"El Burgomaestre Embotellado"
Erckmann-Chatrian
He profesado siempre una alta estima e incluso una especie de veneración por el noble vino del Rin. Burbujea como el champagne, calienta como el bourgogne, abrasa la imaginación como los vinos de España, y nos pone tiernos como el lacrima Christi; y, por encima de todo, hace soñar, ofrece a nuestros ojos todo el ancho campo de la fantasía.
En 1846, acabando el otoño, me había decidido a peregrinar por la comarca de Johannisberg. Cabalgando sobre un pobre jamelgo enflaquecido, había dispuesto dos cámaras de hojalata entre sus espaciosas cavidades intercostales, y viajaba por pequeñas jornadas.
¡Qué admirable espectáculo es el de la vendimia! Una de mis cántaras estaba siempre vacía y la otra siempre llena; cuando dejaba una viña tenía siempre otra perspectiva. Sentía únicamente no poder compartir este placer con un verdadero entendido.
Uno de estos días de mi peregrinación, a la caída de la tarde, el sol, que estaba a punto de ponerse, lanzaba todavía entre las anchas hojas de las viñas algunos rayos perdidos. Oí entonces detrás de mí el trote de un caballo. Me desvié ligeramente a la izquierda para dejarle paso y, para sorpresa mía, reconocí a mi amigo Hippel, que lanzó una alegre exclamación al verme.
Conoceréis sin duda a Hippel, con su nariz carnosa, su boca dibujada especialmente para la degustación, y su barriga de tres pisos. Parecía Sileno persiguiendo al dios Baco. Nos abrazamos, con gran contento por ambas partes. Hippel viajaba con el mismo propósito que yo: catador distinguido, quería Fijar su opinión sobre el matiz de ciertos viñedos, acerca de cuya calidad mantenía dudas razonables. Proseguimos en mutua y complacida compañía.
Hippel gozaba de un carácter de alegre locura, y trazó nuestro itinerario por los viñedos del Rhingau. Nos deteníamos de cuando en cuando para dar unos tientos a las cántaras, mientras escuchábamos el silencio que se extendía a nuestro alrededor.
La noche iba ya bastante avanzada cuando nos presentamos ante un pequeño albergue achantado en la ladera. Pusimos pie a tierra. Hippel miró a través de una pequeña ventana que se hallaba casi al nivel del suelo: sobre una mesa brillaba una lampara y al lado de la lámpara dormitaba una mujer de edad.
—¡Eh —gritó mi camarada—, abrid, buena mujer!
La vieja se sobresaltó y, alzándose de la silla, se aproximó a la ventana, pegando su arrugado rostro a uno de los cristales. Parecía uno de esos viejos retratos flamencos donde el ocre y el color de humo se disputan la presencia.
Cuando la vieja sibila nos hubo distinguido, hizo la mueca de una sonrisa y nos abrió la puerta.
—Entrad, señores, entrad —nos saludó con voz temblorosa—. Voy a despertar a mi hijo. Sed bienvenidos.
—Un poco de cebada para nuestros caballos y una buena cena para nosotros —se apresuró a solicitar Hippel.
—Muy bien, muy bien —respondió la vieja con diligencia.
Salió a pasos menudos y la oímos subir por una escalera más empinada que la escala de Jacob.
Quedamos solos durante algunos minutos en una sala baja y de paredes ahumadas. Hippel zascandileó por la cocina y vino a informarme que había constatado la presencia de varios cuartos de jamón colgando junto a la chimenea.
—Creo que cenaremos —comentó acariciándose la panza—. Sí, estoy seguro de que vamos a cenar a gusto.
Los tablones rechinaron por encima de nuestras cabezas y, casi al mismo tiempo, un robusto mocetón, vestido con un simple pantalón, el torso desnudo, los cabellos revueltos, abrió la puerta y se perdió en el exterior sin decirnos una palabra.
La vieja encendió el fuego y la mantequilla empezó a freírse en la sartén.
La cena fue servida. Apareció sobre la mesa un jamón flanqueado por dos botellas, la una de vino tinto, la otra de vino blanco.
—¿Cuál preferís? —preguntó la dueña.
—Habrá que verlo —respondió Hippel, tendiendo su vaso a la vieja; ésta le sirvió vino tinto.
Llenó también el mío y lo catamos. Era un vino áspero y fuerte y tenía un gustillo particular a verbena, a ciprés. Bebí algunas gotas y una tristeza profunda se apoderó de mi alma. Hippel, por el contrario, chascó la lengua con aire satisfecho.
—¡Excelente! —dijo—. ¡Excelente! ¿De dónde lo sacáis, buena mujer?
—De una viña próxima —respondió la vieja, con una extraña sonrisa.
—Excelente viñedo —insistió Hippel, sirviéndose un buen trago. Me dio la sensación de que bebía sangre.
—¿Puede saberse por qué pones ese demonio de cara, Ludwig? —me dijo—. ¿Te ocurre alguna cosa?
—No —le contesté—; pero no me gusta el vino tinto.
—No hay que discutir sobre gustos —observó Hippel, vaciando la botella y golpeando sobre la mesa.
Luego, al acudir la dueña:
—¡Otra de lo mismo! —gritó—. ¡Otra de lo mismo, y que no haya mezcla, señora mesonera! ¡Pardiez, este vino me reanima! ¡Os aseguro que es un vino generoso!
Hippel se recostó sobre el respaldo de su silla. Me pareció que su cara se descomponía. Vacié la botella de vino blanco de un solo trago y la alegría volvió a mi corazón. La preferencia de mi amigo por el vino tinto me pareció ridícula, aunque excusable.
Seguimos bebiendo hasta la una de la madrugada, él tinto y yo blanco.
¡La una de la madrugada! Es la hora de visita de la señora Fantasía. Los caprichos de la imaginación extienden sus ropas diáfanas bordadas de cristal y azur, como las de la mosca, el escarabajo o la damisela de las aguas quietas.
¡La una! Es entonces cuando la música acaricia los oídos del soñador e insufla en su alma la armonía de las esferas invisibles. Es la hora en que pasea el ratón, la misma hora que aprovecha la lechuza para desplegar sus alas de suave pulmón y pasar silenciosamente por encima de nuestras cabezas.
—Es la una —le indique a mi camarada—; hay que acostarse, si queremos proseguir mañana el viaje a una hora decente.
Hippel se levantó vacilante.
La vieja nos condujo hasta una habitación de dos camas y nos deseó un feliz sueño.
Nos desnudamos; yo me quedé levantado para apagar la luz. Apenas me acosté pude ver que Hippel dormía ya profundamente. Su respiración parecía el sonido de la tempestad. No pude cerrar ojo. Mil figuras extrañas daban vueltas a mi alrededor; los gnomos, los diablillos, las brujas de Walpurgis, ejecutaban en el techo su danza cabalística. ¡Singular efecto el del vino blanco!
Me levanté, encendí la lámpara y, atraído por una invencible curiosidad, me acerqué al lecho de Hippel. Su rostro estaba colorado, entreabierta la boca; notaba cómo la sangre golpeaba en sus sienes, mientras sus labios se movían como si hubiera querido hablar. Permanecí inmóvil junto a él durante un buen rato, intentando alcanzar con la mirada el fondo de su alma; pero el sueño, al igual que la muerte, es un misterio impenetrable que guarda sus secretos.
El rostro de Hippel expresaba a veces el terror, a veces la tristeza, a veces la melancolía, se contraía en ocasiones y se hubiera dicho que estaba a punto de llorar.
El rostro de mi amigo, hecho para la risa, ofrecía una extraña expresión bajo el dominio de la pena.
¿Qué sucedía en el fondo de ese abismo? Yo podía notar el efecto de las ondas que llegaban hasta la superficie, pero, ¿de dónde venían estas profundas conmociones?
El durmiente se incorporó de súbito, se alzaron sus párpados yvi que tenía los ojos en blanco. Todos los músculos de su rostro se tensaron, su boca pareció querer gritar de horror; volvió luego a recostarse y sollozó.
—¡Hippel! ¡Hippel! —le grité, derramándole una jarra de agua por la cabeza.
Se despertó.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Dios sea loado, era un sueño! Querido Ludwig, te agradezco mucho que me hayas despertado.
—No hay de qué; pero cuéntame lo que estabas soñando.
—Sí…, mañana…, déjame dormir… Déjame dormir, no me tengo de sueño…, déjame.
—Hippel, eres un ingrato: mañana lo habrás olvidado todo.
—¡Pardiez, tengo sueño! —contestó—. Déjame…
No quise soltar la presa.
—Hippel, volverás a soñar lo mismo, y, esta vez, te abandonaré sin misericordia.
Estas palabras produjeron un efecto admirable.
—¡Volver a soñar lo mismo! —exclamó, saltando de la cama—. ¡Mis vestidos y mi caballo! ¡De prisa, porque me marcho! Esta casa está maldita. Tienes razón, Ludwig: el diablo vive entre estas paredes. ¡Vámonos!
Se iba vistiendo con precipitación. Cuando hubo acabado, le detuve.
—Hippel —le dije—, ¿por que vamos a escaparnos? No son más que las tres de la mañana. Descansemos un rato más.
Se apoyó en el marco del ventanal y me contó lo que sigue:
—Ayer hablamos de los más famosos viñedos del Rhingau. Aunque nunca he visitado esta comarca, mi espíritu debió de ocuparse de ella; luego, el tinto peleón que me dieron en la cena dio un color sombrío a mis ideas. Lo más sorprendente de mi sueño es que yo imaginaba ser el burgomaestre de Welche, un pueblo vecino, y que me identificaba de tal forma con ese personaje que te lo podría describir como a mí mismo. Este burgomaestre era un hombre de talla mediana y casi tan gordo como yo; llevaba una casaca de amplios faldones, con botones de cobre; a lo largo de sus piernas lucía otra fila de pequeños botones en forma de cabeza de clavo; se cubría la calva cabeza con un tricornio. Diré, para acabar, que era un hombre dotado con la seriedad del asno, que no bebía más que agua, que no amaba otra cosa que no fuese el dinero, y que sólo pensaba en extender sus propiedades.
»No sólo había cogido las ropas del burgomaestre, sino también su carácter. Me habría despreciado, yo, Hippel, de haberme conocido. ¡Vaya un cretino de burgomaestre que estaba hecho yo! ¿No vale más vivir alegremente y burlarse del porvenir, en vez de pasar el tiempo amontonando escudo sobre escudo y destilando bilis? Pero, en fin…, ahí me tienes de burgomaestre.
»Me levanto de la cama, y la primera cosa que me preocupa es saber si los obreros están trabajando ya en la viña. Para desayunar, cojo un mendrugo de pan. ¡Un mendrugo de pan! ¿Se puede ser más tacaño y avaro? Cada vez que lo pienso, yo que me como mi costillita y me bebo mi botellita todas las mañanas… En fin, da lo mismo. Cojo, es decir, el burgomaestre coge un mendrugo de pan y se lo echa al bolsillo. Encarga a la vieja criada que barra su habitación y que prepare de comer para las once: un caldo y unas patatas, creo. ¡Vaya una comida! Bueno, no importa…, el caso es que se marcha de casa.
»Podría hacer la descripción del camino, de la montaña —me dijo Hippel—; los tengo como a la vista.
»¿Es posible que un hombre, en sus sueños, pueda figurarse un paisaje de esta forma? Yo iba viendo los campos, los jardines, las praderas, los viñedos…, y pensaba: éste es de Pedro, éste es de Jacobo, éste de Enrique. Me paraba delante de algunas de estas parcelas y me decía: «¡Diablo, el trébol de Hans está soberbio!», y más adelante: «¡Demonio, esta fanega de viñas me vendría de perilla!». Pero durante todo ese tiempo sentía una especie de aturdimiento, un dolor de cabeza indefinible. Apreté el paso. La mañana iba avanzando, el sol empezó a calentar y el calor se hizo excesivo. Yo seguía un pequeño sendero que ascendía a través de las viñas de la ladera. Este sendero iba a parar junto a las ruinas de un viejo castillo, desde las que se veían mis cuatro fanegas de viñas. Me di prisa en llegar, y estaba sin aliento cuando me detuve entre las ruinas para descansar un momento. La sangre zumbaba en mis oídos y el corazón golpeaba mi pecho, como golpea un martillo el yunque. El sol abrasaba. Quise proseguir mi ruta cuando, súbitamente, sentí como si una maza me derribara. Caí junto a una pared y comprendí que acababa de sufrir una apoplejía.
»Una sombría desesperación se apoderó de mí. “Estoy muerto —me dije—. El dinero que he amasado con tantas dificultades, los árboles que he cultivado con tanto mimo, la casa que levanté…, todo está perdido, todo pasa a mis herederos. Esos miserables a los cuales no hubiera querido dejar ni un kreutzer, van a enriquecerse a mis expensas. ¿Qué les importo yo? Se alegrarán de mi desgracia…, cogerán las llaves de mi bolsillo…, se repartirán mis bienes…, gastarán mi oro. Y yo… yo tendré que asistir a ese saqueo. ¡Qué espantoso suplicio!”.
»Sentí a mi alma separarse del cadáver y quedarse en pie junto a él.
»Esta alma del burgomaestre vio que su cadáver tenía el rostro azulado y las manos amarillentas.
»Hacía mucho calor y el sudor de la muerte se escurría por la frente. Unos grandes moscardones vinieron a posarse sobre la cara; uno se introdujo por la nariz, sin que el cuerpo se moviera. Al poco rato, las moscas cubrían todo el rostro, sin que el alma desolada pudiera espantarlas. Estaba allí…, comenzando su infierno…, sintiendo pasar unos minutos que le parecían siglos.
»Transcurrió una hora y el calor seguía aumentando. ¡Ni un soplo de aire, ni una nube en el cielo!
»Por entre las ruinas apareció una cabra, mordisqueando la hiedra y las hierbas silvestres que crecen en medio de los escombros. Al pasar junto a mi pobre cuerpo dio un salto de costado, movió sus grandes ojos con inquietud y volvió a acercarse. Olisqueó los alrededores y prosiguió su caprichoso recorrido junto a los muros de una torre. Un pastorcillo que la vio acudió entonces para llevarla con las otras; viendo el cadáver, lanzó un grito y se puso a correr con todas sus fuerzas en dirección al pueblo.
»Pasó otra hora, lenta como la eternidad. Por fin, un susurro y ruido de pasos se oyeron detrás de las paredes ruinosas. Mi alma vio llegar lentamente…, muy lentamente…, al señor juez de paz, seguido de su secretario y de varias personas más. Los reconoció a todos.
»—¡Es vuestro burgomaestre! —exclamaron al verme.
»El médico se acercó a mi cuerpo y espantó las moscas, que revolotearon juntas como un enjambre. Me miró durante algunos segundos, levantó mi rígido brazo y explicó con indiferencia:
»—El burgomaestre ha muerto de un ataque de apoplejía fulminante; debe de estar aquí desde esta mañana. Habrá que llevárselo y enterrarlo cuanto antes, porque este calor favorece la descomposición.
»—Me parece, aquí inter nos —gruñó el secretario—, que la comuna no pierde gran cosa. Era un avaro y un imbécil: no entendía nada de nada.
»—Sí —apoyó el juez—, y no hacía más que criticarlo todo.
»—Pasa lo de siempre —añadió otro—: los estúpidos se creen siempre muy listos.
»—Habrá que enviar aquí a unos cuantos porteadores —prosiguió el médico—. Será un fardo pesado, porque este hombre tenía más barriga que sesos.
»—Voy a levantar el acta de defunción. ¿A qué hora la fijamos? —preguntó el secretario.
»—Poned que ha muerto a las cuatro.
»—¡El muy avaro! —comentó un campesino—. Iba a espiar a sus obreros, buscando un pretexto para arañarles algunos centavos al acabar la semana.
»Luego, cruzando los brazos sobre el pecho, mientras miraba el cadáver:
»—¡Vaya, burgomaestre! —exclamó—. ¿De qué te ha servido estrujar a los pobres? ¡La muerte te ha segado de todas formas!
»—¿Qué lleva en el bolsillo? —preguntó otro.
»Sacaron el mendrugo de pan.
»—¡Aquí está su desayuno!
»Y todos se echaron a reír.
»Hablando de esta suerte, los hombres se dirigieron hacia el pueblo. Mi pobre alma los oyó todavía durante alguno momentos, hasta que el ruido de sus voces, poco a poco, se extinguió. Quedé en medio de la soledad y el silencio.
»Las moscas volvieron por millares.
»No puedo decir cuánto tiempo transcurrió —prosiguió Hippel—, porque en mi sueño los minutos no parecían tener fin.
»Llegaron por fin los porteadores y levantaron mi cadáver, maldiciendo al burgomaestre. El alma del pobre hombre los siguió, sumida en un dolor inexpresable. Yo volví a bajar por el camino que había traído cuando vivo; pero esta vez veía llevar mi cuerpo delante de mí, tendido en una camilla.
»Cuando llegamos delante de mi casa pude ver que nos esperaba un gran número de gentes. ¡Reconocí a mis primos y primas hasta la cuarta generación!
»Depositaron la camilla en el suelo y desfilaron todos para echarme un vistazo.
»—Sí que es él —decía uno.
»—Bien muerto está —comentaba otro.
»Mi gobernanta acudió también, alzando las manos con aire patético.
»—¿Quién hubiera podido adivinar esta desgracia? —exclamó—. ¡Un hombre tan gordo y tan sano! ¡Qué poquita cosa somos!
»Y ésa fue toda mi oración fúnebre.
»Me llevaron a una habitación y me extendieron sobre un colchón de paja.
»Cuando uno de mis primos quiso sacar las llaves de mi bolsillo, intenté lanzar un grito de rabia. Desgraciadamente, las almas no tienen voz. Por fin, querido Ludwig, vi cómo abrían mi escritorio, contaban mi dinero y valoraban mis créditos. Sellaron luego mis documentos y observé cómo la gobernanta se apropiaba a escondidas de mis mejores ropas; aunque la muerte me había aliviado de toda necesidad, no pude impedir un gesto de apego hacia lo que habían sido mis propiedades.
»Me desnudaron, me pusieron un camisón, me encerraron en un ataúd y asistí a mi propio entierro.
»Cuando me bajaron a la fosa, la desesperación se apoderó de mi alma: ¡todo estaba perdido! Me despertaste en ese instante, Ludwig; y me parece oír todavía el ruido de la tierra cayendo sobre la tapa de la caja.
Hippel acabó el relato, mientras un escalofrío recorría su cuerpo.
Nos quedamos pensativos durante un largo rato, sin cambiar una palabra. El canto de un gallo nos advirtió que la noche llegaba a su fin y las estrellas parecieron borrarse con la proximidad del alba. Otros gallos alzaron sus penetrantes voces y se respondieron de una a otra granja. Un perro de guarda salió de una casilla para hacer la ronda matinal. Una alondra, todavía adormilada, lanzó más tarde al aire su alegre canción.
—Hippel —le dije a mi camarada—, es hora de irnos, si queremos aprovechar la fresca.
—Tienes razón —respondió—, pero, antes de nada, habrá que comer algo.
Cuando bajamos, el posadero estaba vistiéndose. Tras haberse puesto un blusón, nos sirvió los restos de nuestra cena. Llenó una de mis cántaras con vino blanco, la otra con vino tinto, ensilló nuestros pencos y nos deseó un feliz viaje.
Llevaríamos una media legua de camino cuando mi amigo Hippel, siempre sediento, se decidió a echar un trago de su vino tinto.
—¡Brrr! —profirió, como presa de vértigo—. ¡Mi sueño, otra vez mi sueño de esta noche!
Puso su caballo al trote para escapar a esa visión, que se pintaba con extraños caracteres sobre su rostro. Le seguí de lejos, porque mi pobre rocinante no estaba para esos trotes.
Se alzó el sol y un tinte pálido y rosa invadió el azul oscuro del cielo, al tiempo que las estrellas se desvanecían en medio de esta luz deslumbrante, como un collar de perlas en las profundidades del mar.
Con los primeros rayos de la mañana, Hippel detuvo su montura y me esperó.
—No sé —me dijo— qué clase de ideas se han apoderado de mí. Ese vino tinto debe de tener alguna virtud singular, porque halaga mi paladar y ataca mi cerebro.
—Hippel —le respondí—, no hay por qué negar que algunos licores encierran en sí mismos los principios de la fantasía e, incluso, de la fantasmagoría. He visto a hombres alegres volverse tristes, a hombres tristes volverse alegres, a hombres ingeniosos volverse estúpidos… y al revés…, sólo por el efecto de algunos vasos de vino que se echaron al coleto. Es un profundo misterio. ¿Qué insensato osaría poner en duda este mágico poder de la botella? Se trata de una fuerza superior, incomprensible, ante la cual debemos inclinar la frente, ya que todos padecemos alguna vez su influencia divina o infernal.
Hippel reconoció la fuerza de mis argumentos y permaneció silencioso, como perdido en un inmenso sueño.
Caminábamos por un estrecho sendero que serpenteaba por encima de las orillas del Queich. Los pájaros dejaban oír su canto y la perdiz lanzaba su grito gutural, escondida bajo las anchas hojas de las viñas. El paisaje era magnífico; el río murmuraba, fluyendo por entre las pequeñas barracas. A la derecha e izquierda se desplegaban los viñedos, mostrando una cosecha soberbia.
Nuestro camino hacía un codo en la cresta de la ladera. Súbitamente, mi amigo Hippel quedó inmóvil, con la boca abierta, y alzó los brazos con estupor; luego, rápido como una flecha, se dio la vuelta para huir. Le detuve, asiendo la brida de su caballo.
—Hippel, ¿qué te ocurre? ¿Has visto a Satanás en medio del camino? ¿Ha puesto el ángel de Balaam su espada ante tus ojos?
—¡Déjame! —rogaba mi amigo, debatiéndose—. ¡Es mi sueño, es el paisaje que vi en mi sueño!
—Vamos, vamos, Hippel, cálmate… El vino tinto encierra sin duda algunas propiedades dañinas. Toma un trago del mío, que es un jugo generoso que arranca las imaginaciones sombrías del cerebro humano.
Bebió ávidamente; el líquido bienhechor restableció el equilibrio de sus facultades.
Derramamos el vino tinto, que se había vuelto negro como el carbón. Goteó espesamente al penetrar en la tierra, y me pareció escuchar como unos sordos mugidos, unas voces confusas y suspirantes, pero tan débiles, que parecían venir de un país lejano; nuestros oídos carnales no podían comprenderlos, sino tan sólo las fibras más íntimas del corazón. Era el último suspiro de Abel, cuando su hermano lo abatió sobre la tierra y la tierra se abrevó con su sangre.
Hippel estaba demasiado alterado para prestar atención a ese fenómeno, pero a mí me produjo una profunda admiración. Vi también, al mismo tiempo, cómo un pájaro negro, del tamaño de un puño, salía de un arbusto y se escapaba piando de terror.
—Noto que dos principios contrarios luchan dentro de mí —me dijo entonces Hippel—. Son el negro y el blanco, el principio del bien y del mal. ¡Sigamos!
Proseguimos nuestro camino.
—Ludwig —volvió a tomar la palabra mi compañero—, ocurren en este mundo unas cosas tan extrañas que el espíritu debe humillarse y temblar. Ya sabes que nunca había visitado esta parte del país. Y aquí tienes: ayer sueño, y hoy veo cómo las fantasías soñadas se aparecen ante mí. Fíjate en este paisaje: es el mismo que pude ver durante el sueño. Aquí están las ruinas del viejo castillo donde tuve la crisis mortal. Ése es el camino que recorrí, y más allá están mis cuatro fanegas de viñas. No hay un árbol, un riachuelo o un arbusto que no reconozca, como si los hubiera visto cien veces. Cuando demos la vuelta a aquel recodo del camino, veremos en el fondo del valle la aldea de Welche. La segunda casa a la derecha es la del burgomaestre; tiene cinco ventanas en lo alto de la fachada y cuatro en la parte baja, además de la puerta. A la izquierda de mi casa —es decir, de la casa del burgomaestre— verás un granero y un establo, donde encerraba el ganado. Detrás, en un pequeño patio, bajo techo, está la prensa; la mueven dos caballos. En fin, querido Ludwig, es como si el burgomaestre hubiera resucitado. El pobre te mira por mis ojos, te habla por mi boca y, si no recordase que antes de ser burgomaestre, avaro, sucio y rico propietario, he sido Hippel, un hombre regalón, amante de la comodidad, enamorado del buen comer y beber, dudaría en decirte quién soy, porque todo lo que veo me recuerda otra existencia, otras costumbres y otras ideas.
Todo sucedió tal como Hippel había predicho. Vimos la aldea de lejos, al fondo de un soberbio valle, entre dos ricas laderas. Las casas se extendían por el borde del río y la segunda a la derecha era la del burgomaestre.
De todos los individuos que se cruzaron con nosotros tenía Hippel un vago recuerdo. Algunos le parecieron tan familiares que estuvo a punto de llamarlos por su nombre; pero las palabras se le quedaban en la punta de la lengua, sin poderlas despegar de sus otros recuerdos. Por otra parte, notando la indiferente curiosidad con la que se nos miraba, Hippel comprobaba que era totalmente desconocido y que su rostro enmascaraba totalmente el alma del difunto.
Nos detuvimos en un albergue, considerado por mi amigo como el mejor del pueblo; parecía conocerlo de antiguo.
Nueva sorpresa: la dueña del albergue era una comadre gordinflona, viuda desde hacía varios años, a la que el burgomaestre había solicitado en segundas nupcias.
Hippel estuvo a punto de darle un abrazo, de tal forma que despertaron sus antiguas simpatías. Pudo reprimirse, sin embargo: el Hippel originario combatía en sí mismo las tendencias matrimoniales del burgomaestre. Se limitó a preguntarle, con el tono más amable que pudo, si podrían servirnos un buen desayuno, regado con el mejor vino del lugar.
Cuando estuvimos sentados a la mesa, una muy natural curiosidad llevó a Hippel a informarse de lo que había pasado en el pueblo desde su muerte.
—Señora —dijo dirigiéndose a la mesonera con una amable sonrisa—, me figuro que conoceríais sin duda al antiguo burgomaestre de Welche.
—¿El que murió hace tres años de un ataque de apoplejía?
—Ése precisamente —respondió mi camarada, fijando en la dama una mirada curiosa.
—¡Vaya si lo he conocido! —exclamó la mujer—. Ese viejo tacaño quería casarse conmigo. Si hubiera sabido que iba a morir tan pronto, hubiera aceptado; me proponía un testamento de cesión mutua de bienes.
Esta respuesta desconcertó un tanto a mi querido Hippel; el amor propio del burgomaestre había sido violentamente herido en su persona. Sin embargo, se contuvo.
—Es decir, que no le queríais —afirmó.
—¿Cómo es posible amar a un hombre feo, sucio, repelente y avaro?
Hippel se levantó para mirarse en el espejo. Viendo sus mejillas llenas y coloreadas, sonrió a su imagen y volvió a la mesa; empezó a atacar el pollo que le habían servido.
—Bien pensado —murmuró—, el hecho de que el burgomaestre fuese sucio y feo no prueba nada contra mí.
—¿Sois pariente suyo? —preguntó la posadera, sorprendida.
—¿Yo? ¡Nada de eso! ¡Nunca le conocí! Afirmo únicamente que los unos son feos y los otros hermosos; y que por el hecho de tener la nariz en medio de la cara, como vuestro burgomaestre, no tiene uno que parecerse a él.
—¡Ni mucho menos! —respondió la posadera—; no tenéis ningún rasgo de su familia.
—Además —prosiguió mi amigo—, yo no soy avaro, lo que prueba que no soy vuestro burgomaestre. Traed un par de botellas más de nuestro mejor vino.
Salió la mujer y yo aproveché la ocasión para advertirle a Hippel que no se lanzase en conversaciones que pudieran traicionar su incógnito.
—¿Qué tonterías dices, Ludwig? —se enfureció—. Sabes perfectamente que no soy más burgomaestre que tú mismo; y si no, aquí están mis papeles, totalmente en regla.
Sacó su pasaporte, al tiempo que entraba la dueña.
—Señora —dijo Hippel—, ¿respondía el burgomaestre a estas señas personales?
Leyó:
—Frente despejada, nariz gruesa, labios carnosos, ojos grises, estatura media y robusta, pelo oscuro.
—Más o menos —respondió la mujer—; sólo que el burgomaestre era calvo.
Hippel se pasó la mano por sus cabellos, afirmando en voz alta:
—El burgomaestre era calvo, y nadie osará decir que yo lo sea.
La mesonera pensó que mi amigo estaba loco. No dijo nada, porque Hippel pagó la comida generosamente. Llegados a la puerta, mi compañero se volvió y me dijo bruscamente:
—¡Vámonos!
—Un instante, querido amigo —le respondí—. Quiero primero que me lleves al cementerio donde reposa el burgomaestre.
—¡No —protestó—, jamás! ¿Quieres precipitarme bajo las garras de Satanás? ¡Yo, en pie sobre mi tumba! ¡Eso sería contrario a todas las leyes de la naturaleza! ¿Estás bien de la cabeza, Ludwig?
—Cálmate, Hippel —le dije—. Estás en este momento sometido al imperio de poderes invisibles. Extienden sobre ti unas redes tan sutiles y transparentes que nadie puede percibirlas. Hay que hacer un esfuerzo para romperlas, hay que devolverle el alma al burgomaestre, y eso no es posible sino sobre su tumba. ¿Te interesa ser el raptor de esa pobre alma? Sería un robo manifiesto. Conozco de sobra tu delicadeza y no te creo capaz de una infamia tal.
Estos argumentos parecieron convencerle.
—Está bien —dijo—. Me atreveré a pisar esos restos, cuya mitad más pesada soporto. No quiera Dios que me culpen de un robo parecido. Sígueme, Ludwig; te mostraré el camino.
Caminaba a pasos rápidos, precipitados, llevando en la mano el sombrero, despeinado, agitando los brazos, como un desgraciado que acomete una acción desesperada y se excita a sí mismo para no desfallecer.
Recorrimos algunas pequeñas calles y cruzamos el puente de un molino, cuya pesada rueda desprendía una blanca capa de espuma. Seguimos luego un sendero que atravesaba una pradera y llegamos por fin, por las traseras del pueblo, junto a una muralla bastante alta, revestida de musgo y líquenes. Era el cementerio.
En una de sus esquinas se veía el osario; en la opuesta, una caseta rodeada por un pequeño jardín.
Hippel se dirigió a la casilla, donde se encontraba el sepulturero. A lo largo de las paredes colgaban coronas de siemprevivas. El sepulturero esculpía una cruz; dedicaba tanta atención a su trabajo que se levantó espantado al hacer Hippel su entrada. Mi compañero fijó en él dos ojos que debieron asustarle, porque durante algunos segundos quedó desconcertado.
—Buen hombre —le pedí—, llevadnos hasta la tumba del burgomaestre.
—No hace falta —gritó Hippel—, yo sé dónde está.
Sin esperar respuesta abrió la puerta que daba al cementerio y se puso a correr como un loco, saltando por encima de las tumbas y gritando:
—¡Es aquí… aquí! ¡Ya estamos!
Evidentemente, el espíritu del mal le poseía, puesto que derribó a su paso una cruz blanca coronada de rosas. ¡La cruz de un niño!
El sepulturero y yo le seguíamos de lejos.
El cementerio era bastante grande. Unas espesas hierbas, de un verde oscuro, crecían hasta tres pies del suelo; los cipreses arrastraban por el suelo su larga cabellera; pero lo que enseguida llamó mi atención fue un enrejado adosado a la pared y cubierto por una parra magnífica, tan cargada de uvas que los racimos caían los unos sobre los otros.
Mientras caminábamos, le dije al sepulturero:
—Tenéis ahí una parra que debe de proporcionaros buenos dineros.
—¡Quia, no, señor! —respondió con aire lastimero—. No le saco provecho alguno. Nadie quiere estas uvas, porque lo que pertenece a la muerte, a la muerte retorna.
Miré fijamente al hombre. Tenía un aire falso, una sonrisa diabólica contraía sus labios y sus mejillas. Yo estaba seguro de que mentía.
Llegamos ante la tumba del burgomaestre, que estaba cerca de mí. Justo enfrente de ella había una cepa enorme, henchida de jugos, y que daba la sensación de estar tan ahíta como una serpiente boa. Sus raíces penetraban sin duda en el interior de los ataúdes, disputando su presa a los gusanos. Sus granos, además, eran de un color rojo violeta, mientras que los otros ofrecían un tinte blanco ligeramente rosado.
—Hippel, apoyado contra la parra, parecía más calmado.
—Puede que no comáis de estas uvas —le dije al sepulturero—, pero sí que las vendéis.
Palideció, negando firmemente.
—Las vendéis en el pueblo de Welche, y puedo incluso deciros en qué albergue se vende vuestro vino: en el albergue de la Flor de Lis.
El enterrador empezó a temblar. Hippel quiso lanzarse a la garganta de aquel miserable y tuve que intervenir para que no lo destrozara.
—¡Canalla —dijo—, me has hecho beber el alma del burgomaestre! ¡He perdido mi personalidad!
Pero, de improviso, una idea luminosa le vino a la mente. Se colocó frente a la pared y adoptó la célebre actitud del Manneken pis de Bruselas.
—¡Dios sea loado! —dijo al acabar—. He devuelto a la tierra la quintaesencia del burgomaestre. Me he quitado de encima un peso enorme.
Proseguíamos nuestro camino una hora después, y mi amigo Hippel había recobrado toda su natural jovialidad.
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