jueves, 8 de febrero de 2018

La Saeta del Cielo

Publicada entre 1910 y 1935, la saga del padre Brown es probablemente la obra más querida y personal de Chesterton. Si el relato policiaco es la expresión más temprana de la poética de la vida y la ciudad modernas, ¿quién mejor—propone Chesterton, en una de sus brillantes paradojas—que un sacerdote de la humilde vieja guardia para descifrarla? Surge así uno de los más entrañables personajes literarios. Armado con poco más que una sombrilla y el profundo conocimiento de lo humano adquirido en el confesionario, el regordete y despistado cura de Essex—para quien desacreditar la razón es mala teología—desentraña crímenes y misterios en los que la verdad elude tanto la fría deducción como la crédula explicación paranormal. Esta edición reúne los cinco libros publicados por Chesterton, e incluye algunos relatos del padre Brown rescatados en fecha reciente y nunca antes publicados en español.

El Padre J. Brown es un personaje de ficción creado por el novelista inglés G. K. Chesterton (1874-1936). Es el protagonista de unas cincuenta historias cortas recopiladas posteriormente en cinco libros. Para crear este personaje Chesterton se inspiró en el Padre John O'Connor (1870-1952), cura párroco de Bradford, Yorkshire, quien estuvo relacionado con la conversión al catolicismo de Chesterton en 1922. De esta vinculación dejó constancia el propio O'Connor en su libro de 1937 Father Brown on Chesterton.

El Padre Brown es un cura católico de apariencia ingenua cuya agudeza psicológica lo convierte en un formidable detective. De aspecto rechoncho, "antiguamente en Cobhole, Essex, y que ahora trabaja en Londres", va acompañado de un enorme paraguas y suele resolver los crímenes más enigmáticos, atroces e inexplicables gracias a su conocimiento de la naturaleza humana antes que por el razonamiento lógico. Hizo su primera aparición en la famosa historia La Cruz azul y continuó a lo largo de cinco volúmenes de historias cortas. A menudo es ayudado por el criminal reformado Flambeau. A diferencia de su más famoso contemporáneo, Sherlock Holmes, los métodos del Padre Brown tienden a ser más intuitivos que deductivos. Él mismo explica así su método en "El secreto del Padre Brown":

Verá usted, yo los he asesinado a todos ellos por mí mismo [...] He planeado cada uno de los crímenes muy cuidadosamente, he pensado exactamente cómo pudo ser hecho algo así y con qué disposición de ánimo o estado mental pudo un hombre hacerlo realmente. Y cuando estaba bastante seguro y sentía exactamente como el asesino mismo, entonces, por supuesto, sabía de quién se trataba.

En "La Cruz azul", cuando es interrogado por Flambeau -quien se ha disfrazado de sacerdote- acerca de cómo un cura ha podido adquirir tal conocimiento de todo tipo de crímenes desastrosos, el responde:

¿Nunca se le ha ocurrido pensar que un hombre que casi no hace otra cosa que oír los pecados de los demás no puede dejar de estar al corriente del mal de la humanidad?

Un ejemplo de su uso de su perspicacia aparece en la misma historia, cuando explica a Flambeau cómo descubrió que no era un verdadero sacerdote:

Usted atacó a la razón. Eso es mala teología.

Sus historias normalmente contienen una explicación racional de quién es el criminal y de cómo el Padre Brown consigue descubrirlo. Debido a su devoción, el Padre Brown siempre pone énfasis en la racionalidad. En algunas historias, como en "El milagro de la luna creciente" o en "The Blast of the Book", se pone en ridículo a personajes que inicialmente son escépticos pero que acaban convencidos de que algún suceso extraño tiene una explicación sobrenatural, mientras que el Padre Brown, a pesar de su religiosidad y de su creencia en Dios y en los milagros, ve fácilmente la explicación natural y totalmente ordinaria del suceso. 

El Padre Brown fue el vehículo perfecto para hacer converger el punto de vista de Chesterton con el de su personaje. Se trata, tal vez, del personaje más cercano al pensamiento del propio Chesterton o, al menos, es el reflejo de ese punto de vista. El Padre Brown resuelve sus crímenes mediante un riguroso proceso de razonamiento, más relacionado con las verdades filosóficas y espirituales que con los detalles científicos. Representa, en cierto modo, la contrapartida de Sherlock Holmes, al cual leía y admiraba. De hecho, en el relato "La ausencia del sr. Glass" el autor nos presenta al investigador Orion Hood, un claro remedo del detective de Conan Doyle.Mientras que los primeros relatos disfrutaron de gran popularidad por su brevedad, su aspecto filosófico y su ingenio, la respuesta a las posteriores historias del Padre Brown fue dispar. Después de la conversión de Chesterton al catolicismo el tono de las historias pareció cambiar a los ojos de algunos.

El cuento de detectives alcanza con el Padre Brown -y el debate moral y religioso de G.K. Chesterton- un nivel nunca antes conocido. Por lo general, la mente del asesino contrasta ferozmente con la luminosa racionalidad de su perseguidor, pero aquí las cosas se confunden, se mezclan, y la personalidad cándida de este sacerdote penetra en las regiones más oscuras del ser humano, y recién a partir de allí logra resolver los crímenes brutales -e irracionales- a los que se ve enfrentado. La empatía criminar, casi una prefiguración de los perfiles psicológicos, nace con el Padre Brown; aunque sus vástagos son innumerables.








"La Saeta del Cielo"
G.K. Chesterton




Presumo que un buen centenar de historias detectivescas deben de empezar con el descubrimiento del asesinato de un millonario norteamericano al que, por una u otra razón, se considera como una grave calamidad. La presente historia, me alegra confesarlo, va a comenzar también con el asesinato de un millonario; o mejor dicho, el caso es que debe comenzar con tres millonarios asesinados, cosa que a algunos les parecerá un embarras de richesse. A esta coincidencia o continuidad de crímenes se debió, básicamente, que el asunto siguiera otro camino que el común a todas las cosas criminales y se convirtiera en este enigma tan extraordinario.
La opinión pública se inclinaba por pensar que todos ellos habían sido víctimas de cierta venganza o castigo inherente al hecho de poseer un cáliz, con incrustaciones de piedras preciosas y conocido vulgarmente con el nombre de «el vaso copto». Su origen era poco conocido, y, sin embargo, según conjeturas verosímiles, debió de haberse aplicado a usos religiosos, por lo que algunos llegaban a atribuir el desdichado fin de sus poseedores al fanatismo y celo de un supuesto cristiano oriental, horrorizado de ver la reliquia en manos tan profanas. Con todo, el misterioso asesino, se tratase o no en realidad de un fanático, había llegado a adquirir una figura extravagante y sensacionalista para el mundo periodístico y de las habladurías. Al misterioso ser se le había adjudicado un nombre, o apodo. En la presente historia intentaremos estudiar el caso de la tercera víctima, el único en que tiene la oportunidad de intervenir un tal padre Brown, personaje de estos sencillos relatos.
Tan pronto como el padre Brown descendió del transatlántico y puso el pie en tierra americana, descubrió, como les sucede a muchos ingleses, que su persona era mucho más importante de lo que había imaginado. Su baja estatura, su porte poco distinguido y propio del que es corto de vista, con sus raídas ropas negras de clérigo, le permitían pasar inadvertido en su propio país por todas partes, sin llamar la atención por ningún concepto extraordinario, como no fuera por su inusitada insignificancia. ¡Ah, pero América tiene un ingenio especial para alentar el crecimiento de la fama! El haber participado en la solución de uno o dos problemas criminales y el hecho de su larga asociación con Flambeau, ex delincuente y detective, le habían valido en América una reputación real, cuando en Inglaterra: no pasaba de ser un vago rumor. Su cara redonda palideció de sorpresa al verse rodeado en el muelle por un enjambre de periodistas que, como una banda de malhechores, le asediaban con preguntas acerca de todas aquellas cuestiones en las cuales se había creído menos competente, como algunos detalles del vestido femenino, o sobre las estadísticas criminales del país que acababa de pisar. Debía de ser el contraste con la oscura agitación de aquel grupo lo que hacía más vivida a una figura, algo distante, de pie y completamente aislada y oscura, bajo el deslumbrante sol de aquel luminoso lugar y estación: la figura de un hombre alto, de tez amarillenta, con grandes gafas, que con un gesto lo paró después de que los periodistas cumplieran su cometido, diciendo:
–Perdone usted; creo que está buscando al capitán Wain.
Debemos ser benévolos con el padre Brown, teniendo en cuenta que él lo hubiera sido para con cualquiera que se hubiese encontrado en su caso; debemos tener en cuenta que por primera vez se enfrentaba con América, y, sobre todo, que jamás había visto aquella clase de gafas con montura de concha, pues la moda no había llegado aún a Inglaterra. Su primera impresión fue la de hallarse ante un monstruo marino con gafas de bucear, cuya cabeza le sugería la imagen vaga de un casco de submarinista. Por lo demás, el hombre iba exquisitamente vestido; y a Brown, con toda su inocencia, las gafas le parecieron el objeto más extravagante en la figura de un dandy. Era como si un dandy, con un toque de exquisita elegancia, se hubiese adornado con una pata de palo. Hay que decir que la pregunta que le acababa de dirigir le dejó también un poco aturdido. Era cierto que un aviador llamado Wain, amigo de unos amigos franceses, coincidía con una de las personas anotadas en la larga lista de los que deseaba ver durante su visita a América; pero nunca había imaginado encontrarle tan pronto.
–Perdone -dijo, titubeando-, ¿es usted el capitán Wain? ¿Le… conoce usted?
–Creo estar bastante seguro de que no soy el capitán -dijo el hombre de las gafas y cara de pocos amigos-. Me convencí de ello al ver al capitán, esperándole a usted allá abajo, en el coche. Pero debo confesarle que la otra pregunta que me ha dirigido es algo más problemática. He de contestar que sí conozco al capitán Wain y a su tío y también al viejo Merton. Conozco al viejo Merton, aunque el viejo Merton no me conoce a mí. Y él cree que me lleva la ventaja, creyendo yo, a mi vez, que se la llevo. ¿Comprende?

El padre Brown no comprendía gran cosa. Tenía los ojos puestos en el radiante pedazo de mar, en las torres de la ciudad y luego los dirigió al hombre de gafas. No era sólo el enmascaramiento de los ojos lo que daba en éste la sensación de impenetrabilidad, sino algo también de su rostro amarillento, de aspecto asiático e incluso chino; por otra parte, su conversación parecía consistir en yacimientos estratificados de ironía. Era un tipo de los que aparecen de vez en cuando en el seno de aquella población sociable y cariñosa; era el tipo del americano inescrutable.
–Me llamo Drage -dijo-, Norman Drage; soy ciudadano americano, con lo que queda todo explicado; por lo menos, yo creo que su amigo Wain tendrá la amabilidad de explicar el resto; así es que dejaremos para otra ocasión lo del 4 de julio.
El padre Brown se dejó arrastrar, sin salir de su asombro, hacia un coche no muy distante en el que un joven con mechones de cabello rubio desordenado y semblante atrevido e indómito le saludó de lejos, presentándose como Peter Wain. Antes de que el sacerdote pudiera saber dónde se encontraba, estaba ya sentado en el coche y atravesando a considerable velocidad las calles y afueras de la ciudad. No estaba acostumbrado al carácter impetuoso y expeditivo de las cosas de América, así que se sintió tan sobrecogido como si se le condujese en un carro tirado por dragones al país de las hadas. Bajo el efecto de estas desconcertantes condiciones, gracias a los largos monólogos de Wain y a algunas frases de Drage, pudo conocer la historia del vaso copto y de los dos crímenes relacionados con él.
A juzgar por su relato, Wain tenía un tío llamado Crake que estaba asociado con un señor apellidado Merton, el tercero en la serie de potentados a los que había pertenecido la joya. El primero de ellos, Titus P. Trant, el rey del cobre, había recibido cartas amenazadoras de un sujeto que firmaba como Daniel Doon. Dicho nombre era con probabilidad un seudónimo que representaba a un personaje muy conocido, pero no muy popular, algo así como una mezcla entre Robin Hood y Jack el Destripador. Pues pronto se puso en claro que el autor de los anónimos no se limitaba a advertir, sino que llegaba a amenazar de muerte. En resumidas cuentas, el resultado fue que se encontró el cadáver del viejo Trant con la cabeza bañada en su propia sangre y sin que apareciera la menor huella del asesino. Afortunadamente, el vaso copto estaba depositado en el Banco y pasó, con el resto de sus bienes, a su primo Brian Horder, hombre también muy rico que, a su vez, fue amenazado de idéntica forma por el singular enemigo. Brian Horder fue hallado muerto al pie de una roca, delante de su residencia, donde se cometió también un robo a gran escala. Aunque el vaso copto estaba de nuevo a salvo, robaron suficientes resguardos y valores como para dejar en situación crítica los asuntos de Horder.
–La viuda de Brian Horder -explicó Wain- tuvo que vender la mayor parte de sus bienes, y, según creo, Brander Merton debió de comprar el vaso entonces porque ya lo tenía cuando le conocí. No obstante, puede usted adivinar por lo dicho que no es algo que se tenga cómodamente.
–¿Ha recibido Mr. Merton alguna vez cartas amenazadoras? – preguntó el padre Brown tras un corto silencio.
–Por supuesto -dijo Mr. Drage. Y algo en su voz hizo que el sacerdote se volviera a mirarlo con curiosidad, hasta notar que el hombre de las gafas se estaba riendo por lo bajo con una risa que estremeció al forastero.
–Seguro que las ha recibido -dijo Peter Wain, caviloso-. Confieso que jamás he visto tales cartas. Las ve únicamente su secretario, pues Merton es muy reservado en todo lo que atañe a sus negocios, cosa frecuente en los grandes comerciantes. Sin embargo, le he visto realmente fuera de sí y trastornado por la lectura de algunas cartas y he visto también cómo rompía otras antes de que su secretario las viera. El mismo secretario anda nervioso y cree que alguien acecha al viejo, por lo que, en resumidas cuentas, le agradeceríamos mucho un pequeño consejo sobre el particular. A oídos de todos ha llegado su reputación, padre Brown, y el secretario me ha pedido que usted considere la posibilidad de ir directamente a casa de Merton.

–Ya veo -contestó el padre Brown, que comenzaba a aclararse sobre el significado del rapto-. Aunque no veo en qué puedo ser eficaz si ustedes no lo son. Ustedes están en el lugar y deben de tener mil detalles más en los que basar una conclusión científica que los que yo pudiera aportar en una visita de paso.
–Sí -dijo Mr. Drage con aspereza-, nuestras conclusiones son demasiado científicas para ser ciertas. Me he convencido de que si algo hirió mortalmente a Titus P. Trant fue algo venido del cielo y que no se presta a una exposición sistemática: fue lo que generalmente llaman un castigo de Dios.
–¿No querrá decir que su muerte fue sobrenatural? – gritó Wain.
No se podía adivinar fácilmente lo que Mr. Drage tenía intención de contestar, pues si decía que alguien era un tipo estupendo, probablemente quería dar a entender que era un loco. Mr. Drage mantuvo una típica compostura oriental hasta que el coche se detuvo en el lugar que indudablemente era su punto de destino. Se trataba de un sitio muy particular. Habían viajado por una zona cubierta de bosque despejado, que se abría a una desahogada llanura en la cual se descubría un edificio consistente en una altísima pared circundando algo semejante a un campamento romano con visos de aeródromo. La tapia no parecía hecha de piedra ni de madera, y cuando el padre Brown la miró detenidamente, advirtió que estaba hecha de metal.
Se bajaron todos del coche y, después de manipular en una puertecita como si fuera una caja fuerte blindada, la abrieron con cautela. Ahora, con gran sorpresa del padre Brown, el individuo llamado Norman Drage no pareció dispuesto a entrar, sino que se despidió de ellos con un regocijo siniestro.
–No quiero entrar -dijo-. Sería un placer demasiado intenso para el viejo Merton y a lo peor se muere de la emoción.
El hombre se marchó y el padre Brown, sorprendiéndose cada vez más, cruzó el umbral de acero cuya puerta se cerró de golpe tras él. El recinto era un jardín grande y cuidado, con matas de alegres y variados colores, aunque sin árboles, arbustos ni flora de ninguna clase. En su centro se levantaba una casa de construcción elegante y a la vez sorprendente, pero tan alta y estrecha que parecía una torre. El sol resplandecía acá y allá sobre las tejas de cristal. La parte baja parecía no tener ventanas. Sobre todo ello se destacaba aquella limpidez y resplandor características de la clara atmósfera americana. El recibidor estaba adornado con mármoles, metales y esmaltes de brillantes colores, pero no había escalera, sino únicamente el hueco para un ascensor, guardado por dos poderosos y fornidos hombres que parecían policías de paisano.
–Una protección muy estudiada, ¿verdad? – dijo Wain-. Quizás se sonría usted, padre Brown, ante el hecho de que Merton tenga que vivir en una fortaleza así, sin un árbol en el jardín para impedir que alguien pueda esconderse detrás. Sin embargo, no sabe usted todo lo que la gente de este país puede llegar a ingeniar. Y tampoco, tal vez, sospechará usted lo que significa el nombre de Brander Merton; es un personaje de aspecto apacible, que pasaría inadvertido por las calles, aun cuando ahora no tenga muchas oportunidades de hacerlo, pues puede salir solamente alguna que otra vez y en coche cerrado. Y si le sucediera algo a Brander Merton, habría terremotos desde Alaska a las islas de los Caníbales. Yo creo que no ha habido jamás un rey o emperador que tuviera tanto poder sobre las naciones como él. Si le hubiera propuesto a usted visitar al zar o el rey de Inglaterra, no dudo que, al menos por curiosidad, usted hubiera aceptado; no es que me figure que tiene usted especial interés por los zares o millonarios, sino que sólo lo digo porque el poder siempre despierta curiosidad. Y espero que no sea ir contra sus principios visitar a una especie de emperador moderno como Merton.
–Nada de eso -dijo el padre Brown-, mi deber es visitar a prisioneros y demás hombres desgraciados que se encuentran en cautividad.

Se hizo un silencio y el joven frunció el entrecejo, adoptando su rostro una expresión extraña y furtiva. Luego dijo con brusquedad:
–Debe usted recordar que no son presentimientos vulgares o la mano negra lo que va contra él. Este Daniel Doon se parece mucho al mismísimo diablo. Si no, fíjese usted en la manera cómo se deshizo de Trant en su propio jardín y de Horder frente a su casa, sin dejar la menor huella.
El último piso del edificio, rodeado de muros de enorme grosor, consistía en dos habitaciones: una antesala, a la que entraron, y una habitación que era el sancta sanctorum del multimillonario. Mientras entraban en la antesala, dos visitas salían de la habitación. Peter Wain saludó a una de ellas como su tío: era un hombre bajo, pero muy fuerte y activo, con la cabeza afeitada y una cara tan curtida que era demasiado oscura para haber sido blanca alguna vez. Era el viejo Crake, vulgarmente conocido como Hickory Crake, en recuerdo del famoso viejo Hickory, por su fama en las últimas guerras con los pieles rojas. Su compañero ofrecía a su lado un contraste muy singular; era un caballero muy apuesto y elegante con un cabello tan oscuro como si le hubiesen dado barniz negro y con una cinta negra sujeta al monóculo: era Bernard Blake, el abogado del viejo Merton, que había estado discutiendo con los dos socios los negocios de la casa. Los cuatro hombres se saludaron en el centro de la antesala y sostuvieron una pequeña conversación de cumplido, mientras unos esperaban marcharse y otros entrar en la sala contigua. Entre tanto, otra persona permanecía sentada en el umbral de la habitación interior, grande e inmóvil en la penumbra proyectada por la ventana del otro aposento; un hombre con cara de negro y espaldas enormes. Era la imagen de lo que el criticismo americano llamaría el hombre malo; sus amigos le llamaban guardaespaldas y sus enemigos matón.
Este hombre no se movía para saludar a nadie; pero, al verle en la antesala, Peter Wain pareció volver a sus pasados temores.
–¿Hay alguien con el jefe? – preguntó.
–No te pongas nervioso, Peter -dijo su tío-. Wilton, el secretario, está con él; supongo que no hay problema. Wilton no pega ojo con tal de vigilar a Merton. Es más eficaz que veinte guardaespaldas. Y es rápido y silencioso como un indio.
–Tú lo sabes mejor que yo -repuso el sobrino, riendo-. Recuerdo las jugarretas de los pieles rojas que me contabas cuando era niño y me gustaba leer las historias de sus hazañas, aunque en ellas parecían llevarse siempre la peor parte.
–En realidad no era así -dijo el viejo malhumorado.
–¿Ah, no?-preguntó el pulido Mr. Blake-. Creí que eran poco más o menos impotentes ante nuestras armas de fuego.
–He visto a un indio frente a cien escopetas y, sin otra arma que un cuchillo, matar con él a un hombre que estaba a mi lado sobre una fortaleza -dijo Crake.
–¿Y cómo lo hizo? – preguntó el otro.
–Lanzándole el cuchillo -dijo Crake-; lo arrojó con presteza antes de que una bala lo alcanzara. No sé dónde debió de aprender el truco.
–Espero que no lo tengas que aprender tú -dijo su sobrino, riendo aún.
–Me atrevería a decir -dijo el padre Brown pensativo- que esta anécdota pudiera tener una moraleja.

Mientras hablaban, el secretario, Mr. Wilton, salió de la habitación interior y tomó la postura de quien espera. Era un hombre pálido y rubio, de mentón cuadrado y ojos serenos, con la mirada de perro; no era difícil comprender que poseía el ojo avizor de un perro guardián.
Dijo únicamente:
–Mr. Merton estará a su disposición dentro de diez minutos.
Estas palabras fueron la señal de partida para el grupo. El viejo Crake pretextó que debía marcharse y su sobrino salió con él y su acompañante, dejando al padre Brown con el secretario, puesto que el gigante negro, en el otro extremo de la habitación, no se hacía sentir como viviente; estaba sentado, inmóvil, de espaldas a ellos, mirando hacia la otra habitación.
–Todo está dispuesto de una manera consciente, ¿verdad? – dijo el secretario-. Con seguridad conocerá usted la historia de Daniel Doon y la razón por la que no es seguro dejar al jefe mucho tiempo solo.
–Pero ahora está solo, ¿no? – dijo el padre Brown.
El secretario le miró con ojos graves.
–Quince minutos -dijo-, el reducido espacio de quince minutos cada veinticuatro horas, los únicos momentos de soledad de que disfruta, e insiste en gozar de ella por una razón muy convincente.
–¿Y cuál es la razón? – preguntó el padre Brown.
El secretario Wilton no abandonó su mirada fija y la expresión de su boca, que hasta entonces había sido sería, se volvió adusta.
–El vaso copto -repuso-. Puede que haya usted olvidado cuanto hace referencia al vaso copto; sin embargo, él no lo ha olvidado. No se fía de ninguno de nosotros en lo concerniente a aquél. Está encerrado en algún sitio de la habitación y sólo él puede hallarlo. No quiere sacarlo mientras no estemos todos fuera. Debemos aceptar el riesgo de un cuarto de hora para que él pueda adorarlo. He de confesarle que es la única cosa que adora. No hay verdadero riesgo, pues he convertido este lugar en una verdadera ratonera y no creo que ni siquiera el mismo diablo pudiera entrar o, menos aún, salir de ella. Si este infernal Daniel Doon nos hace una visita, le juro que se quedará a cenar y algún ratito más. Durante estos quince minutos estoy en vilo. En el mismo instante en que sonara un tiro o concibiera la sospecha de que alguien se peleaba, apretaría este botón y una corriente eléctrica circularía por la tapia del jardín, de forma que cruzarla o trepar por ella significaría la muerte. La idea de un tiro debe ser desechada, pues éste es el único camino, y la única ventana es la que está en su habitación encaramada sobre una torre tan resbaladiza como un palo grasiento. Y, además, estamos todos armados, y si Doon entrara en aquella habitación puede estar seguro de que no saldría con vida de ella.

El padre Brown miraba la alfombra, estudiándola de una manera muy browniana. Al cabo, dijo de pronto como si le hubieran sacudido:
–Espero que no le disguste que diga, sin embargo, lo que pienso, pero se me acaba de ocurrir una cosa en este mismísimo instante. Es sobre usted, señor Wilton.
–Vaya -exclamó Wilton-, ¿y qué es ello?
–Creo que usted es hombre de ideas fijas -dijo el padre Brown- y me perdonará si le digo que está usted más preparado para capturar a Daniel Doon que para defender a Brander Merton.
Wilton se sorprendió un poco y continuó observando a su compañero; en su boca de expresión ceñuda se dibujó una rara sonrisa.
–¿Cómo pudo usted…?, ¿qué es lo que le hizo pensar en ello?
–Usted dijo que si oía a alguien disparar un tiro podía inmediatamente electrocutar al enemigo que huyese -observó el sacerdote-. Supongo que debe de haber pensado usted que el tiro pudiera ser fatal para su jefe antes que mortal para su enemigo. No quiero decir que no desee usted proteger al señor Merton en cuanto le sea posible, pero me ha parecido comprender que dicha idea quedaba en segundo plano. Los preparativos, como usted ha dicho, están cuidadosamente detallados, y creo entender que han sido idea suya, pero me parecen más propios para coger al asesino que para salvar a un hombre.
–Padre Brown -dijo el secretario, que había recuperado su tono tranquilo-, es usted muy perspicaz, pero hay algo más en usted que esa natural agudeza. Usted es uno de esos hombres a quienes les gusta decir la verdad; y, ahora, me parece que tendrá que oírla, pues hasta cierto punto esto viene a ser una ironía contra mí. Todo el mundo dice que tengo la monomanía de perseguir a ese hombre y me parece que está en lo cierto. Y voy a confesarle una cosa que los demás ignoran. Mi verdadero nombre es John Wilton Horder.
El padre Brown sonrió y asintió con la cabeza como si estas palabras no hubiesen constituido una importante revelación; pero el otro continuó hablando aún:
–Ese sujeto, que se llamaba a sí mismo Doon, mató a mi padre, a mi tío y arruinó a mi madre. Cuando Merton buscaba un secretario fui a ofrecerme pensando que, allí donde se encontrara el vaso, se presentaría, tarde o temprano, el criminal. Yo no sabía quién era y lo único que he podido hacer es aguardarle; mi intención ha sido siempre servir a Merton con fidelidad.
–Ya comprendo -dijo el padre Brown, con dulzura-; ¿y no sería ya hora de que entrásemos a verle?
–¡Es verdad! – exclamó Wilton, saliendo de su sopor, hasta tal punto que el sacerdote concluyó que su manía le había tenido preso otra vez-. ¡Entre usted!
El padre Brown avanzó sin tardanza hacia la otra habitación. No se oyó a nadie saludar; todo estaba envuelto en un silencio de muerte. Y, segundos después, el sacerdote reapareció en la puerta.

En ese preciso instante, el guardián silencioso sentado cerca de la entrada se movió de repente; y era como si un enorme mueble hubiese cobrado vida. La figura del sacerdote parecía predecir algo; su cabeza se dibujaba contra la luz que entraba de la otra habitación y su cara permanecía en la sombra.
–Supongo que ahora apretará el botón -sugirió lacónicamente.
Wilton pareció despertar de sus recónditos pensamientos y saltó, diciendo con voz entrecortada:
–Pero no ha habido tiro.
–Bien -dijo el padre Brown-, eso depende de lo que usted entienda por tiro.
Wilton se adelantó y pasaron a la otra habitación juntos. Ésta era relativamente pequeña y amueblada con sencillez, aunque con elegancia. Se abría ante ellos una amplia ventana desde donde se dominaba el jardín y, más allá, la llanura cubierta de bosque. Junto a la ventana había una silla y una mesita, como si el prisionero hubiese deseado gozar de tanta luz y aire como le fuese posible durante aquellos breves instantes de soledad.
Sobre la mesita estaba el vaso copto. Era evidente que su propietario lo había estado admirando a plena luz, y la verdad es que bien valía la pena: la diáfana claridad del cielo convertía sus piedras preciosas en llamaradas polícromas, de manera que hubieran podido servir de modelo para el Santo Grial. Hay que reconocer que merecía la pena contemplarlo, pero Brander Merton no lo hacía ya; su cabeza había caído sobre el respaldo de la silla, su cabello blanco colgaba por detrás, su barbita plateada y aguda señalaba al techo y de su garganta asomaba una larga flecha pintada de marrón con un adorno de plumas rojas en el extremo.
–Un tiro silencioso -dijo el padre Brown en voz baja-. Hace poco que estuve pensando en las nuevas invenciones para amortiguar el ruido del disparo; pero ésta es una invención muy antigua e igualmente silenciosa.
Luego añadió:
–Me parece que está muerto, ¿qué va usted a hacer ahora?
El asustado secretario se puso de pie, y dijo:
–Voy a apretar el botón, claro está. Y si esto no basta para Daniel Doon, me voy a buscarle hasta el fin del mundo para dar con él.
–Tenga usted cuidado, no vaya a ser fatal para alguno de nuestros amigos -observó el padre Brown-. No pueden andar muy lejos; sería mejor llamarlos.
–Todos ellos saben lo de la pared -contestó Wilton-; no intentarán saltar a no ser que alguno de ellos tuviese mucha prisa.

El padre Brown se asomó a la ventana por la que indudablemente había entrado la flecha. El jardín, con sus bajos lechos de flores, se veía muy lejano y parecía un mapamundi bellamente matizado. Tuvo la impresión de que era tan grande y vacío y la torre tan alta, tan cercana al cielo que, mientras estaba admirándola, le vino una frase a los labios.
–Castigo de Dios -dijo-. ¿Qué es lo que hace poco se dijo sobre una saeta disparada desde lo alto y de la muerte que viene del cielo? Mire usted qué lejano parece todo; parece extrañísimo que una saeta pueda provenir de tan lejos, como no sea del cielo.
Wilton había regresado ya, pero no contestó, y el sacerdote continuó su soliloquio.
–Se le ocurre a uno pensar en la aviación. Debemos preguntarle al joven Wain… sobre eso de la aviación.
–Hay muchos aviones por ahí -dijo el secretario.
–Éste es un caso que hace pensar en métodos muy antiguos o muy modernos -observó el padre Brown-. Su anciano tío conocerá algunas, supongo. Hay que preguntarle todo lo que sepa sobre flechas. Esto parece una saeta india. Pero no sé desde dónde pudo haberla disparado. ¿Recuerda usted la anécdota contada por el viejo a la que yo añadí que tenía una moraleja?
–Si la tiene -dijo Wilton con acaloramiento-, no puede ser otra que la de que un auténtico piel roja pueda arrojar una cosa mucho más lejos de lo que uno pudiera imaginar. Y me parece muy absurdo que pretenda ahora sugerir un paralelismo.
–Lo que a mí me parece es que no ha acertado usted con la moraleja -dijo el padre Brown.
A pesar de que todas las apariencias mostraban que al día siguiente el curita se había desvanecido entre los millones de habitantes de Nueva York, sin otro propósito que el de ser uno más en una calle numerada, anduvo en realidad atareadísimo durante los quince días siguientes, con el encargo que se le había hecho, pues temía que la justicia no quedara a salvo. Sin hacerse violencia alguna pudo fácilmente entrevistarse con las dos o tres personas que podían estar complicadas en el enigma, y especialmente sostuvo con el viejo Hickory Crake una conversación curiosa e interesante. Se desarrolló en un banco de Central Park, donde se sentaba el viejo apoyando sus huesudas manos y arrugado rostro sobre el curioso puño de un bastón de madera rojo oscuro, posiblemente modelado sobre un hacha de guerra india.
–Pudo haber sido un tiro largo -observó el viejo moviendo la cabeza-; pero yo le aconsejaría que no tomara demasiado en serio el alcance de una flecha piel roja. He visto a algunas salir disparadas como una bala y, a pesar de todo, dar de lleno en el blanco con precisión asombrosa, considerando el tiempo de su permanencia en el aire. Hoy día es raro oír hablar de pieles rojas con arcos y flechas y es aún más raro llegar a ver a un piel roja por ahí. No obstante, si por casualidad estuviera por estas tierras uno de esos viejos tiradores con uno de sus antiguos arcos y permaneciera escondido tras uno de esos árboles, a cientos de metros de la tapia de la torre Merton, en tal caso…, pues en tal caso no me parecería extraño que el noble salvaje pudiera mandar la saeta por encima de la tapia hasta la última ventana de Merton e incluso hasta Merton mismo. He visto cosas tan excepcionales como ésa, en otros tiempos.
–Sin duda alguna -dijo el sacerdote- ha hecho usted cosas tan inverosímiles como las que explica.
El viejo Crake sonrió y dijo:
–¡Oh, eso son ya cosas antiguas!
–Algunas personas cifran su especial placer en estudiar las cosas antiguas -dijo el padre Brown- y supongo que podemos decir que nada de su historia se relaciona con ese desagradable incidente.
–¿Qué insinúa usted? – inquirió Crake, bollándole los ojos con fiereza por primera vez en su rostro colorado, que parecía el puño de un hacha india.
–Es que está usted tan bien enterado de las mañas y artificios de los pieles rojas… -comenzó a insinuar el padre Brown.
Crake, que hasta entonces se había mantenido en posición encorvada y casi podía decirse un poco tímida, apoyando la barbilla sobre el curioso puño, se puso ahora de pie en medio del camino, como un matón, esgrimiendo el bastón en la mano como si fuera un garrote.
–¿Qué diablos está usted sugiriendo? ¿Quiere insinuar que yo puedo haber tomado parte en el asesinato de mi propio cuñado?

De otros bancos se levantó gente para acercarse a los que disputaban en medio del camino, cara a cara: el viejecito calvo, blandiendo su bastón como si fuera un arma, y la otra persona vestida de negro y gruesa que le miraba inconmovible, salvo sus párpados, que pestañeaban. Parecía que de un momento a otro la figura rechoncha, de negro, iba a ser golpeada en la cabeza y muerta en el acto con verdadera pericia de piel roja. En el mismo instante, se vio la silueta enorme de un policía irlandés aproximarse al grupo. El sacerdote contestó a los apasionados argumentos, respondiendo plácidamente, como si contestara a una pregunta trivial.
–Me he formado ciertas conclusiones acerca del caso, aunque no creo oportuno hacer alusión a ellas hasta el momento de mi informe.
El viejo Hickory, inducido probablemente por los pasos del policía, se puso el bastón bajo el brazo y se caló el sombrero refunfuñando. El sacerdote le dio los buenos días y con paso tranquilo salió del parque, encaminándose hacia el hotel donde le esperaba Wain. El joven se apresuró a saludarle; su aspecto era aún más descuidado y desaliñado que antes, como si alguna preocupación le estuviese consumiendo; y el sacerdote conjeturó maliciosamente que su joven amigo se había dedicado, durante los últimos tiempos, con demasiado éxito, a burlar la última ley de la constitución americana[2]. A las primeras palabras que pronunció sobre su pasión y ciencia favorita, se puso en guardia y procuró concentrarse. El padre Brown se las había compuesto para hacer recaer, como por azar, el tema de la conversación en si se volaba mucho por aquel distrito y le contó que había confundido la forma circular de la tapia de la torre del señor Merton con la del aeródromo.
–Es realmente extraño que no viera usted ningún aparato cuando estuvo allí -contestó el capitán Wain-. Hay veces que parecen un enjambre de moscas; aquel espacio sin árboles es tan adecuado para volar que incluso llego a imaginar que será el criadero principal, hablando figuradamente, para mis futuros pajarracos. Yo mismo he volado mucho por aquellos lugares y conozco a la mayoría de los pilotos de por allí que volaron en la guerra. Pero también hay mucha gente nueva que no conozco. Pronto alcanzará el avión la popularidad del coche y llegará el día en que todo ciudadano de Estados Unidos poseerá uno.
–Supuesto que el hombre está dotado por su Creador del derecho a la vida, a la libertad y a la manía del volante o del avión -dijo el padre Brown sonriendo con indulgencia-. De todo lo cual deduzco que un aeroplano de más cruzando por cualquier lugar de vez en cuando no llamaría la atención de nadie.
–No -contestó el joven-, supongo que no.
–Y aunque el piloto fuese conocido, supongo que podría pilotar un aparato que no le perteneciese. Por ejemplo, si usted volase como de costumbre, es posible que el señor Mentón y sus amigos le reconocieran enseguida. Pero podría usted acercarse mucho a la ventana con un aeroplano de distinto modelo, o como le llamen, lo suficiente para la consecución de sus fines.
–Sí, así es -profirió el joven casi a su pesar; pero de repente se contuvo y se quedó mirando boquiabierto al sacerdote, con unos ojos que parecían querer salirse de las órbitas-. ¡Dios mío, Dios mío! – dijo en voz baja. Se levantó pálido, temblando de pies a cabeza y sin dejar de mirar al sacerdote fijamente-. ¿Está usted loco? – dijo-. ¿Está usted rematadamente loco? – y volvió a enmudecer para acabar balbuciendo-: Ha venido usted para insinuar…
–No; he venido únicamente a recoger insinuaciones -dijo el padre Brown, levantándose-. Puedo haberme formado alguna conclusión prematura que me parece mejor guardar de momento -y saludando al joven con idéntica rigidez convencional, salió del hotel a continuar su extravagante peregrinación.

El anochecer lo sorprendió bajando por las sucias y tortuosas callejas y peldaños que llevan al río, en aquella parte de la ciudad que era más antigua e irregular. Bajo un farolillo rojo, que indicaba la entrada de un restaurante chino, vio una figura que no le era desconocida aunque su aspecto distaba mucho del que había conocido antes.
Mr. Norman Drage continuaba plantando cara al mundo detrás de sus enormes gafas que parecían ocultar su rostro como tras una máscara oscura de cristal. Excepto en lo que se refiere a las gafas, su indumentaria había sufrido un cambio notorio durante el mes que siguió al asesinato. Entonces, el padre Brown se había fijado en que iba vestido impecablemente, hasta el punto en que la diferencia entre un maniquí de sastre y un dandy llega a hacerse sutilísima. Ahora, su pinta era muchísimo peor; parecía como si el maniquí de sastre se hubiese convertido en un espantapájaros. Seguía llevando su sombrero de copa, aunque abollado y viejo; sus ropas estaban muy usadas, su cadena de reloj y otros adornos habían desaparecido y, a pesar de todo, el padre Brown lo saludó como si se hubiesen acabado de separar, y no esperó a que le ofreciera sentarse en uno de los bancos de la casa de comidas. No obstante, no fue él quien inició la conversación.
–¿Qué hay, pues? ¿Ha podido usted vengar a su santo y sagrado millonario? Todos sabemos que los millonarios son santos y sagrados; en la prensa del día siguiente al de su muerte se descubre siempre cómo vivían según las enseñanzas de la Biblia, que habían leído en brazos de su madre. ¡Je, je! Si hubiera llegado a leer alguno de sus pasajes, me parece que la madre se habría sorprendido un poco, y el millonario también. Esos viejos libros están llenos de grande y bárbara sabiduría que no encaja con las costumbres de hoy; una sabiduría de la edad de piedra que parece estar encerrada bajo las pirámides. Suponga usted que alguien hubiese echado al viejo Merton por la ventana y que hubiese permitido que lo comieran los perros. Su muerte no hubiera sido peor que la de Jezabel. Y Agag, ¿no fue hecho pedazos, a pesar de haber vivido ricamente? Merton vivió así durante toda su vida, ¡maldito él!, hasta que fue demasiado rico para dar un paso. Con todo, el dedo del Señor lo encontró como hubiera podido suceder en uno de esos libros, le truncó la vida en la cima de una torre para que fuera un escarmiento para su pueblo.
–El dedo, por lo menos, era material -añadió su compañero.
–Las pirámides también son poderosas y oprimen las cabezas de los reyes -murmuró el hombre de las gafas-. Yo creo que hay mucho que estudiar en esas viejas religiones materialistas. Hay relieves antiguos, viejo legado de los tiempos, que representan a sus dio-
ses y emperadores sosteniendo arcos extendidos entre sus manos, que parecen poder doblegar arcos de piedra. Materialista, no lo niego…, ¡pero de qué materiales! ¿No le ha sucedido a usted que, mirando esos antiguos dibujos de Oriente, le viene la sensación de que aquel viejo Dios y Señor vuela como un oscuro Apolo lanzando negros rayos de muerte?
–Si así es -contestó el padre Brown-, podía llamársele por otro nombre. Pero yo dudo que Merton muriera por efecto de esos oscuros rayos o de una piedra santa.
–Me parece -dijo Drage- que usted cree que es san Sebastián asesinado por una saeta. Un millonario debe ser un mártir. ¿Cómo sabe usted que no merecía serlo? Creo que desconoce muchas cosas de su millonario. Pues bien, permítame que le diga que se lo merecía con creces.
–Y, entonces, ¿por qué no lo asesinó usted? – preguntó el padre Brown.
–¿Quiere usted saber por qué no lo hice? – preguntó el otro, mirándole perplejo-. ¡Vaya sacerdote fantástico!
–Nada de eso -contestó él como si quisiera rehuir un cumplido.
–Esta debe de ser su manera de afirmar que fui yo -dijo Drage, gruñendo-. Tendrá que demostrarlo, eso es todo. Yo, por lo que a él atañe, creo que no es ninguna pérdida.
–Sí lo ha sido -dijo el padre Brown con súbita intuición-. Ha sido una pérdida para usted. Por eso no le ha matado usted.

Y salió de la habitación, dejando al hombre de las gafas boquiabierto.
Había transcurrido casi un mes cuando el padre Brown volvió a visitar la casa donde el tercer millonario había sucumbido a la venganza personal de Daniel Doon. En ella se celebraba una reunión de las personas interesadas en el caso. El viejo Crake presidía la mesa, con su sobrino a la derecha y el abogado a la izquierda. El hombre corpulento de rasgos africanos, cuyo nombre resultó ser Harris, hacía notar su presencia aunque sólo fuera como testigo material; un individuo apellidado Dixon, pelirrojo y de nariz aguileña, representaba a Pinkerton; el padre Brown se sentó modestamente en un lugar vacío que quedaba a su derecha.
La prensa mundial se hacía eco de la catástrofe que acaeció al coloso de las finanzas, al que había organizado la economía mundial; pero el pequeño grupo que lo rodeó a la hora de la muerte podía aportar poca información. El tío, el sobrino y el abogado se hallaban muy distantes de la verja cuando se dio la señal de alarma, y los guardianes de ambas puertas, después de varias contestaciones confusas y contradictorias, afirmaron lo mismo. Al parecer, sólo había una complicación: hacia la hora en que tuvo lugar el asesinato, poco antes o después, habían encontrado a un extranjero que pidió ver a Mr. Merton. Los criados habían tenido ciertas dificultades para comprenderle, pues su lenguaje era muy oscuro, y les pereció también raro, sobre todo después de que hubiera hablado de que un hombre malo sería destruido por una palabra del cielo. Peter Wain se apoyó sobre la mesa, con un brillo desacostumbrado en los ojos de su rostro cansado, y dijo:
–Juraría que es Norman Drage.
–¿Y quién es Norman Drage? – le preguntó su tío.
–Eso es lo que quisiera saber -contestó el joven-. Se lo pregunté sin rodeos, pero tiene un poder tan maravilloso para esquivar toda pregunta intencionada que es como si uno quisiera acometer una empresa con un caballo de concurso. No hizo más que insinuarme cosas sobre la nave del futuro, tema al que jamás he dado crédito.
–Pero, ¿qué clase de hombre es? – preguntó Crake.
–Es un mistagogo -dijo el padre Brown con inocencia-. Existen muchos individuos de su tipo: son aquellos que se os acercan en un cabaret o café parisienses y os dicen que han encontrado el misterio de Stonehedge o que han levantado el velo de Isis. Y para casos como éste seguro que tienen una u otra explicación sobrenatural.
La oscura y plantada cabeza de Mr. Bernard Blake, el abogado, estaba inclinada atentamente hacia el que hablaba, mientras se dibujada en su rostro una sonrisa incrédula.
–No hubiera supuesto nunca, señor, que iba a rechazar una explicación sobrenatural.
–Por el contrario -replicó el padre Brown amigablemente-, ésta es cabalmente la razón por la que puedo pelearme con ellos. Cualquier abogado podrá enredarme, pero no le enredaría a usted, que también es abogado. Cualquiera podría disfrazarse de indio y le tendría por el mismo Hiawatha; Mr. Crake, por el contrario, notaría inmediatamente el fraude. Un timador podría hacerme creer que sabía muchas cosas de aeroplanos y, en cambio, no tendría el mismo éxito con el capitán Wain. Pues bien, esto me sucede a mí de manera aproximada. Precisamente porque he estudiado un poco el tema del misticismo, los mistagogos no pueden burlarme. Los verdaderos místicos no esconden los misterios, sino que los aclaran. Sacan las cosas a relucir y aun después siguen siendo un misterio, pero los mistagogos lo esconden en las mayores tinieblas y, una vez lo descubrís, resulta la cosa más simple del mundo. En el caso de Drage, me parece que tenía un sentido más práctico cuando hablaba del fuego que vendría del cielo y de saetas celestes.

–¿Y qué sentido era? – preguntó Wain-. Me parece que, sea cual sea, debemos analizarlo con calma.
–Pretendía -contestó el sacerdote midiendo las palabras-, pretendía hacernos creer que el asesinato fue milagroso, pues sabía que no lo era.
–¡Ah! – exclamó Wain, haciendo con la respiración un pequeño silbido-, lo estaba esperando. Hablando en plata: él fue el criminal.
–Hablando en plata, él es el criminal que no ha cometido el crimen -repuso el padre Brown con perfecta calma.
–¿Y a eso lo llama hablar en plata? – preguntó Blake, con sorna.
–Estoy seguro de que ahora está usted pensando que el mistagogo soy yo -dijo el padre Brown, un poco azorado, pero sonriendo francamente-. Ha sido algo muy casual. Drage no cometió el crimen, quiero decir este crimen. Su único crimen fue el de encubrir a alguien y por ello rondaba la casa, pero, probablemente, no quería que el secreto se hiciera público ni que terminara el asunto con la muerte. Podemos hablar de él luego; ahora pretendo únicamente que le dejemos de lado.
–¿Para poner en claro qué?
–Para poner en claro la verdad -contestó el sacerdote mirándolo tranquilamente y con los ojos entornados.
–¿Es que quiere darnos a entender que conoce usted la verdad? – balbuceó el otro.
–Me parece que sí -dijo el padre Brown sin alardes.
Se hizo un silencio súbito, que interrumpió Crake diciendo, de pronto, con voz entrecortada y rasposa:
–¿Cómo? ¿Y dónde está ese secretario, ese señor Wilton? Debería estar aquí.
–Sigo en comunicación con el señor Wilton -dijo el padre Brown con seriedad- y precisamente le he pedido que me telefonease aquí mismo dentro de unos instantes. Puedo anticiparles que, en cierto modo, él y yo hemos sacado la hebra de todo este enredo.
–Si han estado trabajando juntos… supongo que no se puede objetar nada -refunfuñó Crake-; ya sé que él siempre ha tomado la parte del sabueso en la persecución de este individuo, y no me parece mal la idea de que se haya asociado con él. Pero si usted conoce la verdad del asunto, ¿de dónde diablos la sacó?
–Pues de usted -dijo el sacerdote, sin conmoverse, mirando inocentemente al sulfurado veterano-. Me explicaré mejor. Empecé a conocer el camino por una anécdota que refirió usted acerca de un indio que arrojó su cuchillo e hirió a un hombre que estaba en la cima de una fortaleza.
–Ya se lo he oído decir muchas veces -dijo Wain caviloso-. Sin embargo, no le veo la semejanza, salvo en que este último arrojó una saeta a un nombre que estaba en la cima de una casa muy parecida a una fortaleza. Pero, naturalmente, la saeta no fue arrojada, sino disparada, y podía ir mucho más lejos. Llegó, en realidad, muy lejos, y, con todo, no sé cómo nos puede ayudar esto.
–Me temo que ha equivocado el sentido de la anécdota -dijo el padre Brown-. No es que si una cosa puede ir lejos haya otra que pueda ir aún más lejos, sino que una herramienta mal empleada puede herir siempre. El sujeto de la anécdota de Crake pensó en llevar un cuchillo con la idea de emplearlo en la lucha cuerpo a cuerpo, y luego se le ocurrió emplearlo como jabalina. Otras personas que conozco pensaron en un instrumento que se pudiera utilizar como jabalina; olvidaron que, al fin y al cabo, podía usarse también, corrientemente, como una lanza. En resumen, la moraleja de la anécdota es que, ya que un puñal se puede convertir en saeta, de la misma manera una saeta se puede convertir en puñal.

Todos le observaron, y, no obstante, él continuó hablando en su tono sencillo:
–Todos nos preocupábamos mucho en explicarnos quién podría haber arrojado una saeta a través de la ventana, en si había sido desde muy lejos y en otras muchas cosas…, pero la verdad es que nadie arrojó la saeta. Nunca entró por la ventana.
–¿Y cómo se explica usted que la halláramos aquí? – interrogó el abogado con cara bastante compungida.
–Alguien la trajo consigo, supongo -dijo el padre Brown-. La verdad es que no era difícil de llevar ni de esconder; alguien la tenía en la mano, mientras estaba con Merton en su misma habitación. Alguien la introdujo en la garganta de Merton como si fuera un puñal y tuvo la bonísima intención de arreglar las cosas de manera que todos presumiéramos que había entrado por la ventana, como un pajarillo.
–¿Alguien? – dijo el viejo Crake, arrastrando las letras como si fueran de piedra.
El teléfono sonó de una manera estridente, con terrible insistencia y, aunque estaban en la otra habitación, el padre Brown llegó antes que nadie lo hiciera.
–¿A qué demonios viene esto? – exclamó Peter Wain, que parecía muy afectado.
–¿No nos ha dicho que esperaba que Wilton, el secretario, le llamase? – contestó su tío con la misma apesadumbrada voz.
–Debe de ser Wilton el que llama -observó el abogado hablando con el único móvil de llenar el silencio. Pero nadie contestó a su insinuación hasta que el padre Brown reapareció de pronto e inesperadamente aportando la respuesta.
–Señores -dijo cuando se sentó-, ustedes fueron quienes solicitaron que investigara este asunto y, ya que he descubierto la verdad, me siento obligado, ahora, a exponérsela sin pretender aminorar su sorpresa. Me temo que el que mete las narices en asuntos de esta índole no puede andarse con consideraciones personales.
–Supongo -dijo Crake cortando el silencio que se había hecho- que esto quiere decir que se acusa a alguno de nosotros o bien que se sospecha de nosotros.
–Todos somos sospechosos, incluso yo mismo, que descubrí el cadáver.
–Naturalmente que sospecha de nosotros -intervino Wain, enfadado-. El padre Brown tuvo la amabilidad de explicarme cómo pude hacerlo valiéndome de un aeroplano.
–No -contestó el sacerdote, sonriendo-, usted mismo me describió cómo podría haberlo hecho, y precisamente ésa fue la parte interesante.
–También le pareció posible -refunfuñó Crake- que yo le hubiese podido asesinar con una flecha india.
–En verdad, no me había parecido muy verosímil -dijo el padre Brown, poniendo una cara muy fastidiada-. Les ruego a ustedes que me excusen si hice mal; debo confesar, sin embargo, que no vi otro camino para ventilar la cuestión y hay pocas cosas tan improbables como la de que Mr. Wain estuviera pilotando un enorme aeroplano ante la ventana de Merton en el momento del asesinato, sin que nadie lo hubiese notado, como improbable es que un vejete pudiera estar jugando a pieles rojas con un arco y una flecha y matase desde detrás de un arbusto a una persona a la que habría podido asesinar de mil diferentes maneras. Con todo, era mi obligación dilucidar si habían tomado parte en ello, con objeto de poder probar su inocencia.
–¿Y cómo lo ha demostrado usted? – preguntó el abogado Blake, avanzando el cuello con avidez.
–Solo por la manera como reaccionaron cuando les acusé -contestó el otro.
–¿Qué quiere usted decir exactamente?
–Le ruego que me permita explicarme -contestó el padre Brown cortésmente-: yo no titubeé en aceptar que debía dudar de ellos y de todo el mundo. Sospeché de Mr. Crake y del capitán Wain, pues aceptaba hasta cierto punto la posibilidad o probabilidad de su culpa. Yo les dije que me había formado mis ideas sobre el particular y ahora les voy a indicar cuáles fueron. Estaba seguro de su inocencia por cómo pasaron de la despreocupación a la imaginación. Hasta el momento en que pensaron que yo podía sospechar de ellos, fueron suministrándome materiales para reforzar la acusación. Llegaron casi a explicarme cómo hubieran podido cometer ellos el crimen. Entonces, comprendieron de pronto, encolerizados, que yo podía acusarles; lo notaron mucho después de cuando yo en realidad podía haberles acusado, pero mucho antes de que lo hiciese.

Usted se hará cargo de que ninguna persona culpable podría haber obrado así; se mostraría más bien enojada y recelosa desde un principio, o simularía ignorancia e inocencia hasta el fin, pero nunca proporcionaría material en contra suya, ni daría después un gran salto y empezaría a negar lo que antes había ayudado a afirmar. Esto sólo podía ser consecuencia de que nunca se le hubiese ocurrido realizar lo que estaba sugiriendo. La conciencia de un asesino estará siempre sobre aviso para no dejarle olvidar su conexión con el asunto, y para recordarle, además, que debe negarla. Y así, yo les descarté a ustedes por otras razones que no tengo necesidad de discutir ahora. Por ejemplo, estaba el secretario…
«Pero no quiero hablar de esto por ahora. Acabo de hablar con Wilton por teléfono y me ha dado permiso para darles a conocer algunos detalles importantes. Supongo que todos ustedes sabrán quién era Wilton y lo que perseguía.
–Sé que iba detrás de Daniel Doon y que no descansaría hasta encontrarlo -contestó Peter Wain-. He oído decir también que era el hijo del viejo Horder y que quería vengar su sangre; de todas maneras, no dudo que va tras el hombre llamado Doon.
–Pues bien -dijo el padre Brown-: le ha encontrado.
Peter Wain dio un salto y exclamó nervioso:
–¡El asesino! – dijo-. ¿Está el asesino encerrado ya?
–No -repuso el padre Brown con expresión grave-, me parece haberles dicho que las noticias eran importantes y creo no haberlo ponderado bastante.
«Me temo que el pobre Wilton ha tomado una responsabilidad tremenda sobre sus hombros y que también nos hace a nosotros partícipes de ella. Acorraló al criminal y cuando por fin lo tuvo bien situado…, pues bien, entonces tomó la Ley por su propia mano.
–¿Quiere esto decir que Daniel Doon…? – insinuó el abogado.
–Quiere decir que Daniel Doon está muerto -dijo el sacerdote-. Parece ser que hubo una pequeña lucha y Wilton lo mató.
–Lo tuvo bien merecido -gruñó Hickory Crake.
–No se puede culpar a Wilton por haberse cargado a ese criminal. Considerando además la enemistad que le tenía -afirmó Wain-; es algo así como destrozar a una víbora.
–No estoy de acuerdo con ustedes -dijo el padre Brown-: me parece que todos nos dejamos llevar demasiado por nuestro romanticismo cuando hablamos en defensa de los linchadores y de cuanto queda fuera de la ley y temo que, si perdemos nuestras leyes y libertades, llegará un tiempo en que todos saldremos perdiendo. Creo, además, que es perfectamente ilógico defender a Wilton en el asesinato que nos ocupa sin haber indagado antes las razones que tenía Doon para cometer sus crímenes. Llego a dudar que Doon fuese un asesino vulgar; podría haber sido un maníaco que iba detrás de la copa, exigiéndola con amenazas y matando a sus poseedores sólo después de una lucha. Ambas víctimas fueron asesinadas justamente ante sus casas. La única objeción que se me ocurre a cómo actuó Wilton es que nunca podremos oír la parte de Doon.
–¡Oh! Todos estos paliativos sentimentales para con esos indignos y bribones asesinos me agotan la paciencia -gritó Wain acalorado-. Si es cierto que Wilton acabó con el asesino, hizo, realmente, un magnífico trabajo; y esto es lo definitivo.
–Exacto, exacto -dijo su tío asintiendo.

El rostro del padre Brown adoptó una expresión más grave al repasar con su mirada el de los asistentes.
–¿Son todos ustedes de la misma opinión? – preguntó.
Y, al decirlo, se dio cuenta de que era inglés y desterrado. Notó que se encontraba entre extranjeros aun siendo amigos. Corría por ellos una llama inquieta que de ninguna manera era propia de sus conciudadanos; el espíritu más joven de esta nación occidental que es capaz de rebelarse, linchar y, por encima de todo, conspirar. Sabía que ellos ya se habían unido para una alianza.
–Por tanto -dijo el padre Brown lanzando un suspiro-, debo llegar a la conclusión de que ustedes absuelven decididamente el crimen de este infortunado sujeto, o mejor, este acto de justicia privada, o llámese como se quiera. En tal caso, no será en perjuicio suyo si les cuento algo más acerca de lo ocurrido.
Se puso súbitamente de pie y, aunque los demás no captaron el significado de su acción, pareció cambiar, o helar, el ambiente de la estancia.
–Wilton mató a Doon de una manera bastante notable -empezó.
–¿Cómo lo hizo? – preguntó Crake con brusquedad.
–Con una saeta -dijo el padre Brown.
La penumbra comenzaba a adueñarse de la vasta habitación, y la luz del día iba desvaneciéndose hasta ser un tenue reflejo que procedía de la amplia ventana de la habitación interior donde había muerto el multimillonario. Casi de una manera instintiva, los ojos del grupo se volvieron poco a poco en aquella dirección, aunque ningún ruido se oyó hasta entonces. Después, la voz de Crake se destacó cascada, aguda y senil, semejante a un parloteo de gallos.
–¿Qué insinúa usted? ¿Qué es lo que usted pretende? Brander Merton ha muerto por una flecha; ese bribón murió por el efecto de una flecha…
–Por la misma flecha -dijo el sacerdote- y en el mismo instante.
Volvió a pesar sobre el ambiente un silencio compungido, pero incontenible y a punto de romperse, y el joven Wain comenzó:
–¿Se refiere usted…?
–Me refiero a que su amigo Merton era Daniel Doon -dijo el padre Brown con firmeza-, el único Daniel Doon que jamás encontrarán ustedes. Su amigo
Merton había vivido obsesionado por el vaso copto; acostumbraba a adorarlo como a un ídolo todos los días, y en su loca juventud había matado, para poseerlo, a dos individuos, aunque me siento inclinado a creer que las muertes fueron, en cierto modo, accidentes del hurto. El caso es que lo obtuvo; y ese tal Drage conocía la historia y le presionaba con amenazas. Sin embargo, Wilton lo perseguía por razones muy distintas; presumo que descubrió solamente la verdad cuando entró en esta casa. Fue en ella y en la habitación contigua donde terminó su redada y donde mató al asesino de su padre. Durante largo tiempo nadie profirió una palabra. Y se oía el teclear de dedos de Crake sobre la mesa, musitando:
–Brander debió de volverse loco, debía estar loco.
–Pero, válgame Dios-exclamó Peter Wain-. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué hemos de decir? ¡Oh! El asunto ha tomado un cariz muy distinto. ¿Qué dirán los periódicos y la gente de negocios? Brander Merton es algo que está a la altura del presidente o del Papa de Roma.
–Me parece presentir que el asunto es otro -insinuó Bernard Blake, el abogado, en voz baja-. La diferencia entraña una completa…

El padre Brown golpeó la mesa de suerte que los vasos resonaron; y se adivinaba un eco espectral procedente del misterioso cáliz que permanecía aún en la habitación contigua.
–No -gritó con voz semejante a un pistoletazo-. No habrá diferencia. Yo les he dado la oportunidad de apiadarse del pobre diablo mientras creyeron que se trataba de un criminal común. No quisieron prestar oídos entonces y todos se decidieron por la venganza privada: todos afirmaron que estaba bien que fuera descuartizado como un animal salvaje, sin escucharlo ni llevarlo ante un tribunal, y se limitaron a decir que había encontrado su merecido. Pues bien, si Daniel ha encontrado su merecido, Brander Merton ha encontrado también el suyo. Si aquello era adecuado para Doon, Santo Dios, también esto es lo merecido en el caso de Merton. Decídanse ustedes por la justicia perentoria o por la achacosa legalidad; pero, en nombre del Todopoderoso, yo les intimo a que apliquen una misma arbitrariedad o una misma justicia legal.
Nadie contestó, a excepción del abogado, y aun éste lo hizo con algo que semejaba un gruñido:
–¿Qué dirá la policía si se entera de que estamos decididos a pasar por alto un crimen?
–¿Qué dirá si le digo que ya lo han pasado por alto?-repitió el padre Brown-. Su respeto por la Ley llega un poco tarde, Mr. Bernard Blake.
Después de una pausa, continuó en tono más suave
–Yo, por mi parte, estoy dispuesto a confesar la verdad si las autoridades competentes me lo preguntan; y ustedes pueden seguir la conducta que mejor les parezca. De hecho, no cambiará mucho la situación. Wilton me ha llamado para decirme que contaba con su autorización para exponerles a ustedes lo que me había confesado, pues, cuando lo supieran, estaría ya fuera de su alcance.
Paseó lentamente por la habitación interior y se paró ante la mesilla junto a la cual muriera el millonario. El vaso copto permanecía aún en el mismo lugar, y él estuvo todavía un buen espacio de tiempo con los ojos fijos en el conjunto de todos los colores del arco iris y, más allá, en la azul inmensidad de cielo.

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