Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares blanqueaban estatuas de dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada. La Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la Condesa.
Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado. ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena, Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta--Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey Don Carlos I. La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles, miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.
La Condesa era unigénita del célebre Marqués de Barbanzón, que tanto figuró en las guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara --nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio--, el Marqués de Barbanzón emigró a Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el caballero español fue uno de los gentiles-hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia!
Los títulos de Marqués de Barbanzón, Conde de Gondariu y Señor de Goa, extinguiéronse con el buen caballero Don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase lanzas y anatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel Marquesado de Barbanzón. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban menos cansados, el nobiliario del Monje de Armentáriz, donde se cuentan los orígenes de tan esclarecido linaje.
Si más tarde tituló de Condesa fue por gracia pontificia.
La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí:
—¿Da su permiso la Señora Condesa?
—Adelante, Fray Ángel.
El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aún no se descalzara las espuelas. Allá, en el fondo del estrado, la suave Condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer. Fray Ángel se santiguó:
—¡Válgame Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la Señorita Beatriz?
La Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró:
—¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego. Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros.
Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:
—Sí que los hace, pero lleva, veinte años encamada.
—Se manda el coche, Fray Ángel.
—Imposible por esos caminos, señora.
—Se la trae en silla de manos.
—Únicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo. Es una reliquia.
Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa, que, sollozante, musitaba casi sin voz:
—¡Pobre hija! ¡Pobre hija!
Fray Ángel preguntó:
—¿No estará sola?
La Condesa cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé:
—Está con mi tía la Generala y con el Señor Penitenciario, que iba a decirle los exorcismos.
—¡Ah! ¿Pero está aquí el Señor Penitenciario?
La Condesa respondió tristemente:
—Mi tía le ha traído.
Fray Ángel habíase puesto en pie con extraño sobresalto.
—¿Qué ha dicho el Señor Penitenciario?
—Yo no le he visto aún.
—¿Hace mucho que está ahí?
—Tampoco lo sé, Fray Ángel.
—¿No lo sabe la Señora Condesa?
—No. He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de Bradomín. Si sana mi hija, le regalaré el collar de perlas y los pendientes que fueron de mi abuela la Marquesa de Barbanzón.
Fray Ángel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas, parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán permaneció en pie.
—Señora Condesa, voy a mandar ensillar la mula, y esta noche me pongo en Celtigos. Si se consigue traer a la saludadora, debe hacerse con un gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí.
La Condesa volvió al cielo los ojos, que tenían un cerco amoratado.
—¡Dios lo haga!
Y la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantóse para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando... Fray Ángel se adelantó: la mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La Condesa pasó con los ojos bajos y no pudo ver cómo aquella mano temblaba.
Beatriz parecía una muerta: con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera, legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes. El Señor Penitenciario y Misia Carlota, la Generala, retirados en un extremo de la alcoba, hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo.
Sus sienes calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras como si estuviese en el confesionario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre sus dedos, secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al Señor Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada:
—¡Pobre niña! ¡Pobre niña!
Como Beatriz lloraba suspirando, se levantó para consolarla. Después volvió al lado del canónigo, que con las manos cruzadas y casi ocultas entre los pliegues del manteo, parecía sumido en grave meditación. Misia Carlota, que había sido siempre dama de gran entereza, se enjugaba los ojos y no era dueña de ocultar su pena. El Señor Penitenciario le preguntó en voz baja:
—¿Cuándo llegará ese fraile?
—Tal vez haya llegado.
—¡Pobre Condesa! ¿Qué hará?
—¡Quién sabe!
—¿Ella no sospecha nada?
—¡No podía sospechar!
—Es tan doloroso tener que decírselo.
Callaron los dos. Beatriz seguía llorando. Poco después entró la Condesa, que procuraba parecer serena. Llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinóse en silencio y besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro querido. Era la Condesa todavía hermosa, prócer de estatura y muy blanca de rostro, con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado que tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras. El Señor Penitenciario se acercó.
—Condesa, necesito hablar con ese Fray Ángel.
La voz del canónigo, de ordinario acariciadora y susurrante, estaba llena de severidad. La Condesa se volvió sorprendida. Fray Ángel no está en el palacio, Señor Penitenciario. Y sus ojos azules, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo tiempo que sobre los labios marchitos temblaba una sonrisa amable y prudente de dama devota. Misia Carlota, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó muy quedamente.
—No hablen ustedes aquí... Carlota, es preciso que tengas valor.
—¡Dios mío! ¿Qué pasa?
—¡Calla!
Al mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia. El Señor Penitenciario bendijo en silencio a Beatriz, y sin recoger sus hábitos talares salió detrás. Misia Carlota quedó en el umbral. Inmóvil y enjugándose los ojos, contempló desde allí cómo la Condesa y el Penitenciario se alejaban por el largo corredor. Después, santiguándose, volvió sola al lado de Beatriz y posó su mano de arrugas sobre la frente tersa de la niña.
—¡Hijita mía, no tiembles!... ¡No temas!...
Cabalgó en la nariz los quevedos, abrió un libro de oraciones, por donde marcaba el registro de seda azul ya desvanecida, y comenzó a leer en voz alta:
—¡Oh, Tristísima y Dolorosísima Virgen María, mi Señora, que siguiendo las huellas de vuestro amantísimo Hijo, y mi Señor Jesucristo, llegasteis al Monte Calvario, donde el Espíritu Santo quiso regalaros como en monte de mirra y os ungió Madre del linaje humano! Concededme, Virgen María, con la Divina Gracia, el perdón de los pecados y apartad de mi alma los malos espíritus que la cercan, pues sois poderosa para arrojar a los demonios de los cuerpos y las almas. Yo espero, Virgen María, que me concedáis lo que os pido, si ha de ser para vuestra mayor gloria y mi salvación eterna. Amén.
Beatriz repitió:
—¡Amén!
Los ojos del gato, que hacía centinela al pie del brasero lucían en la oscuridad. La gran copa de cobre bermejo aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas. En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre los cortinajes de terciopelo, brillaba el metal de los blasones bordados: la puente de plata y los nueve róeles de oro que Don Enrique II diera por armas al Señor de Barbanzón, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo.
Las rosas marchitas perfumaban la oscuridad, deshojándose misteriosas en antiguos floreros de porcelana que imitaban manos abiertas. Un criado encendía los candelabros de plata que había sobre las consolas. Después la Condesa y el Penitenciario entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al eclesiástico asiento en el canapé, y trémula y abatida por oscuros presentimientos, se dejó caer en un sillón. El canónigo, con la voz ungida de solemnidad, empezó a decir:
—Es un terrible golpe, Condesa...
La dama suspiró.
—¡Terrible, Señor Penitenciario!
Quedaron silenciosos. La Condesa se enjugaba las lágrimas que humedecían el fondo azul de sus pupilas. Al cabo de un momento murmuró, cubierta la voz por un anhelo que apenas podía ocultar:
—¡Temo tanto lo que usted va a decirme!
El canónigo inclinó con lentitud su frente pálida y desnuda, que parecía macerada por las graves meditaciones teológicas.
—¡Es preciso acatar la voluntad de Dios!
—¡Es preciso!... ¿Pero qué hice yo para merecer una prueba tan dura?
—¡Quién sabe hasta dónde llegan sus culpas! Y los designios de Dios nosotros no los conocemos.
La Condesa cruzó las manos dolorida.
—Ver a mi Beatriz privada de la gracia, poseída de Satanás.
El canónigo la interrumpió:
—¡No, esa niña no está poseída! Hace veinte años que soy Penitenciario en nuestra Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto. ¡La confesión de esa niña enferma todavía me estremece!
La Condesa levantó los ojos al cielo.
—¡Se ha confesado! Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia. ¡He sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas! Porque antes estuvo poseída, Señor Penitenciario.
—No, Condesa; no lo estuvo jamás.
La Condesa sonrió tristemente, inclinándose para buscar su pañuelo, que acababa de perdérsele. El Señor Penitenciario lo recogió de la alfombra. Era menudo, mundano y tibio, perfumado de incienso y estoraque, como los corporales de un cáliz.
—Aquí está, Condesa.
—Gracias, Señor Penitenciario.
El canónigo sonrió levemente. La llama de las bujías brillaba en sus anteojos de oro. Era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuita. Tenía la frente desguarnecida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida, llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que pintó el Perugino. Tras leve pausa continuó:
—En este palacio, señora, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás...
La Condesa le miró horrorizada.
—¿Fray Ángel?
El Penitenciario afirmó inclinando tristemente la cabeza, cubierta por el solideo rojo, privilegio de aquel Cabildo.
—Esa ha sido la confesión de Beatriz.
La Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera. Sus labios no exhalaron un grito. El Penitenciario la contemplaba en silencio. Después continuó:
—Beatriz ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre. Mi deber era cumplir su ruego. ¡Triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza, jamás se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande que llegó a infundirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre!
La Condesa, sin descubrir el rostro, con la voz ronca por el llanto, exclamó:
—¡Yo haré matar al capellán! ¡Le haré matar! ¡Y a mi hija no la veré más!
El canónigo se puso en pie lleno de severidad.
—Condesa, el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que pueda herirla, ni una mirada que pueda avergonzarla.
Agobiada, yerta, la Condesa sollozaba como una madre ante la sepultura abierta de sus hijos. Allá afuera las campanas de un convento volteaban alegremente anunciando la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas, y en el borde del brasero apagado dormía, roncando, el gato.
Los gritos de Beatriz resonaron en todo el Palacio. La Condesa estremecióse oyendo aquel plañir, que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa. La niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros, se retorcía. Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de la frente, yerta y angustiada, manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la mirada muerta e intensa del Cristo: un Cristo de ébano y marfil, con cabellera humana, los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata. Beatriz evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de trece años ya tentadas por Satanás. Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos como rosas que van a deshojarse. Su cabellera apenas cubría la candidez de los senos.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Perdóname!
Y le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa quiso alzarla en los brazos.
—¡Sí, hija, sí! Acuéstate ahora.
Beatriz retrocedió con los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho.
—¡Ahí está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! Viene todas las noches. Ahora vino y se llevó mi escapulario. Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité! Pero nadie me oía. Me muerde siempre en los pechos y me los quema.
Y Beatriz mostrábale a su blancura lívida, donde se veía la huella que dejan los labios de Lucifer. La Condesa, pálida como la muerte, descolgó el crucifijo y le puso sobre las almohadas.
—¡No temas, hija mía! ¡Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti!
—¡No! ¡No!
Y Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. La Condesa arrodillóse en el suelo. Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña, como si fuesen dos pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su madre, sollozó:
—Mamá querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme. Yo te llamé gritando. Tú no me oíste. Después quería venir todas las noches, y yo estaba condenada...
—¡Calla, hija mía! ¡No recuerdes!...
Y las dos lloraron juntas, en silencio, mientras sobre la puerta, de arcaica ensambladura y floreados herrajes, arrullaban dos tórtolas que Fray Ángel había criado para Beatriz... La niña, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, trémula y suspirante, adormecióse poco a poco. La luna de invierno brillaba en el montante de las ventanas y su luz blanca se difundía por la estancia. Fuera se oía el viento, que sacudía los árboles del jardín, y el rumor de una fuente. La Condesa acostó a Beatriz en el canapé, y silenciosa, llena de amoroso cuidado, la cubrió con una colcha de damasco carmesí, ese damasco antiguo que parece tener algo de litúrgico. Beatriz suspiró sin abrir los ojos.
Sus manos quedaron sobre la colcha: eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz; las venas, azules, dibujaban una flor de ensueño. Con los ojos llenos de lágrimas, la Condesa ocupó un sillón que había cercano. Estaba tan abrumada que casi no podía pensar, y rezaba confusamente, adormeciéndose con el resplandor de la luz que ardía a los pies del Cristo en un vaso de plata. Ya muy tarde entró Misia Carlota, apoyada en su muleta, con los quevedos temblantes sobre la corva nariz. La Condesa se llevó un dedo a los labios indicándole que Beatriz dormía, y la anciana se acercó sin ruido, andando con trabajosa lentitud.
—¡Al fin descansa!
—Sí.
—¡Pobre alma blanca!
Sentóse y arrimó la muleta a uno de los brazos del sillón. Las dos damas guardaron silencio. Sobre el montante de la puerta la pareja de tórtolas seguía arrullando.
A medianoche llegó la saludadora de Celtigos. La conducían dos nietos ya viejos, en un carro de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen. Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico que tienen las fuentes abandonadas, donde se reúnen las brujas. La noble señora salió a recibirla hasta la puerta, y temblándole la voz preguntó a los criados:
—¿Visteis si ha venido también Fray Ángel?
En vez de los criados respondió la saludadora con el rendimiento de las viejas que acuerdan el tiempo de los mayorazgos:
—Señora mi Condesa, yo sola he venido, sin más compaña que la de Dios.
—¿Pero no fue a Celtigos un fraile con el aviso?
—Estos tristes ojos a nadie vieron.
Los criados dejaron a la saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba. Los ojos, sombríos, abiertos como sobre un abismo de terror y de esperanza. La saludadora sonrió con la sonrisa yerta de su boca desdentada.
—¡Miren con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta la vista.
La Condesa, que permanecía en pie en medio de la estancia, interrogó:
—¿Pero no vio a un fraile?
—A nadie, mi señora.
—¿Quién llevó el aviso?
—No fue persona de este mundo. Ayer de tarde quedéme dormida, y en el sueño tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el Cielo.
La dama preguntó temblando:
—¿Es buen agüero eso?
—¡No hay otro mejor, mi Condesa! Díjeme entonces entre mí: vamos al palacio de tan gran señora.
La Condesa callaba. Después de algún tiempo, la saludadora, que tenía los ojos clavados en Beatriz, pronunció lentamente:
—A esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puede verse, si a mano lo tiene, mi señora.
La Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantóle en alto la saludadora, igual que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó echándole el aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del Rey Salomón. Hasta que se borró por completo tuvo los ojos fijos en el cristal.
—La Condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo han de decirse las doce palabras que tiene la oración del Beato Electus al dar las doce campanadas del mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la Cristiandad.
La Condesa se acercó a la saludadora. El rostro de la dama parecía el de una muerta y sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas.
—¿Sabe hacer condenaciones?
—¡Ay, mi Condesa, es muy grande pecado!
—¿Sabe hacerlas? Yo mandaré decir misas y Dios se lo perdonará.
La saludadora meditó un momento.
—Sé hacerlas, mi Condesa.
—Pues hágalas...
—¿A quién, mi Señora?
—A un capellán de mi casa.
La saludadora inclinó la cabeza.
—Para eso hace menester del breviario.
La Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel. La saludadora arrancó siete hojas y las puso sobre el espejo. Después, con las manos juntas, como para un rezo, salmodió:
—¡Satanás! ¡Satanás! Te conjuro por mis malos pensamientos, por mis malas obras, por todos mis pecados. Te conjuro por el aliento de la culebra, por la ponzoña de los alacranes, por el ojo de la salamantiga. Te conjuro para que vengas sin tardanza y en la gravedad de aqueste círculo del Rey Salomón te encierres y en él te estés sin un momento te partir, hasta poder llevarte a las cárceles tristes y oscuras del infierno el alma que en este espejo agora vieres. Te conjuro por este rosario que yo sé profanado por ti y mordido en cada una de sus cuentas. ¡Satanás! ¡Satanás! Una y otra vez te conjuro.
Entonces el espejo se rompió con triste gemido de alma encarcelada. Las tres mujeres, mirándose silenciosas, con miedo de hablar, con miedo de moverse, esperan el día, puestas las manos en cruz. Amanecía cuando sonaron grandes golpes en la puerta del palacio. Unos aldeanos de Celtigos traían a hombros el cuerpo de Fray Ángel, que al claro de luna descubrieran flotando en el río. ¡La cabeza yerta, tonsurada, pendía fuera de las andas!
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