro en el bolsillo interior y uno pequeño de pulsera sujeto a su muñeca izquierda con una correa de cuero. La explicación que parecía saltar a la vista era que se trataba de un carterista y que todo aquello era producto del robo; pero hubo que descartarla, porque los seis relojes eran de fabricación norteamericana y de un tipo muy raro en Inglaterra. Tres relojes llevaban la marca de la Compañía Relojera de Rochester; uno, la de Mason, de Elmira; otro, sin marca, y el pequeño, con muchos adornos y piedras finas, era de Tiffany’s, Nueva York. Los demás objetos que se le encontraron en el bolsillo eran un cortaplumas de nácar con sacacorchos, de la marca Rodgers, de Sheffield; un espejito redondo, de una pulgada de diámetro; una contraseña de salida de entreacto del teatro Liceum, una cajita de plata llena de cerillas vesta y un estuche de cuero para cigarros que tenía dos de los llamados trompetillas, además de dos libras y catorce chelines en dinero. Era, pues, evidente que entre los posibles móviles del asesinato no figuraba el robo. He dicho ya que en las ropas interiores de aquel hombre no había inicial alguna; eran ropas flamantes, y tampoco la chaqueta tenía la etiqueta del sastre. El aspecto exterior era de un joven de poca estatura, mejillas imberbes y facciones delicadas. Una de las palas de su dentadura mostraba una corona de oro muy visible.

En cuanto se descubrió la tragedia se procedió a realizar una revisión inmediata de los billetes de los viajeros, haciendo un recuento del número de éstos. De esa manera se comprobó que únicamente faltaban tres billetes, que eran los que correspondían a los tres viajeros desaparecidos. Se permitió entonces al tren expreso que siguiese su camino, pero se puso un nuevo guarda-tren, haciendo que John Palmer permaneciese en Rugby como testigo. Se desenganchó el coche al que pertenecían los dos departamentos en cuestión y se le desvió a un apartadero. Una vez que llegaron el inspector Vane, de Scotland Yard, y Mr. Henderson, detective al servicio de la compañía ferroviaria, se realizó una investigación completa de todas las circunstancias del caso.
No había duda de que se había cometido un crimen. La bala parecía proceder de una pistola o revólver pequeños, y había sido disparada desde una distancia no muy grande, aunque no a quemarropa, porque no se observaban chamuscados en las prendas de vestir. No se encontró ningún arma en el departamento, con lo que quedó descartada la teoría del suicidio, ni había rastro alguno de la maleta de cuero marrón que el guarda-tren había visto que llevaba el caballero de gran estatura. Sí se descubrió en la rejilla de los equipajes una sombrilla de señora; pero en ninguno de los dos departamentos había rastro de los viajeros. La cuestión de cómo y por qué tres viajeros (de los que uno era una mujer) se decidieron a salir del tren y pudieron hacerlo, y la de cómo subió otro viajero en el trayecto ininterrumpido desde Willesden a Rugby fue, con independencia del crimen, una de las cosas que despertaron en máximo grado la curiosidad del público y dieron origen a muchísimas cábalas en la prensa londinense.
John Palmer, el guarda, pudo hacer algunas declaraciones durante la investigación que arrojaron una pequeña luz en el asunto. Entre Tring y Cheddington existía, según esas declaraciones, un trecho en el que, debido a estarse realizando algunas reparaciones en la línea, el tren había tenido que disminuir la marcha hasta una velocidad que no excedía de las ocho o diez millas por hora. Era posible que un hombre, e incluso una mujer muy resuelta, hubiesen abandonado el tren en ese lugar sin sufrir ningún daño grave. Es cierto que había trabajando una cuadrilla de obreros, y que éstos no habían visto nada; pero como los obreros trabajaban entre las vías y la puerta del coche que se había encontrado abierta daba al lado contrario, cabía en lo posible que alguien hubiese saltado a tierra, porque ya para entonces iba oscureciendo. Un talud de mucha pendiente bastaba para ocultar a la vista de los peones al que hubiese saltado del tren.
También testificó el guarda manifestando que había sido grande el movimiento de gente en el andén del empalme de Willesden, y que, a pesar de tener la seguridad de que ningún nuevo viajero había subido al tren, y de que tampoco se había apeado ninguno de los que en el mismo viajaban era muy posible que algún viajero hubiese cambiado de departamento sin que el guarda se diese cuenta. Nada tenía de particular el que un caballero acabase de fumar su cigarro en un departamento de fumadores y se trasladase luego a otro en el que la atmósfera era más limpia. Suponiendo que el hombre de la barbita negra hubiese hecho eso en Willesden (suposición que se veía reforzada por el hallazgo del cigarro a medio fumar en el suelo del departamento), lo más natural era que se trasladase al más próximo, con lo que se habría puesto en contacto con los otros dos actores del drama. Quedaba de ese modo establecida, dentro de lo probable, la primera etapa del asunto, partiendo de esos datos. Pero ni el guarda ni los expertos detectives fueron capaces de elaborar una hipótesis que pudiera explicar cuál había sido el segundo acto del drama, ni cómo se llegó al último.

Un examen cuidadoso de las vías del ferrocarril entre Willesden y Rugby dio lugar a un descubrimiento que pudiera o no tener relación con la tragedia. Cerca de Tring, en el lugar mismo donde el tren reducía su velocidad, se descubrió en el fondo del talud de la vía un ejemplar de bolsillo, muy manoseado y gastado, del Nuevo Testamento. El pie de imprenta era el de Sociedad Bíblica de Londres, y tenía esta inscripción: «De Juan para Alicia. Enero 13, 1856» en la guarda. Debajo estaba escrito lo siguiente: «James, julio 4, 1859», y más abajo todavía: «Edward. Noviembre 1,1859»; todo ello escrito del mismo puño y letra. Fue ésa la única pista, si de tal podía calificarse, que encontró la Policía, y el veredicto del juez de investigación fue de «asesinato cometido por una o varias personas desconocidas». Tal fue el final nada satisfactorio de aquel caso extraño. Resultaron infructuosos los anuncios, el ofrecimiento de recompensas y todas las investigaciones, porque no se descubrió base suficientemente sólida para servir de punto de partida para la tarea de poner el crimen en claro.
Sin embargo, sería un error suponer que no se hubiesen lanzado hipótesis para explicar los hechos. Todo lo contrario. La prensa, tanto la de Inglaterra como la de Norteamérica, vino plagada de sugerencias y de suposiciones que, en su mayoría, eran evidentemente absurdas. El que los relojes fuesen de fabricación norteamericana y algunos detalles característicos del revestimiento de oro de uno de los dientes delanteros parecía indicar que el muerto era ciudadano de los Estados Unidos, aunque su ropa interior, el traje y el calzado eran indiscutiblemente de fabricación inglesa. Se apuntaba la idea de que quizá ese hombre estaba escondido debajo del banco, y que al ser descubierto, por una u otra razón, quizá porque había oído algún secreto criminal, fue asesinado por sus compañeros de viaje. Esta teoría, ligada a ciertas generalidades que circulaban corrientemente sobre la ferocidad y la astucia de las sociedades de anarquistas y de otras organizaciones secretas, resultaba tan verosímil como otra cualquiera.
El que el muerto no llevase encima un billete de ferrocarril ligaba bien con la idea de que estaba escondido, y era cosa bien sabida que en la propaganda de los nihilistas tomaban parte muy destacada las mujeres. Por otra parte, resulta evidente, a juzgar por la declaración del guarda, que aquel hombre tuvo que estar escondido allí antes de que llegasen los otros, y era una coincidencia por demás improbable el que aquellos conspiradores fuesen a meterse precisamente en el departamento en que se había ocultado ya un espía. Aparte de esto, la hipótesis hacía caso omiso del hombre del departamento de fumadores, y no aportaba absolutamente ninguna explicación de su desaparición simultánea con la de los demás. Poco trabajo tuvo la Policía en demostrar que semejante hipótesis no cubría todos los hechos; pero la ausencia de pruebas le impedía presentar, por su parte, otra hipótesis más satisfactoria.
En la Daily Gazette, y con la firma de un investigador de asuntos criminales que gozaba de gran reputación, apareció una carta que provocó grandes discusiones durante algún tiempo. Ese investigador lanzaba una hipótesis que era por lo menos habilidosa, y creo que no puedo hacer yo cosa mejor que reproducirla al pie de la letra. Decía así:

«Sea la que sea la verdad del caso, no cabe duda de que es el resultado de alguna combinación extraña y fantástica de acontecimientos, y por esa razón no hay más remedio que partir en la hipótesis nuestra de hechos raros y también fantásticos. Al no disponer de datos, debemos salirnos del método analítico o científico de investigación, abordando el problema a la manera sintética. En una palabra: en lugar de partir de ciertos hechos conocidos y deducir de ellos lo que ocurrió, debemos construir una explicación guiándonos por la fantasía, a condición de que concuerde con los hechos que ya conocemos. Hecho eso, podremos poner a prueba la obra de nuestra fantasía con los datos nuevos que puedan ir surgiendo. Si todos ellos concuerdan, estaremos según toda probabilidad, en la huella exacta, y con cada hecho nuevo que descubramos, esa probabilidad aumentará en progresión geométrica hasta llegar a la prueba final y convincente.
Pues bien: nadie ha reparado debidamente en un hecho muy notable y sugerente. Por Harrow y King’s Langley pasa un tren de los llamados cortos que, de acuerdo con el horario, debió alcanzar al expreso más o menos hacia el lugar en que éste disminuyó su velocidad hasta ocho millas por hora, debido a las reparaciones que se están haciendo en la línea. De modo, pues, que en ese lugar los dos trenes debían avanzar en la misma dirección y a una velocidad parecida, por vías paralelas. Ahora bien: cualquiera de nosotros sabe que en tales circunstancias, las personas que viajan en un vagón ven con toda claridad a los viajeros que viajan en los coches del otro tren que quedan enfrente suyo. En Willesden se habían encendido las lámparas del tren expreso, y todos los departamentos del mismo estaban brillantemente alumbrados, siendo, por consiguiente, muy visibles a cualquier observador de fuera del tren.
»Pues bien: yo reconstruyo la cadena de sucesos de la manera siguiente: El joven que llevaba tantos relojes viajaba solo en un coche del tren corto. Vamos a suponer que tenía sobre el asiento y junto a él su billete, con sus documentos, guantes y otros objetos. Era, probablemente, norteamericano, y era también, probablemente, un hombre débil de cerebro. El llevar encima una gran cantidad de joyas constituye uno de los primeros síntomas de algunas monomanías.
»Estando ese viajero sentado y mirando a los coches del tren expreso que marchaban a igual velocidad que el suyo debido al estado de la vía descubrió de pronto a algunas personas conocidas suyas dentro del expreso. Supongamos, para la marcha de nuestra hipótesis, que esas personas eran una mujer a la que él amaba y un hombre hacia el que sentía odio, y que a su vez lo odiaba a él. El joven era excitable e impulsivo. Abrió la puerta de su departamento y saltó del estribo del tren corto al estribo del expreso, abrió la correspondiente portezuela y se plantó delante de aquella pareja. La hazaña no es en modo alguno tan peligrosa como parece, si partimos de la suposición de que ambos trenes marchaban a la misma velocidad.
»Ya tenemos, pues, a nuestro joven, desprovisto de su billete, dentro del departamento en el que viajaban el hombre de más edad y la mujer joven. En tal situación no cuesta trabajo imaginarse que se produjo una escena violenta. Quizá la pareja era también de norteamericanos, dando mayor probabilidad a esta suposición el que el hombre llevase encima un arma, hecho que se sale de lo corriente en Inglaterra. Si nuestra hipótesis de la monomanía incipiente es correcta, resulta verosímil que el joven agrediese al otro. En esta pelea, el hombre de más edad disparó contra el intruso y luego huyó, haciéndose acompañar de la mujer joven. Supongamos que todo esto ocurrió rapidísimamente, y que el tren marchaba todavía a una velocidad tan pequeña que no resultaba difícil abandonarlo. Es perfectamente factible el que una mujer se apee de un tren en marcha a ocho millas por hora. La verdad es que nos consta que esa mujer se apeó tal como digo.
»Nos queda ahora por encajar dentro de la hipótesis al hombre que viajaba en el departamento de fumadores; si damos por supuesto que nuestra manera de reconstruir la tragedia hasta llegar a este punto ha sido correcta, no encontraremos en el hombre en cuestión nada que nos obligue a rectificar. Según mi hipótesis, ese hombre vio cómo el joven saltaba de un tren a otro, cómo abría la portezuela, escuchó el disparo de pistola, vio cómo los dos fugitivos saltaban del tren a la vía, comprendió que se había cometido un asesinato y saltó a tierra para perseguir a los criminales. El que nada se haya vuelto a saber de ese hombre —pudo resultar muerto en esa persecución o, lo que es más probable, le hicieron comprender que no había en el caso razón alguna para su entrometimiento— es un detalle que hoy por hoy no disponemos de elementos para explicar. Reconozco que tropezamos en mi hipótesis con algunas dificultades. A primera vista, quizá parezca imposible que en un momento como aquél huyese el asesino cargado con una maleta de cuero marrón. A eso contesto que él sabía perfectamente que el descubrimiento de la maleta conduciría a su identificación. Le era indispensable, pues, cargar con ella. Mi teoría se sostiene o se viene abajo sobre un único detalle, y yo pido a la compañía del ferrocarril que realice una investigación rigurosa sobre si en el tren corto de Harrow y King’s Langley que circuló el día 18 de marzo quedó sin recoger un billete de ferrocarril. Si se encontrase ese billete, quedaba con ello demostrada la realidad de mi hipótesis. Si no se recogió, seguiría ésta siendo posiblemente correcta, porque cabe perfectamente que el viajero no llevase billete o que éste se perdió».

La contestación que la Policía y la compañía del ferrocarril dieron a esa hipótesis tan complicada y plausible fue que: primero, no se encontró tal billete; segundo, que el tren corto no podía haber corrido paralelamente al tren expreso, y tercero, que el tren corto permaneció estacionado en King’s Langley mientras el expreso pasaba por esa estación a la velocidad de cincuenta millas por hora. De esa manera quedó pulverizada la única explicación satisfactoria de cuantas se habían ofrecido, y transcurrieron cinco años sin que se presentase ninguna otra. Pues bien: hoy nos llega, por último, un escrito que abarca todos los hechos, y que no tenemos más remedio que considerar auténtico. Ese escrito consiste en una carta que está fechada en Nueva York, y vino dirigida a ese mismo investigador de crímenes cuya teoría he copiado. Reproduzco la carta in extenso, a excepción de los dos primeros párrafos, que son de índole puramente personal:

«Sabrá usted perdonarme el que no me muestre muy generoso en citar nombres. Aunque es cierto que hoy existen menos razones para ello que hace cinco años, porque entonces vivía mi madre, prefiero, a pesar de todo, borrar hasta donde pueda toda huella que pudiera descubrirnos. Sin embargo, usted se merece una explicación, porque, a pesar de que su hipótesis era equivocada, no por eso resultaba menos hábil e ingeniosa. Para que usted pueda comprenderlo todo necesitaré retroceder un poco.
»Mi familia procedía del Buckshire, Inglaterra, y emigró a los Estados Unidos en los primeros años de la década del 50. Se establecieron en Rochester, estado de Nueva York, donde mi padre llegó a tener un gran almacén de ferretería. El matrimonio tuvo únicamente dos hijos: yo, que me llamo James, y mi hermano Edward. Yo le llevaba diez años a mi hermano, y después del fallecimiento de mi padre, esa condición de hermano mayor me hizo ser para Edward algo así como un padre. Era mi hermano un muchacho inteligente y lleno de vivacidad, además de ser uno de los hombres más bellos que han podido existir. Pero hubo siempre en él un punto débil, y ese punto débil, lo mismo que el moho en el queso, fue extendiéndose y extendiéndose, sin que hubiese manera de impedirlo. Nuestra madre lo veía con la misma claridad que yo; pero siguió echándolo a perder a fuerza de mimos, porque lo acostumbró a que no se le negase nada. Yo hice todo cuanto me fue posible para evitar que se desmandase, y él me cobró odio por las molestias que yo me tomaba.
»Llegó un momento en que se lanzó por su camino, sin que pudiera impedírselo nada de cuanto nosotros hicimos. Se trasladó a Nueva York y marchó rápidamente de mal en peor. Empezó como disoluto, y luego se hizo criminal. Al cabo de un par de años era uno de los jóvenes maleantes más destacados de aquella ciudad. Trabó amistad con MacCoy, «el Gorrión», al que nadie igualaba en su profesión de gancho de chirlata, cazador de tontos y granuja en toda la extensión de la palabra. Ambos se dedicaron a fulleros, alojándose en algunos de los mejores hoteles de Nueva York; mi hermano era un actor excelente (habría llegado lejos en el teatro si hubiese querido vivir honradamente), y representaba cualquier papel que conviniese a las finalidades que perseguía MacCoy, «el Gorrión», lo mismo el de un joven aristócrata inglés, que el de un palurdo simplón del Oeste, o que el de un estudiante universitario de los últimos cursos. Un buen día se disfrazó de muchacha, y lo hizo tan a la perfección, que resultó inapreciable como cimbel, acabando por adoptar ese papel como el de mayor éxito y preferencia. Estaban entendidos con los políticos de la Tammany y con la Policía, de manera que parecían tener campo libre. Eso ocurría en tiempos anteriores al nombramiento de la Comisión de Lexow, cuando con aquellas complicidades era posible hacer casi todo lo que a uno le viniese en gana.
»Nada habría sido capaz de interrumpir su carrera, si se hubiesen limitado a operar con los naipes y dentro de Nueva York; pero se les ocurrió pasar por Rochester y falsificar la firma de un cheque. Fue mi hermano quien hizo eso, aunque todos sabían que había obrado bajo la influencia de MacCoy, “el Gorrión”. Yo compré aquel cheque, que me costó una bonita cantidad. Fui luego en busca de mi hermano, lo puse ante sus ojos encima de la mesa y le juré que si no desaparecía del país lo haría perseguir por la justicia. Al principio se limitó a echarse a reír, y me contestó que si yo hacía eso, mataría del disgusto a mi madre y él estaba bien seguro de que yo no era capaz de semejante cosa. Sin embargo, le hice comprender que mi madre iba a morir a disgustos de todos modos, y que estaba resuelto, puesto en la alternativa, a que viviese en la cárcel de Rochester antes de consentir que siguiese viviendo en un hotel de Nueva York. Por último se resignó, y me prometió de una manera solemne que rompería todo trato con MacCoy, “el Gorrión”, que embarcaría para Europa y que se dedicaría a cualquier oficio honrado en que yo le ayudase a establecerse. Me fui con él inmediatamente a visitar a un antiguo amigo de nuestra familia, Joe Willson, exportador de relojes norteamericanos de bolsillo y de pared, y conseguí que nombrase a Edward agente suyo en Londres, con un pequeño sueldo y una comisión del 15 por 100 sobre todos los negocios que se hiciesen. El aspecto y las maneras de mi hermano impresionaron tan favorablemente al anciano en la primera entrevista, que no había transcurrido una semana cuando se ponía en viaje para Londres con una maleta llena de muestras.
»Yo creí que mi hermano se había asustado verdaderamente con el asunto del cheque, y que había alguna posibilidad de que se asentase trabajando con honradez. Mi madre había hablado con Edward, y sus palabras debieron tocarle el corazón, porque siempre había sido para Edward la mejor de las madres, a pesar de que él había sido para ella el mayor dolor de su vida. Pero yo sabía que el tal MacCoy, “el Gorrión”, ejercía una gran influencia sobre Edward, de manera que mi única probabilidad de hacer que mi hermano siguiese por el camino derecho estribaba en romper la relación entre ellos. Yo tenía un amigo en el Cuerpo de Detectives de Nueva York, e hice que mantuviese vigilancia sobre MacCoy. Cuando, a los quince días de haber embarcado mi hermano, supe que MacCoy había tomado pasaje en el Etruria, adquirí la seguridad, como si lo hubiese oído de sus propios labios, que se trasladaba a Inglaterra con objeto de atraer a Edward a la clase de vida que había abandonado. Decidí en el acto embarcar yo también, contrapesando la influencia de MacCoy con la mía. Estaba seguro de que perdería la partida; pero pensé, y también lo pensó mi madre, que era un deber mío el hacerlo. Mi madre y yo nos pasamos la noche última entregados a la oración e implorando para mí el éxito, y ella me regaló un ejemplar del Nuevo Testamento que mi padre le había entregado como regalo de boda el día que se casaron en su país de origen, para que lo llevase siempre junto a mi corazón.

»Viajé en el mismo barco que MacCoy, y tuve, por lo menos, la satisfacción de estropearle sus combinaciones ventajistas durante el viaje. La primera noche después de nuestra salida de puerto entré en el salón de fumar y me lo encontré encabezando una mesa de juego, rodeado de una docena de jóvenes que marchaban a Europa con la bolsa llena y el cráneo vacío. MacCoy se preparaba para hacer su cosecha, que habría resultado magnífica. Pero yo di la vuelta a la tortilla, diciendo:
»—Caballeros, ¿saben ustedes con quién están jugando?
»—¿Y eso qué le importa a usted? ¡Usted cuídese de sus propios negocios! —me contestó, lanzando un taco.
»Pero uno de aquellos palominos me preguntó:
»—¿Quién es, de todos modos?
»—MacCoy, “el Gorrión”, y el fullero más conocido de los Estados Unidos.
»Se puso en pie de un salto, blandiendo una botella; pero se acordó de que aquel barco estaba bajo la bandera de la caduca y vieja Inglaterra, donde reinan la ley y el orden, y donde los políticos de Tammany no ejercen la menor influencia. Las agresiones y el asesinato conducen a la cárcel y a la horca, y cuando se navega dentro de un transatlántico no hay modo de huir por una puerta secreta.
»—¡Presente pruebas de lo que ha dicho usted! —gritó.
»—¡Claro que sí! —le contesté—. Con sólo que usted se remangue el brazo derecho hasta el hombro, habré demostrado que digo la verdad, o me tragaré mis palabras.
»Se puso lívido y no dijo esta boca es mía. Yo estaba algo enterado de sus mañas, y sabía que una parte del mecanismo empleado por él y por todos los fulleros de su clase se compone de un elástico que les cubre el antebrazo y que tiene una especie de pinza en el arranque de la muñeca. Gracias a esa especie de sujetador elástico pueden esconder las cartas que no desean sustituyéndolas por otras que tienen en el escondite. Di por supuesto que MacCoy llevaría el mecanismo en cuestión y acerté. Me llenó de maldiciones, se deslizó fuera del salón y apenas si se dejó ver más durante el viaje. Por una vez, al menos, le había ganado la baza a Mr. MacCoy, “el Gorrión”.
»Pero no tardó en conseguir el desquite, porque siempre que se trató de ejercer influencia sobre mi hermano, la de MacCoy fue superior a la mía. Edward vivió honradamente en Londres durante las primeras pocas semanas, y había llevado a cabo algunos negocios con sus relojes norteamericanos; pero aquel granuja volvió a cruzarse en su camino. Hice cuanto estuvo en mi mano, pero lo que estaba en mi mano hacer era poca cosa. No tardé en enterarme de que en uno de los hoteles de la Northumberland Avenue había habido un escándalo; dos fulleros que operaban en combinación habían esquilado de una importante suma a un viajero, y el asunto estaba en manos de Scotland Yard. La primera noticia del caso la leí en un periódico de la tarde, y adquirí en el acto la seguridad de que mi hermano y MacCoy habían vuelto a sus viejas mañas. Marché a toda prisa a las habitaciones de Edward, y me informaron que él y un caballero de mucha estatura (al que identifiqué como MacCoy) habían marchado juntos, dejando libres las habitaciones y llevándose todas sus cosas. La dueña de la casa había oído cómo daban al cochero varias direcciones, la última de las cuales era la estación de Euston; y también oyó casualmente que el caballero de gran estatura hablaba no sé qué de Manchester. La mujer creía que se dirigían a esa ciudad.
»Me bastó echar una ojeada a los horarios para ver que el tren que era más probable que tomasen sería el de las cinco, aunque podían también tomar otro que salía a las cuatro y treinta y cinco. Yo sólo podía alcanzar ya el primero de los dos, pero ni en la sala de espera ni en el tren vi a mi hermano ni a MacCoy. Pensé que habrían tomado el tren anterior y decidí seguirlos hasta Manchester, recorriendo los hoteles de esta ciudad en busca suya. Quizá un último llamamiento que yo hiciese a mi hermano, recordándole todo cuanto debía a mi madre, podría salvarlo. Estaba con los nervios sobreexcitados, y encendí un cigarro para calmarlos. En ese instante, cuando el tren empezaba a arrancar, se abrió de par en par la puerta de mi departamento y vi en el andén a MacCoy y a mi hermano.

»Los dos estaban disfrazados, y tenían sus buenas razones para estarlo, sabiendo que los perseguía la policía de Londres. MacCoy llevaba levantado un gran cuello de astracán, de manera que únicamente se le veían los ojos y la nariz. Mi hermano vestía de mujer, y llevaba echado sobre la cara un velo negro, a pesar de lo cual yo no me engañé ni un solo instante, ni me habría engañado aunque no hubiese sabido que se vestía con frecuencia con esa clase de ropas. Me puse en pie como movido por un resorte, y entonces MacCoy me conoció. Dijo algunas palabras, el guarda cerró la puerta de golpe, y les abrió la del departamento contiguo. Traté de que el guarda no diese todavía la salida al tren, pero era ya demasiado tarde porque las ruedas habían empezado a girar.
»Cuando el tren se detuvo en Willesden cambié rápidamente de departamento. Según parece, nadie se fijó en ello, lo cual nada tiene de sorprendente ya que el andén estaba concurridísimo. Claro está que MacCoy me esperaba y que había aprovechado el trayecto entre Euston y Willesden para prevenir contra mí a mi hermano y endurecer el corazón de éste. Eso es al menos lo que yo supongo, porque jamás encontré a Edward tan empedernido ni tan irreductible. Lo intenté todo; le hice ver que acabaría en una prisión inglesa; le pinté vivamente el dolor de su madre cuando yo regresase y le diese la noticia; dije todo cuanto se me ocurrió para tocarle el corazón, pero fue inútil. Permanecía en un asiento con una mueca de burla en su bello rostro y MacCoy, “el Gorrión”, me lanzaba de vez en cuando frases de desafío o daba ánimos a mi hermano para que se mantuviese firme en sus propósitos.
»—¿Por qué no abre usted una escuela catequista dominical? —me decía, y agregaba inmediatamente dirigiéndose a Edward—: Tu hermano cree que eres un hombre sin voluntad; que eres el bebé de otros tiempos y que puede manejarte a su gusto. Hasta ahora no había descubierto que eres tan hombre como él.
»Una de las veces que se expresó de esa manera ya no pude más y empecé a hablarle con acritud. Habíamos salido de Willesden, como usted comprenderá, porque el tiempo iba pasando. Me dejé llevar por el genio, y mostré por primera vez a mi hermano la parte ruda de mi carácter. Quizá hubiese sido mejor que se la hubiese mostrado antes y con mayor frecuencia. Le dije, pues:
»—¡Un hombre! Vaya, me gusta oírlo de boca de tu amigo, porque nadie lo sospecharía viéndote con esas ropas de señorita directora de un internado de muchachas. Creo que no hay en toda Inglaterra una persona de aspecto más despreciable que el tuyo, con ese delantal de niña que llevas puesto.
»Al oír aquello se puso colorado, porque era un vanidoso y tenía miedo al ridículo.
»—Esto no es delantal sino un abrigo de viaje —me contestó, quitándoselo—. Era preciso despistar a la policía, y no me quedaba otro recurso. —Se quitó la toca y el velo y lo metió todo en su maleta marrón—. En todo caso, no lo necesito hasta que pase por aquí el guarda-tren.
»—Ni entonces tampoco necesitarás esas prendas —exclamé yo, y agarrando la maleta tomé impulso y la tiré por la ventanilla—. Y ahora, mientras yo pueda evitarlo, ya no volverás a vestir de mujer. Y si ese disfraz es lo único que puede salvarte de ir a presidio, entonces prepárate a estar encerrado.
»Ésa era la manera de dominar a mi hermano. Me di cuenta en el acto de mi ventajosa situación. Su temperamento muelle cedía con mucha mayor facilidad al trato rudo que a las súplicas. Enrojeció de vergüenza, y se le cuajaron los ojos de lágrimas. Pero también MacCoy se dio cuenta de mi ventaja y tomó la determinación de impedirme que siguiese adelante. Por eso me gritó:
»—Es mi camarada, y no permitiré que le insultes.
»—Es mi hermano y no permitiré que lo lleves a la ruina —le contesté yo—. Me está pareciendo que el medio mejor para mantenerlo apartado de ti será el que pases algún tiempo en la cárcel. Y lo vas a pasar, como yo pueda conseguirlo.
»—Qué, ¿que te vas a chivar? —gritó, y sacó instantáneamente el revólver del bolsillo. Salté para sujetarle la mano, pero vi que llegaba tarde y me hice a un lado con un respingo. Él hizo fuego en ese mismo instante, y la bala disparada contra mí atravesó el corazón de mi desdichado hermano.
»Cayó al suelo al instante: MacCoy y yo, igualmente horrorizados, nos arrodillamos a un lado y otro, esforzándonos por hacerle volver en sí. MacCoy seguía con el revólver cargado en la mano, pero aquella súbita tragedia se había tragado su ira contra mí y el rencor que yo sentía contra él. Fue él quien primero se dio cuenta de la situación. Por un motivo u otro, el tren disminuía en ese momento muchísimo la velocidad, y comprendió que aquélla era su oportunidad de escapar. Abrió instantáneamente la portezuela, pero yo actué con tanta rapidez como él. Le salté encima y los dos caímos juntos desde el estribo y rodamos abrazados por el talud abajo. Al llegar al fondo me golpeé la cabeza contra una piedra y perdí el conocimiento. Al recobrarlo me encontré tendido entre unos arbustos, no lejos de la vía del ferrocarril, y alguien me humedecía la cabeza con un pañuelo empapado en agua. Era MacCoy, “el Gorrión”, y me dijo:
»—No tuve valor para abandonarlo. No quería manchar mis manos con la sangre de ustedes dos en un mismo día. Usted amaba seguramente a su hermano; pero no le amaba ni una centésima más que yo, aunque diga usted que le demostré ese amor de una manera muy rara. De todos modos, el mundo tiene muy poco interés para mí después de que él ha muerto, y me importa un comino el que usted me entregue o no me entregue al verdugo.
»Se había torcido el tobillo al caer, de modo que nos encontrábamos él inutilizado para caminar y yo con la cabeza dolorida. Hablamos y hablamos y mi rencor fue gradualmente suavizándose hasta convertirse en algo parecido a simpatía. ¿Qué se adelantaba con vengar la muerte de mi hermano en un hombre al que esa muerte le dolía tanto como a mí? Además, conforme se me fue aclarando la cabeza, empecé a comprender que cualquier cosa que yo hiciese contra MacCoy caería de rechazo sobre mí y sobre mi madre. ¿Cómo podíamos dejarlo convicto de su crimen sin publicar a los cuatro vientos la vida de mi hermano, es decir, lo que por encima de todo queríamos evitar? Teníamos nosotros tanto interés como él en echar tierra sobre el asunto. Pasé, pues, de ser el vengador de un crimen al papel de conspirador en contra de la justicia. El sitio en que nos encontrábamos era uno de esos cotos de faisanes que tanto abundan en Inglaterra, y cuando empezamos a buscar el camino de salida yo me encontré cambiando impresiones con el asesino de mi hermano acerca de la manera que tendríamos para que no se hablase del asunto.

»De lo que él me dijo saqué pronto en consecuencia que si mi hermano no llevaba en los bolsillos algunos documentos que nosotros desconocíamos, la policía no tendría medios para identificarlo o para averiguar de qué manera llegó hasta allí. El billete del ferrocarril lo tenía MacCoy en su bolsillo, lo mismo que el resguardo del equipaje que habían dejado en la consigna. Mi hermano, como la mayoría de los norteamericanos, calculó que le resultaría más barato y más sencillo comprar las ropas necesarias en Londres que venir equipado desde Nueva York, y por esa razón, ni su ropa interior ni su ropa exterior tenía marca alguna. La maleta, con el abrigo de viaje o guardapolvo, que yo había tirado por la ventana, es posible que fuese a parar al centro de algún cañaveral y que siga allí todavía, o que se la encontrase algún vagabundo; pudo también caer en poder de la policía, que se reservó este dato. Sea como sea, nada hablaron acerca del mismo los periódicos de Londres. Por lo que respecta a los relojes, éstos eran ejemplares elegidos entre los que le habían sido confiados con fines comerciales. Quizá se los llevaba a Manchester para ver si podia realizar algún negocio en esa ciudad; pero… bien: ha pasado demasiado tiempo para esa clase de suposiciones.
»No censuro a la policía por no haber tenido éxito. Lo contrario me habría extrañado. Sólo había una pista pequeñísima que habrían podido seguir, pero ya digo que era insignificante. Me refiero al espejito circular encontrado en un bolsillo de mi hermano. ¿Verdad que no es corriente que un muchacho joven lleve un espejito en el bolsillo? Ahora bien: un jugador de ventaja podía haber dicho lo que significa un espejo para las personas de su clase. Cuando uno está sentado delante de una mesa, un poquitín echado hacia atrás, y coloca el espejito con la cara hacia arriba encima de los muslos, se reflejan en él cada una de la cartas que se entregan al contrario. Cuando se conocen esas cartas no es un gran problema el querer o el pasar. El espejito, lo mismo que el sujetador elástico que MacCoy, “el Gorrión”, llevaba en la muñeca, era una herramienta del oficio del jugador de ventaja. Si se hubiese relacionado ese detalle con las estafas cometidas últimamente en los hoteles, la policía habría estado en condiciones de hacerse con una de las extremidades del hilo.

»No creo que me quede mucho más por explicar. Aquella noche nos presentamos en una aldea que se llama Amersham, como si fuéramos dos caballeros que hacían una jira a pie, y después marchamos calladamente a Londres, desde donde MacCoy se dirigió a El Cairo, y yo regresé a Nueva York. Mi madre falleció seis meses después y yo tengo la satisfacción de decir que ignoró siempre lo ocurrido. Vivió con la ilusión de que Edward se ganaba honradamente la vida en Londres, y yo no tuve valor para decirle la verdad. Es cierto que no la escribía nunca; pero como jamás escribió desde que salió de casa, no había en ello nada extraño. Fue el nombre de Edward la última palabra que pronunciaron los labios de mi madre.
»Hay algo todavía que yo quisiera pedirle, señor, y lo consideraría como una recompensa amable por todas estas aclaraciones, si es que usted puede hacerlo. Usted se acordará del libro del Nuevo Testamento que se encontró al pie del talud. Yo lo llevaba siempre en un bolsillo interior, y con seguridad que lo perdí al caer. Lo tengo en grandísima estima, porque era el libro de familia y mi padre había escrito al principio del mismo la fecha de mi nacimiento y la de mi hermano. Desearía que usted lo solicitase donde corresponda y me lo hiciese enviar. No tiene valor para ninguna otra persona, y si usted lo envía a “X”, en la librería de Bassano, Broadway, Nueva York, llegará seguramente a mis manos».


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