Aquel hombre extraño, el viejo doctor Heidegger, invitó cierta vez a su estudio a cuatro amigos venerables. Eran ellos tres caballeros de blancas barbas: Mister Medbourne, el coronel Killigrew y Mister Gascoigne, y una marchita dama, la viuda Wycherly. Todos eran melancólicos ancianos que sabían de infortunios y cuya mayor desgracia consistía en mantenerse aún con vida. Mister Medbourne, en el vigor de sus años, había sido un próspero negociante; pero habiéndolo perdido todo en locas especulaciones estaba reducido a poco menos que un mendigo. El coronel Killigrew había dilapidado sus mejores años, su salud y su caudal corriendo tras pecaminosos placeres, los cuales fueron fuente de males, tales como la gota, a más de producirle diversos tormentos del alma y del cuerpo. Mister Gascoigne era un político arruinado, hombre de mala fama, o al menos lo había sido, hasta que el tiempo, al borrarlo del conocimiento de la presente generación, convirtió su infamia en oscuridad. En cuanto a la viuda Wycherly, la tradición nos dice que fue en sus días una gran belleza, pero que vivió largos años en profunda reclusión a causa de ciertas escandalosas historias que habían prevenido contra ella a la gente de la ciudad.
Es una circunstancia digna de mencionar que los tres ancianos caballeros: Mister Medbourne, el coronel Killigrew, y Mister Gascoigne, amaron en sus años mozos a la viuda Wycherly, y hasta habían estado una vez a punto de llegar a las manos por ella. Y antes de seguir adelante quiero sugerir, simplemente, que tanto del doctor Heidegger, como de sus cuatro huéspedes, decíase que no se hallaban en sus cabales, cosa no poco frecuente en los ancianos, cuando están bajo el peso de molestias presentes o de angustiosos recuerdos.
—Mis queridos viejos amigos —dijo el doctor Heidegger a la vez que les rogaba tomaran asiento—, deseo la ayuda para llevar a cabo uno de aquellos pequeños experimentos con los cuales acostumbro entretener mis ocios, aquí, en mi estudio.
Si las historias dicen la verdad, el experimento del doctor Heidegger debió haber sido un muy curioso lugar. Consistía en una oscura y anticuada cámara, festoneada con telas de araña, y salpicada de manchas de polvo de vieja data. Alrededor de las paredes alinéabase una estantería de roble, cuyas tablas inferiores soportaban hileras de gigantescos infolios y volúmenes en cuarto de negras letras; y las superiores, pequeños tomos en dozavo recubiertos de pergamino. Sobre el estante central veíase el busto de bronce de Hipócrates, con el cual, según ciertas autorizadas opiniones, el doctor Heidegger acostumbraba realizar consultas en todos los casos difíciles que en la práctica de su profesión se le presentaban. En el más oscuro rincón de la habitación, a través de la puerta entreabierta de una estrecha alacena de roble, podía distinguirse confusamente un esqueleto humano. Un espejo suspendido entre dos estantes ofrecía su alta y polvorienta luna en un deslustrado marco dorado. Entre las muchas maravillosas historias referentes a este espejo, figuraba la de que en su superficie cobraban vida los pacientes fallecidos del doctor, y asomábanse a mirarlo con fijeza cada vez que en él se contemplaba.
El lado opuesto de la habitación estaba adornado con el retrato de cuerpo entero de una joven ataviada con satenes y, brocatos, de tan empalidecida magnificencia como su marchito rostro. Media centuria antes el doctor Heidegger había estado a punto de contraer matrimonio con esta joven, quien, debido a una ligera indisposición, bebió una pócima prescripta por su novio, falleciendo la tarde misma del día fijado para la boda. Queda sin mencionar la más grande curiosidad del estudio: un pesado infolio en cuero negro con agarraderas de plata maciza.
Ninguna inscripción adornaba su cubierta; nadie habría podido decir su título; pero bien sabían todos que era un libro de magia. Cierta vez, al levantarlo una mucama, simplemente para quitarle el polvo, el esqueleto rechinó en su encierro, el retrato de la joven avanzó un paso sobre el piso, y varios fantasmales rostros aparecieron en el espejo; mientras la cabeza de bronce de Hipócrates, arrugando el ceño, decía: Deténgase.
Tal era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestro cuento, una pequeña mesa redonda, tan negra como el ébano, colocada en el centro de la habitación, sostenía un vaso de cristal de hermosa forma y elaborado diseño. Los rayos del sol, atravesando la ventana por entre los pesados festones de dos ajadas cortinas de damasco, incidían directamente sobre el vaso, de modo que un débil resplandor iba desde él a reflejarse sobre los cenicientos rostros de los cinco ancianos sentados a su alrededor. Cuatro copas de champagne estaban también sobre la mesa.
—Mis queridos y viejos amigos —repitió el doctor Heidegger—, ¿puedo contar con la ayuda de ustedes para realizar un experimento extremadamente curioso?
Ahora bien, el doctor Heidegger era un anciano caballero sumamente extraño, cuyas excentricidades habían dado pábulo a mil fantásticas historias. Algunas de estas fábulas, para mi vergüenza sea dicho, no cuentan con más garantía que la de mi propia veracidad; y si acaso algunos de sus pasajes llegaran a sorprender la buena fe del lector, estoy dispuesto a soportar el estigma de ser considerado un urdidor de ficciones. Cuando el doctor anunció a sus cuatro huéspedes sus propósitos de realizar un experimento, éstos imaginaron algo tan carente de interés como la asfixia de una rata bajo la campana neumática, el examen al microscopio de una tela de araña, o cualquier otra tontería semejante a las muchas con que acostumbraba fastidiar a sus íntimos. Pero, sin aguardar respuesta, el doctor Heidegger cruzó cojeando la cámara y volvió con el pesado infolio encuadernado en negra piel, al cual generales referencias sindicaban como un libro de magia. Desprendiendo los broches de plata, abrió el volumen y separó de entre sus páginas de negros caracteres una rosa, o, mejor dicho, lo que fue alguna vez una rosa; pues ahora sus verdes hojas y rojos pétalos habían adquirido un oscuro tinte marrón, y la seca flor parecía próxima a convertirse en polvo entre los dedos del doctor.
—Esta rosa —dijo el doctor Heidegger, con un suspiro—; esta misma rosa mustia que amenaza deshacerse, floreció hace cincuenta y cinco años. Me fue dada por Silvia Ward, cuyo retrato ven allí, y debía adornar la solapa de mi saco el día de nuestra boda. Cincuenta y cinco años han pasado entre las hojas de este viejo volumen. Ahora bien, ¿creen ustedes posible que esta flor con más de media centuria pueda adquirir su lozanía de otra hora?
—¡Qué necedad! —dijo la viuda Wycherly con displicente inclinación de cabeza— Es como si usted preguntara si el arrugado rostro de una vieja puede recuperar su perdida frescura.
—Véanlo ustedes mismos —respondió el doctor Heidegger.
Alzó la tapa del vaso y arrojó la marchita rosa dentro del agua que contenía. En el primer momento flotó ligera sobre la superficie, sin absorber, al parecer, nada de la mezcla. Pronto, sin embargo, comenzó a hacerse visible en ella una singular transformación. Los pétalos, aplastados y secos, se agitaron adquiriendo una profunda coloración rojiza, como si la flor despertara de un letargo de muerte; el esbelto tronco y los manojos de follaje reverdecieron de nuevo, hasta que al fin la rosa de medio siglo atrás llegó a adquirir la frescura del día en el cual Silvia Ward la ofreció a su prometido. Apenas, pues, había alcanzado la plenitud de su florecimiento, algunos de sus delicados pétalos rojos se curvaban modestamente alrededor de su húmedo corazón, en el cual brillaban dos o tres gotas de rocío.
—Esto es, ciertamente, una bonita superchería —dijeron los amigos del doctor, sin demostrar mayor entusiasmo, pues en la representación de un ilusionista habían presenciado cosas más extraordinarias—. ¿Podemos preguntar cómo la realizó?
—¿Nunca oyeron hablar ustedes de la Fuente de Juvencia? —interrogó el doctor a su vez— El aventurero español Ponce de León partió en su búsqueda tres centurias atrás.
—Pero, ¿Ponce de León llegó alguna vez a encontrarla? —inquirió la viuda Wycherly.
—No —respondió el doctor Heidegger—, pues nunca la buscó donde realmente se hallaba. La famosa Fuente de Juvencia, si estoy exactamente informado, está situada en la parte meridional de la península de la Florida, no lejos del Lago Macaco. Sombréanla magnolias gigantes que, aunque cuentan innumerables centurias, se han mantenido frescas como violetas, por las virtudes de tan maravillosa agua. Uno de mis conocidos, sabedor de mi curiosidad en materias como ésta, envióme el agua que ven ustedes en ese vaso.
—¡Ejem! —dijo el coronel Killigrew, quien no creía ni una palabra de la historia del doctor—, ¿y cuál puede ser el efecto de este fluido sobre el organismo humano?
—Lo juzgará usted mismo, mi querido coronel —replicó el doctor Heidegger—, y todos ustedes, mis respetados amigos, pueden servirse de tan admirable fluido, todo lo que necesiten para recobrar la lozanía de la juventud. En cuanto a lo que a mí respecta, me ha costado tanto llegar a la edad provecta, que no siento el menor deseo de recomenzar. Con el permiso de ustedes, pues, me limitaré, simplemente, a observar los progresos del experimento.
Mientras hablaba el doctor había llenado las cuatro copas de champagne con el agua de la Fuente de Juvencia. Parecía contener algún gas efervescente, pues continuamente desprendíanse del fondo de las copas pequeñas burbujas que iban a reventar en la superficie semejando una lluvia de plata. Como el licor difundía un grato perfume, los cuatro ancianos no dudaron de sus propiedades cordiales y reconfortantes, y, aunque escépticos en cuanto a los poderes que para rejuvenecer poseía, sintiéronse inclinados a beberlo en el acto. Pero el doctor solicitó un momento de espera.
—Antes de beber —les dijo—, será bueno que con la experiencia adquirida a lo largo de sus vidas se tracen unas pocas reglas generales para orientare entre los peligros de la juventud que por segunda vez van a sortear. Un momento de reflexión les hará ver que, con las ventajas que ustedes ahora llevan, ¡merecerían vergüenza y condenación si no se convirtieran en modelos de virtud y de sabiduría para toda la juventud de la época!
Una débil y trémula risita fue la única respuesta dada al doctor por los cuatro venerables amigos: tan ridícula encontraban la idea de que quienes, como ellos, sabían cuán de cerca el arrepentimiento sigue los pasos del error, pudieran de nuevo desviarse del camino recto.
—Beban entonces —dijo el doctor inclinándose, y agregó—; me alegro de haber elegido tan bien los sujetos de mi experimento.
Con manos temblorosas los cuatro ancianos llevaron los vasos a la altura de sus labios. Si realmente el licor poseía las propiedades que el doctor Heidegger le atribuía, no podía haber sido empleado en cuatro seres humanos que más angustiosamente lo necesitaran. Diríase que aquellas criaturas encanecidas, secas, decrépitas, sentadas alrededor de la mesa del doctor, carentes hasta del vigor de alma y cuerpo necesario para animarse ante la idea de su próximo rejuvenecimiento, eran los hijos de la senectud de la Naturaleza, y por completo ignoraban la juventud y los placeres. Bebieron el agua y repusieron los vasos sobre la mesa.
Seguramente hubo una repentina mejora en el aspecto general de los cuatro amigos, no muy diferente, sin embargo, de la que hubiérase obtenido con un vaso de vino generoso; y, a la vez, algo como un resplandor iluminó sus fisonomías. Las mejillas adquirieron una apariencia de salud, en vez del matiz ceniciento que les daba cadavérico aspecto. Imaginaron, al mirarse unos a otros, que algún poder mágico estaba borrando las profundas y lamentables inscripciones esculpidas durante largos años sobre sus rostros, por el Padre Tiempo. La viuda Wycherly se acomodó la gorra, pues casi se sentía, de nuevo, mujer.
—¡Dénos más de este maravilloso elixir! —gritaron, ansiosamente— ¡Nos encontramos más jóvenes, pero aun somos demasiado viejos! ¡Pronto, sírvanos más!
—Paciencia, paciencia —recomendó el doctor Heidegger, que sentado observaba con filosófica frialdad la marcha del experimento—. Ustedes han necesitado muchos años para llegar a viejos; por bien servidos debían darse con retornar a la juventud en sólo media hora. Pero el agua está a su entera disposición.
Colmó otra vez las copas con el licor de juventud, y aún quedó de él, en el vaso, cantidad suficiente como para volver a la mitad de los ancianos de la ciudad a la misma edad de sus propios nietos. Todavía chispeaban las burbujas en sus bordes cuando ya los cuatro huéspedes del doctor arrebataban las copas de la mesa y vaciaban de un trago su contenido. ¿Eran acaso juguetes de una alucinación? Aún estaba la bebida en sus gargantas cuando ya el organismo entero pareció experimentar una transformación. Los ojos volviéronse brillantes y límpidos; una sombra oscura, cada vez más profunda, se extendió sobre los plateados rizos: alrededor de la mesa sentábanse ahora tres caballeros y una dama de mediana edad, que, al parecer, apenas habían transpuesto los límites de la despreocupada juventud.
—Mi querida viuda, está usted encantadora —exclamó el coronel Killigrew, que no le había quitado los ojos de encima, mientras de su rostro, tal como la oscuridad corrida por las rosadas luces de la aurora, desaparecían las sombras de la edad.
Como la bella viuda conocía de largo tiempo atrás que los cumplidos del coronel Killigrew no siempre se ajustaban a la más estricta verdad, se levantó y corrió al espejo, temerosa de encontrarse con el horrible rostro de una vieja. Mientras tanto los tres caballeros comportábanse de manera a demostrar que el agua de la Fuente de Juvencia poseía poderes intoxicantes, a menos que, en realidad, el alborozo de sus espíritus fuera simplemente debido al vértigo causado por la repentina remoción del peso de los años.
El pensamiento de Mister Gascoigne retornó a los temas políticos, pero sin que fuera posible determinar si hacía referencia al pasado, al presente o al futuro, desde que las mismas ideas y frases habían estado en boga durante los últimos cincuenta años. Ora lanzaba a pulmón pleno sentencias sobre patriotismo, gloria nacional, o derechos del pueblo; ora musitaba algún peligroso chisme o materia de desecho, con cautela tanta, que aun su propia conciencia no habría podido llegar a enterarse del asunto; ora hablaba con reposado y firme acento, en tono de profunda deferencia, como si un oído real estuviera pendiente de sus bien redondeados períodos. Durante todo este tiempo el coronel Killigrew había estado canturreando una bonita canción de taberna, acompañando el estribillo con el retintín del cristal, mientras sus ojos buscaban la fresca figura de la viuda Wycherly. En el otro extremo de la mesa Mister Medbourne absorbíase en el cálculo de los pesos y centavos necesarios para llevar a cabo un proyecto en extremo audaz: el de proporcionar hielo a las Indias Orientales por el extraño expediente de uncir ballenas a los icebergs del polo.
En cuanto a la viuda Wycherly, de pie frente al espejo, hacía cortesías con bobalicona sonrisa, a su propia imagen, saludándola como al amigo más amado. Acercaba bien su rostro al espejo como para cerciorarse de que alguna arruga o pata de gallo, cuyo recuerdo no se borraba de su mente, había realmente desaparecido. Quería saber, asimismo, si la nieve de sus cabellos habíase fundido tan completamente como para permitirle arrojar lejos de sí la venerable gorra que los cubría. Por último, arrancándose con viveza de tal contemplación, dirigióse hacia la mesa esbozando un paso de baile.
—Mi querido y viejo doctor —gritó—, ¡por favor, se lo suplico, deme otra copa!
—¡Ciertamente, querida señora, ciertamente! —replicó el complaciente doctor- vea: las copas ya están llenas.
Allí estaban, en efecto, las cuatro copas llenas, hasta los bordes, de la maravillosa agua, que, con la pulverización producida por la efervescencia de su superficie, semejaba el trémulo brillo del diamante. Ya el sol estaba poniéndose, de manera que las sombras comenzaban a invadir la habitación; pero un tenue resplandor, casi lunar, centelleando en el vaso, iba a caer, a la vez, sobre los cuatro huéspedes y sobre la venerable figura del doctor. Sentábase éste en un amplio sillón de roble, con ricas tallas y elevado respaldo, en una actitud de digna ancianidad, que bien hubiera cuadrado al propio Padre Tiempo, cuyos poderes (excepción hecha de los componentes de esta afortunada compañía) nadie había osado nunca disputar. Ya habían apurado la tercera copa de la Fuente de Juvencia, pero sentíanse casi aterrorizados por la enigmática expresión del rostro del doctor. Mas, muy pronto, la pujante irrupción de la vida nueva dilató sus arterias. Estaban ahora en la flor de la juventud. La edad, con su miserable séquito de molestias, preocupaciones y enfermedades, había quedado muy lejos; recordábanla tan sólo como un sueño, del cual hubieran, con gozo, despertado. La frescura del alma -tan pronto perdida- sin la cual las sucesivas escenas del mundo son sólo una galería de marchitos cuadros, puso otra vez su nota de encantamiento sobre todas sus perspectivas. Sentíanse como los seres recién creados de un nuevo universo.
—¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes! —repetían exultantes.
La juventud, como suele hacerlo la extrema edad, había borrado las características propias, fuertemente acusadas, de la madurez, haciéndolos asemejarse entre sí. Formaban un grupo de animados jovenzuelos, casi enloquecidos con la exuberante frivolidad de sus años. El más singular efecto de su alegría era su tendencia a hacer mofa de las enfermedades y de la decrepitud, de las cuales habían sido recientes víctimas. Reían fuertemente de los anticuados atavíos: los sacos amplios como faldas y los colgantes chalecos de los hombres, lo mismo de la vieja gorra y del traje que la fresca muchacha vestía. Uno cruzó renqueando la habitación, cual si fuera un gotoso abuelo; otro colgó los anteojos sobre su nariz, simulando leer en los negros caracteres del libro de magia; el tercero ocupó una silla de brazos para remedar la respetable dignidad del doctor Heidegger; pero bien pronto todos juntos, profiriendo gritos de alegría, saltaron alrededor de la pieza. En cuanto a la viuda Wycherly (si tan fresca damisela puede ser llamada viuda), corrió hacia el sillón del doctor con su rosado rostro animado por traviesa y alegre expresión.
—¡Doctor, viejo y querido amigo del alma, venga a bailar conmigo!
Entonces los cuatro jóvenes rieron más fuerte que nunca, al pensar en la extraña figura que el pobre viejo médico haría en tales circunstancias.
—Sírvase excusarme —respondió el doctor—. Estoy viejo y reumático, mis días de baile pasaron hace tiempo; pero cualquiera de estos alegres caballeros estaría contento con tan encantadora compañía.
—¡Dance conmigo, Clara! —dijo el coronel Killigrew.
—¡No, no; la acompañaré yo! —gritó Mister Gascoigne.
—¡Ella me prometió su mano hace cincuenta años! —exclamó Mister Medbourne.
Todos se agruparon a su alrededor: uno se apoderó de sus manos con apasionado apretón; otro pasó el brazo alrededor de su cintura; el de más allá hundió sus dedos entre los brillantes rizos que la gorra dejaba al descubierto. Ruborizada, anhelante, arrojando por turno su cálido aliento a los tres rostros, la viuda forcejeaba entre regaños y risas, y, luchando por libertarse, quedó inmovilizada bajo el triple abrazo. Nunca la rivalidad juvenil, proponiéndose alcanzar los favores de una hechicera belleza, ofreció cuadro más vívido. Y sin embargo, por un extraño equívoco, debido a la oscuridad de la cámara y a los anticuados trajes que todavía vestían, hubiérase dicho que el alto espejo reflejaba las figuras de tres viejos, marchitos y encanecidos señorones, contendiendo, ridículamente, por la descarnada fealdad de una anciana surcada de arrugas.
Pero ellos eran jóvenes: sus ardientes pasiones lo probaban. Inflamados hasta la locura por los coquetos manejos de la joven viuda, los tres rivales comenzaron a intercambiar amenazadoras miradas. Pronto, alejándose de la disputada belleza, trabáronse en fiero combate. En el ardor de la lucha la mesa fue volcada y el vaso rompióse en mil pedazos. La preciosa Agua de Juvencia corrió por el piso como brillante arroyuelo, humedeciendo, al pasar, las alas de una mariposa que, envejecida en la declinación del verano, habíase posado allí para morir. El insecto revoloteó por la pieza, y fue a asentarse sobre la nevada cabeza del doctor Heidegger.
—¡Vamos, vamos, caballeros! ¡Vamos, madame Wycherly! —exclamó el doctor— ¡Me veo obligado a protestar contra esta algarabía!
Quedáronse quietos, y un estremecimiento los sobrecogió, pues les pareció como si el encanecido Tiempo los proyectara hacia atrás, arrancándoles de su soleada juventud, para hundirlos en el lejano, frío y oscuro pasadizo de los años. Miraron al viejo doctor Heidegger, que continuaba sentado en su sillón de talla, sosteniendo entre sus manos la rosa de medio siglo atrás que había rescatado de entre los fragmentos del vaso. A una señal suya los cuatro alborotadores ocuparon de buena gana sus asientos, pues, a pesar de su juventud, los violentos ejercicios habíanlos fatigado.
—¡La rosa de mi pobre Silvia! —exclamaba el doctor Heidegger, manteniéndola de modo que la iluminaran las nubes del ocaso— ¡Me parece que está marchitándose de nuevo!
Y así era, en efecto. Mientras el grupo la miraba, la flor seguía desmejorando, hasta que se puso tan seca y frágil como cuando fue arrojada dentro del vaso. El doctor desprendió las pocas gotas de agua que aún conservaba adheridas a sus pétalos.
—Me es tan querida así como con su húmeda frescura —observó, llevando la mustia rosa a sus labios tan marchitos como ella. Mientras hablaba, la mariposa agitó sus alas, y desprendiéndose de su encanecida cabeza, cayó sobre el piso.
Un nuevo estremecimiento sacudió a sus huéspedes. Una extraña frialdad (si era del alma o del cuerpo, no podían precisarlo), los iba ganando gradualmente. Miráronse unos a otros, imaginando que cada fugaz momento les arrebataba un encanto y dejaba en su lugar una profunda huella. ¿Eran víctimas de una ilusión? ¿Podrían, en tan breve espacio, acumularse los cambios de una vida entera? ¿Eran nuevamente cuatro ancianos sentados con su viejo amigo el doctor Heidegger?
—¿Nos estamos, tan pronto, volviendo viejos? —gritaron apenados.
Era así, en verdad. El Agua de la Juventud poseía una virtud más transitoria que la del vino. El delirio por ella producido desaparecía con tanta rapidez como las burbujas de su superficie. Sí, otra vez eran viejos. Con repentino impulso, revelador de la mujer que aún alentaba en ella, la viuda apretó contra su rostro las descarnadas manos, ambicionando la protección del sepulcro, ya que no podía conservar su belleza.
—Sí, amigos, son ustedes otra vez viejos —dijo el doctor Heidegger— y he aquí que el Agua de Juventud está totalmente desperdiciada en el piso. Bien. No lo lamento; pues aunque la fuente brotara en el mismo umbral de esta habitación no me inclinaría para mojar mis labios en ella; no, aunque el delirio que produce durara años en vez de minutos. ¡Ésta es la lección que de ustedes aprendí!
Pero los cuatro amigos del doctor no aprendieron tal lección. En ese mismo momento acababan de planear un peregrinaje a la Florida, para beber allí, insaciables, a la mañana, al mediodía y a la noche, el Agua de la Juventud.
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