Aunque no tiene sentido alguno, esto explica lo de los gatos.
En el Times de hoy había una nota sobre el corral municipal; llevaron allí cuatro veces el número corriente de gatos y el asunto sigue empeorando. Seguirá empeorando cada vez más, sin duda, pero los gatos no son tan malos como otras cosas.
Para explicarlo, después de convencerme que yo no había perdido el juicio, telefoneé a mi mujer. Algunos dicen que no hay en realidad modo alguno de convencerse que uno está en sus cabales, pero yo no opino lo mismo. Por lo menos estoy tan cuerdo como hace una semana.
—¿Dónde estás? —me preguntó mi mujer—. ¿Por qué me hablas por teléfono? ¿Por qué no subes?
—Porque estoy en el centro de la ciudad, en el Waldorf.
—Oh no. Estás en el piso de abajo. Te dejé ahí hace menos de tres minutos.
—Ese no soy yo, ¿entiendes?
—No.
Esperé un poco, y ella esperó también. Por fin dije:
—No, me parece que no entiendes.
—También vi cómo te escabullías en la esquina de la calle 63. ¿Jugabas a las escondidas?
—Ese tampoco era yo. ¿Crees que estoy loco? ¿Piensas que he sufrido un trastorno o algo parecido?
—No, tú no eres de los que sufren trastornos.
—¿Qué opinas, entonces?
—Me reservo mi opinión.
—Gracias. Todavía te quiero. Cuando me viste en el piso de abajo hace unos minutos, ¿cómo estaba vestido?
—¿No lo sabes?
Mi mujer pareció impresionada por primera vez.
—Lo sé, pero quiero que me lo digas. ¿Es preguntarte demasiado? Dímelo, simplemente.
—Está bien, te lo diré. Tenías puesto el traje gris espigado.
—Ah —dije—. Bueno, yo esperaré en el teléfono. Quiero que vayas a mi armario y me digas que hay ahí.
Esperé mientras ella iba y volvía. Mi mujer tomó otra vez el aparato, pero no dijo nada.
—¿Y bien?
Suspiró y confesó que había ido al armario.
—¿Y lo has visto ahí?
—¿Tu traje gris?
—El traje gris espigado. Mi único traje gris, ¿no es así?
—Un traje gris —dijo ella débilmente—. Pero quizás hayas comprado otro.
—¿Por qué?
—Qué sé yo por qué. Supongo que te gustan los trajes grises.
—No, no he comprado otro. Te doy mi palabra de honor. Alicia, te quiero. Llevamos doce años de casados. Soy un hombre sensato, nada veleidoso, ni siquiera romántico, como has observado.
—Eres bastante romántico —dijo ella rotundamente.
—Ya sabes lo que quiero decir. No he comprado otro traje gris. Es el mismo traje gris.
—¿Y está en dos lugares al mismo tiempo?
—Sí.
Hubo un silencio muy largo, y al fin dije:
—¿Harás lo que te diga ahora, aunque no tenga sentido?
Alicia calló un momento y suspiró.
—Sí.
—Bueno. Ahora son las dos y cuarto. Poco antes de las tres llamará el profesor Dunbar, te dirá alguna tontería acerca de su gato, y luego te preguntará por mí. Dile que se vaya al diablo. Luego toma un taxi y ven al Waldorf. Estoy en la habitación 1121.
—Bob —dijo mi mujer, insegura—, ¿seguro que quieres que le diga eso?
—Bueno, no con esas palabras. Díselo a tu modo. Luego ven aquí directamente. Algo más. Si me ves en alguna parte, no me hagas caso. ¿Comprendes? Pase lo que pase, no me hagas caso. No me hables.
—Oh, sí. Por supuesto, si te veo en alguna parte no te haré caso. Y si te veo, ¿llevarás el traje gris?
—Sí, ¿harás lo que te digo?
Y, aunque parezca extraño, lo hizo. Me senté en aquella habitación y esperé. Traté de pensar en eso que nadie debiera pensar nunca y, exactamente a las tres y veinte, llamaron a la puerta y yo la abrí, allí estaba Alicia. Parecía un poco pálida, un poco agitada, pero lucía tan hermosa como siempre.
La besé y ella me devolvió el beso, pero me dijo que lo hacía sólo porque yo tenía puesto el traje azul. Añadió que no se atrevería a besarme si yo tuviera el traje gris. Luego me preguntó seriamente si podíamos estar soñando.
—Los dos no —contesté—. Tú o yo. Pero esto no es un sueño. Por qué lo preguntas? ¿Me has visto?
—Deja que antes me siente —dijo.
Se sentó y me miró con una sonrisa curiosa en el rostro.
—Así que me has visto.
—Sí.
—¿Dónde?
—En la esquina de la calle 58.
—¿Y yo te vi?
—No, creo que no. Yo iba en un taxi. Pero no deberías emplear el singular. Debías haber preguntado: ¿Te vimos?. Porque eran tres.
—¿Los tres con traje gris?
—Los tres.
Yo tenía una botella de coñac y serví un poco para cada uno, y me bebí el mío de un trago y lo mismo hizo Alicia. Luego me preguntó qué hacía yo, y le dije que me estaba tomando el pulso.
—Ochenta.
—Ochenta está bien, ¿verdad?
—Está bien, es lo normal. Los dos somos normales, personas comunes con sentido común.
—¿Y?
—¿Cómo estaba yo? Quiero decir, ¿estaba...?
—Estábamos. Di estábamos. Eran tres. Y también te vi fuera de la casa. Así que son cuatro. Tomé el taxi antes que me alcanzaras, y cuando miré hacia atrás había otro. Ya son cinco.
—¡Oh, Dios mío!
—Sí, ciertamente, y ya puedes agradecerle a los astros que yo no sea una histérica. ¿Cuántos son, si puedo preguntarlo?
—No lo sé —balbuceé—. Quizá cincuenta, quizá cien, quizá quinientos. Sencillamente, no lo sé.
—¿Quieres decir que Nueva York está llena de ti? Cuando yo era niña y leía Alicia en el País de las Maravillas me imaginaba que la protagonista era yo. Ahora no tengo que imaginarlo.
—No, supongo que no. Dime, Alicia, sólo una o dos cosas más, y luego trataré de explicar.
Le serví otro coñac y ella se lo bebió de un trago y dijo:
—Oh, magnífico. Me gustaría oír cómo lo explicas.
—Sí, sí, te gustará, naturalmente. Y yo te... es decir, hasta donde es posible, te... yo ciertamente...
—Balbuceas —me interrumpió Alicia, no sin compasión.
—Bueno, escucha. Lo que quería decir es... ¿Cuando me viste triplicado, estaba yo... estábamos peleando enojados?
—No, os llevabais muy bien. Pero estaban tan absortos en una discusión que habíais interrumpido el tránsito. Estos trillizos tuyos no eran cualquier clase de trillizos, sino trillizos calvos, de cuarenta años de edad, con aspecto de profesor, idénticos, por supuesto, y vestidos con el traje gris espigado del que ya habla seguramente toda la ciudad. Sí, con tu chaleco tejido sin mangas, y la corbata de lazo verde.
—No sé cómo puedes reírte de algo semejante.
—Tengo el problema de mi propia cordura. ¿No quieres otro traguito? Sí, le dije a Dunbar que se fuera al diablo, cómo tú me aconsejaste.
—¿Llamó por teléfono?
—Sí. Tú dijiste que llamaría.
—Pero no creí que lo hiciera. ¿A qué hora?
—A las tres menos diez, exactamente.
—Sí. ¿Qué dijo? Por amor de Dios, Alicia. ¿Qué dijo?
—Estaba muy excitado. Está construyendo alguna clase de máquina en el sótano de su casa, un desviador de campo o algo parecido.
—Ya sé. Ya sé qué quiere hacer.
—Entonces, quizás puedas explicármelo.
—Lo haré, lo haré. Aunque te confieso que yo mismo no lo comprendo bien. Se le ha ocurrido que uno puede torcer el espacio, y corvarlo. Algo parecido. Anudarlo, quizá. Hacer un nudo con un pedacito de espacio. Pero, ¿qué dijo, Alicia?
—Dijo que su gato se había metido en... lo que fuera... entre dos electrodos o algo parecido a electrodos.
—¿Un vórtice?
—Quizá. Sea lo que fuere, su gato se metió allí y desapareció. Entonces, lo probó con él mismo (tiene la estabilidad emocional de un niño de seis años) y no sucedió absolutamente nada. Quiere que vayas inmediatamente a su sótano y le digas qué se puede hacer.
—¿Y?
—No lo sé. —Alicia frunció el ceño—. Me aseguró que no tiene nada que ver con la desintegración atómica y esas cosas, pues si no, se hubiese producido una terrible explosión y él no hubiese podido hablarme. Y yo le dije que se fuera al diablo. No precisamente con esas palabras. Le dije que pasabas la noche con tu hermano en Hartford. Ahora te toca a ti.
—Ahora me toca a mí —repetí, fui a la ventana y miré a la calle.
—¿Te buscas a ti mismo? —preguntó Alicia.
—Un chiste malo.
—Perdóname, Bob, lo siento realmente. —Alicia se levantó, se acercó y me tomó del brazo—. Sé que estás preocupado. ¿Por qué no me dices qué te pasa?
—Bueno. Quiero que te sientes y me mires. Yo soy tu esposo, Robert Clyde Bottman. ¿No es así?
Alicia movió la cabeza afirmativamente.
—Bueno, ¿cómo lo interpretas?
—Oh, no. Yo no interpreto nada. Si tratara de hacerlo me volvería loca. ¿Cómo lo interpretas tú?
—Te lo diré. Esta mañana, a las diez y media, fuiste de compras al centro de la ciudad. Poco después que salieras llamaron a la puerta. Abrí... y allí estaba yo, el primero.
—Con traje gris.
—Exactamente. Y no me sorprendí demasiado al principio. Parecía alguien conocido; el peor momento vino cuando descubrí que era yo mismo. No una imitación, no una copia, no un engaño, no una prueba diciendo que el diablo existe realmente, sino yo mismo. Era yo. Los dos éramos Robert Clyde Bottman. Los dos éramos reales. ¿Comprendes?
Por primera vez hubo una sombra de miedo en el rostro de mi mujer.
—No, Bob, no comprendo.
—Escucha —continué—. Él me lo explicó a mí, o yo a él, como prefieras. Y mientras explicaba, llamaron a la puerta de nuevo, la abrí de nuevo y allí estaba yo otra vez. ¡Éramos tres! Entonces nos pusimos a discutir el asunto filosóficamente, y llamaron de nuevo a la puerta. Éramos cuatro.
—¡Bob, por favor!
—Escucha. Piensa en el día de hoy como tiempo. ¿Qué sucede cuando llega mañana?
—Oh, es mañana. Pero deja eso, Bob. Dime qué ocurrió. No podría soportar esto mucho más.
—Y yo trato de decírtelo. Pero antes tenemos que hablar del tiempo. ¿Qué es el tiempo?
—Bob, no lo sé. El tiempo es el tiempo. Pasa.
—Y yo no sé mucho más, si miras bien las cosas. Y nadie sabe mucho más. Yo me paseo por esta habitación. El tiempo pasa. He estado en un número de lugares de esta misma habitación, todos relacionados con mi ser físico real. ¿Qué me ha sucedido a mí tal como era hace dos minutos? Soy. Dejo de ser. Reaparezco.
—Tonterías —resopló Alicia—. Tú estuviste aquí todo el tiempo.
—Porque estoy relacionado conmigo mismo en función del tiempo. Pero supongamos que el tiempo sea un aspecto del movimiento. No hay movimiento, no hay tiempo. Te mueves a lo largo del camino y todo aquello de lo que tienes conciencia se mueve paralelamente contigo. Pero nada desaparece, está todo ahí siempre, el ayer, el mañana, el día que llegará dentro de un millón de años; una realidad de la que tenemos conciencia sólo en la fluctuante transición del ahora, este momento, este instante.
—No entiendo nada, ni lo creo. ¿Es un destino escrito, un futuro que nos han decretado?
—No, no —dije con impaciencia—. No es eso. El camino no está fijo. El camino no está fijo. Es fluido, cambia constantemente. Pero no podemos sentarnos y discutir el tiempo, porque nos movemos por él. Y tengo que decírtelo antes que vayamos demasiado lejos. Esos otros yoes...
—Llámalos los del traje gris.
—Muy bien, los del traje gris. Me explicaron qué pasó hoy.
—¿Antes que pasara?
—Antes que pasara y después de haber pasado. No tiene importancia. Es una paradoja. Por eso nuestro equipo mental es importante aquí. No hay lugar en él para la paradoja. El hombre más ilógico es lógico en relación con la paradoja. Así me ocurrió hoy a mí. Corregí unas pruebas. Tú regresaste. El profesor Dunbar me llamó y me habló de su gato. Yo corrí a su casa. Llevé conmigo un tablero de transistores, descubrí dónde se había quemado el circuito, e hice las conexiones. Yo era el autor de las conexiones originales. Temblaba de excitación cuando...
—¿Tú temblabas de excitación?
—Bueno, reaccioné ante algunas cosas. No te imaginas lo excitante que era curvar el espacio, aunque fuese un pedacito. Yo no pensaba en el tiempo entonces. Había recogido al gato del profesor en la puerta de la casa y entré con él. Había allí tres gatos, pero no me sorprendió. Tomé al que estaba en el escalón y entré con él. El profesor estaba encantado. Decidimos que una curvatura del espacio había llevado al gato fuera de la casa. Pues bien, cuando conecté los transistores y encendí la fuerza motriz, me puse yo mismo entre los electrodos. ¿Qué podía ser más natural?
—Nada, nada absolutamente. Muy natural, sólo que te nombraron mentor de nuevas generaciones.
—Y eso ocurrió hoy a las cinco de la tarde.
—Y ahora son las cuatro y media. —Alicia se encogió de hombros—. Ocurrió hoy, pero todavía no. ¡Por amor de Dios, Bob, háblame razonablemente!
—Hago lo posible. Tienes que aceptarlo; no pienses, acéptalo. La curvatura era en el tiempo, y quizá también en el espacio, pues los dos parecen ser inseparables. Sólo contábamos con trescientos amperios, y el efecto fue muy pequeño, una curvatura o bucle minúsculo, y luego se interrumpió. Pero el daño estaba hecho. Mi zona de tiempo particular tenía un bucle de cinco horas. En otras palabras, se repetía interminablemente, y cada vez que se repetía yo estaba varado ahí. No, no tiene sentido lo que digo, ¿verdad?
—Me temo que no —convino Alicia con tristeza—. Has dicho que ocurrió eso.
—Sí, pero el bucle me llevó al pasado, cuando aún no había ocurrido. Fui directamente a la casa, llamé a la puerta, la abrí y entré. Me dije...
—¡Calla! —gritó Alicia—. ¡Deja de hablar de ti! Di el traje gris, si es necesario.
—Está bien. El traje gris me dijo lo que había pasado. Dios sabe cuántas veces se había repetido ya el bucle.
—¿No podías saber si se repetía?
—¿Cómo podía saberlo? Tengo conciencia sólo del ahora, no del ayer ni del mañana. ¿Cómo podía saberlo?
Alicia sacudió la cabeza en silencio,
—De todos modos —continué desesperadamente— hoy, en mi hoy, en nuestro hoy, esta mañana decidí acabar con eso. Tenía que pararlo. Me volvería loco, el mundo entero se volvería loco si no lo paraba. Pero ellos, los del traje gris, no querían que lo parara. Tenían miedo de morir. Querían vivir tanto como yo. Yo soy el primer yo y, por tanto, el verdadero yo; pero ellos también son yo, diferentes momentos de mi conciencia, pero yo. Sin embargo, no podían detenerme. No podían impedírmelo. Cuando les dije que se fueran, tuvieron que irse. Si se oponían, podían morir ellos también. Así es que se fueron. Pero algunos vigilaban en la planta baja y en otros lugares. Y todos eran yo. ¿Te preguntas si no estaré medio loco?
—Está bien, querido. ¿Qué hiciste entonces?
—Me puse el traje azul, bajé por la escalera de incendios, llamé un taxi y vine aquí.
—Pero si lo que dices es cierto —observó Alicia, que comenzaba a compartir mi miedo y mi horror—, cualquiera de vosotros, los del traje gris, puede ir a casa de Dunbar en vez de...
—Lo he pensado. No sé si resultaría. Pero para estar más seguro me he traído el tablero de transistores. Se necesitarán por lo menos diez horas de trabajo y un buen taller electrónico para armar otro tablero. Podrían reparar el circuito, y quizá haya fuerza para un gato, pero no para un hombre.
—¿Y si armaran el tablero?
—No lo sé. Nada volvería a ser como antes. ¿Cuántos yoes habría en el mundo? Lo ignoro.
—¿Y si lo paras, Bob?
Me entendiera o no, Alicia me creía. Lo decían sus ojos; en ellos se veía el temor, profundo, húmedo y doliente.
—No puedo responderte. —Me encogí de hombros—. No lo sé. No hemos hecho más que rozar un gran misterio. Sólo nos queda esperar. Falta menos de media hora para las cinco, así es que la espera no será larga.
Esperamos. Al principio tratamos de hablar, pero no estábamos muy elocuentes. Luego callamos. Cinco minutos antes de las cinco, Alicia se acercó y me besó. Yo esperaba algo con un miedo que nunca antes había sentido ni volvería a sentir. Y dieron las cinco. Alicia se echó a llorar y yo dejé que llorase. Luego decidimos volver a casa.
Había mucha gente y una conmoción en el vestíbulo, pero no nos detuvimos. Más tarde pensé que alguno de ellos habría recordado que me gustaba el Waldorf y habría ido allí, pero entonces no nos detuvimos. Tomamos un taxi. Mientras nos alejábamos del centro de la ciudad vimos siete grupos de gente, de los grupos que se forman cuando ocurre un accidente, y que son inconfundibles.
—Esta ciudad es hoy un frente de batalla —dijo el conductor.
No hicimos ningún comentario. No había trajes grises espigados a lo largo del trayecto, ni delante de la casa en que vivíamos ni en nuestras habitaciones.
No hacía una hora que estábamos en casa cuando se presentó la policía. Eran dos hombres vestidos de civil y otros dos de uniforme. Querían saber si yo era el profesor Robert Clyde Bottman.
—Lo soy —les dije.
—¿Qué hace usted?
—Enseño física en la Universidad de Columbia.
—¿Tiene algo que lo identifique?
—Bueno, vivo aquí y tengo documentos, por supuesto.
—¿Tiene fotografías suyas?
Yo deseaba saber si se habían vuelto locos, pero Alicia sonrió amablemente y trajo nuestra carpeta de recortes y el álbum de la familia. Se tranquilizaron un poco, aunque nunca del todo. Pues en tres lugares de Nueva York unos amigos míos habían estado conversando conmigo y yo de pronto había desaparecido. Sí, había desaparecido y no habían vuelto a verme. Uno de los que vestían de civil me preguntó si yo tenía algún hermano mellizo, y el otro dijo:
—Tienen que ser por lo menos trillizos.
Luego hablaron por teléfono y averiguaron que el número de hombres calvos vestidos con traje gris espigado, y que habían desaparecido, exactamente a las cinco en punto, llegaba ya a setenta y ocho y aumentaba constantemente. Se quedaron mirándome en silencio. Discutieron luego si debían detenerme o no; uno quería hacerlo, pero el otro se oponía. Hablaron otra vez por teléfono, y luego me dijeron que no saliera de la ciudad sin avisarles, y se fueron. Poco después se presentó el profesor Dunbar.
—¡Ah, está usted aquí! —dijo—. Le di la espalda un instante y desapareció. Realmente, Bob, tiene que examinar ese circuito otra vez.
Alicia sonrió y prometió que yo iría al día siguiente, y arreglaría el circuito de una vez por todas.
Al salir, el profesor dijo:
—Lo más interesante es que había como dos docenas de gatos en el umbral cuando salí de casa. Todos exactamente iguales a Prudence.
—Prudence es la gata del profesor —le expliqué a Alicia.
—Oh, Prudence ha vuelto, sí. Soy muy aficionado a los gatos. Pero nunca había notado qué parecidos son.
—Y yo diría que nosotros nos parecemos a los gatos, profesor Dunbar —dijo Alicia.
—Bien dicho, muy bien dicho, en verdad. Bueno, mañana será otro día.
—Gracias a Dios —dijo Alicia.
Dejamos que se fuera y Alicia cocinó unos huevos revueltos. Luego comenzó a llegar gente de los diarios. Nos abrumaron con sus preguntas, pero nosotros dijimos que no sabíamos nada y sonreíamos incrédulamente cuando nos hablaban de hombres de traje gris que se desvanecían en el aire. No sé si para mejor o para peor. Durante unos días el acontecimiento fue más popular que los platillos voladores y yo me sentí un poco incómodo en clases. Pero Alicia dice que no durará.
Según mi teoría, yo y mi traje gris seremos olvidados a causa del problema general de los gatos. El profesor Dunbar vive en el sector norte del Bronx y cuando fuimos a su casa el día siguiente, para arreglar el circuito de una vez por todas y dejarlo bien, contamos más de cien gatos. Esos eran los que estaban a la vista, Alicia dice que los gatos que no desaparecen interesan más que los profesores que desaparecen. Alicia dice que si el hombre es capaz de acostumbrarse al átomo, es también capaz de acostumbrarse a los gatos. De todos modos, la ciencia sigue su camino y tarde o temprano —aunque la idea no me gusta— algún otro hará un nudo en el tiempo.
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