domingo, 31 de mayo de 2020

Relatos de Música y Músicos: De Voltaire a Ishiguro

Un flautista que con su música limpia toda una ciudad de ratas, y luego de niños. Un consejero que desmonta violines para descubrir sus secretos. Un célebre compositor que, lamentando que su hija no tenga el menor oído, decide casarla al menos con alguien que sea capaz de componer una bellísima sonata. Un músico que tiene la desgracia «de haber escuchado conciertos de ángeles y de haber creído que los hombres podían comprenderlos». Un órgano que toca solo. Unos cuantos niños prodigio. Un estudiante que vive en un edificio sin otro inquilino que un anciano mudo que toca la viola en respuesta a una fuerza monstruosa. Una pianista que abandona una prometedora carrera clásica para dedicarse al blues. El imaginario encuentro de un niño con Buddy Holly. Una cantante de rock alternativo que da un concierto en la aburrida población donde se ha refugiado su madre para huir del pasado. Un crooner en horas bajas que decide dar una serenata en góndola a su mujer…

Preparada por Marta Salís, esta antología de Relatos de música y músicos reúne 44 cuentos y nouvelles protagonizados por músicos o con la música como eje principal. Cubre más de dos siglos de literatura (con especial atención al siglo XX) y una gran variedad de géneros musicales (de la música popular y la clásica hasta el jazz, el blues, el rock y la electrónica) así como literarios (de la fábula al cuento realista, del cuento de terror al retrato psicológico). Los temas del genio y la inspiración, de la disciplina y el trabajo, de la emoción, e incluso transformación, que puede generar la música serán temas recurrentes en ellos, de la mano de una nómina variadísima de autores que va de Voltaire a Kazuo Ishiguro, de Balzac a Julian Barnes, de Tolstói a James Baldwin, de Katherine Mansfield a Dorothy Parker, de Machado de Assis a Pirandello.




«Si nuestra civilización occidental se fuera al diablo, solo lo lamentaría por la música», dijo Tolstói en 1910, el año de su muerte, después de escuchar al pianista ruso Aleksandr Goldenweiser. Parecía de acuerdo con su admirado Schopenhauer, al que consideraba «el más genial de los hombres», y para el que la música «repercute en el espíritu humano de un modo tan sublime y poderoso que puede compararse a un lenguaje universal, cuya claridad y elocuencia supera a los demás idiomas de la tierra» (El mundo como voluntad y representación, 1819). Y, aunque algunos escritores románticos alemanes parecieron anticiparse al filósofo —como Wilhelm Heinrich Wackenroder: «La música es la más maravillosa de las invenciones artísticas porque habla una lengua que no conocemos en la vida ordinaria, que hemos aprendido sin saber dónde ni cómo y que es la única que podría considerarse como la lengua de los ángeles» (Las efusiones de un monje enamorado del arte, 1797) o Ludwig Tieck: «La música es la primera, la más inmediata, la más osada de las artes» (Las peregrinaciones de Franz Sternbald, 1798)—, la influencia de Schopenhauer y su concepción de la música es evidente en muchos autores. Para Balzac —y es difícil saber si leyó a su contemporáneo o este lo leyó a él—, la música era la más elevada de las artes; y encontramos afirmaciones como las de Walter Pater: «Todas las artes aspiran constantemente al estado de la música» (El Renacimiento, 1873); Paul Verlaine: «La música ante todo» (Arte poética, 1874); Friedrich Nietzsche: «Sin la música, la vida sería un error» (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa con el martillo, 1889); y Joseph Conrad: «Todo arte debe dirigirse en primer término a los sentidos, y una concepción artística que se expresa con ayuda de la palabra escrita […] tendrá que aspirar con todas sus fuerzas a la plasticidad de la escultura, al color de la pintura, a la mágica sugestión de la música, que es el arte supremo» (prólogo de El negro del Narciso, 1897).

Pero no fueron Tolstói y Balzac los únicos autores de esta antología que sintieron pasión por la música. Thomas Mann, para el que la música era un paradigma de todas las artes, describía su literatura como «un musicar literario», y afirmaba: «No soy un hombre visual, sino un músico desplazado a la literatura». Reconocía que la música había ejercido un influjo muy notable sobre el estilo de su obra: «Desde siempre, la novela ha sido para mí una sinfonía, una obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas desempeñan el papel de motivos musicales». Su amigo Bruno Walter, famoso director de orquesta, lo resumió muy bien en una carta que le dirigió en 1947: «La música ha sido siempre, sobre todas las demás, tu musa. Ha estado presente en tus encuentros con las otras musas». Y es que no solo la música «absoluta» de Beethoven y las óperas de Wagner, su «dios nórdico», recorren la obra de Mann, sino también pequeñas composiciones como algunos Lieder: el protagonista de La montaña mágica (1924) exclamará al escuchar Der Lindenbaum [El tilo] de Franz Schubert: «¡Era tan dulce morir por ella, por esa canción mágica!»; y el de Doktor Faustus. La vida del compositor alemán Adrian Leverkühn (1947), sin duda el más musical de sus libros, comparará Mondnacht [Noche de luna] de Robert Schumann con «una perla, un milagro».
E. T. A. Hoffmann, cuyos cuentos fantásticos conciben el horror y el abismo como parte de la vida cotidiana, fue también compositor, director de orquesta y crítico musical, e inspiró a otros compositores con sus obras literarias. Citaremos, entre otros, a Robert Schumann (Kreisleriana), a Richard Wagner (Los maestros cantores de Nuremberg y Tannhäuser), a Léo Delibes (Coppelia); a Piotr Chaikovski (Cascanueces); a Paul Hindemith (Cardillac), a Gian Francesco Malipiero (Los caprichos de Callot) y a Jacques Offenbach (Los cuentos de Hoffmann).

James Joyce tenía una bonita voz de tenor, talento que heredó de su padre, y tocaba el piano y la guitarra. Las referencias continuas en su obra a cantantes, compositores, óperas y baladas son un reflejo de su melomanía; no en vano tituló su primer libro de poesía Música de cámara. Llegó a afirmar que no era escritor, sino músico, aunque sus partituras tuvieran letras en vez de notas musicales. Su búsqueda de la musicalidad queda patente en el capítulo de «Las sirenas» de Ulises; y en cierta ocasión, cuando le preguntaron si en Finnegans Wake, su última obra, había pretendido unir literatura y música, él respondió: «No, no. Es pura música».

Willa Cather decía siempre a sus amigos: «¡Música, necesito música!». Había empezado como periodista escribiendo columnas musicales para el Nebraska State Journal y el Lincoln Courier; y la música está presente en todas sus novelas y en una veintena de sus cuentos. Alejo Carpentier combinó la carrera de escritor con la de musicólogo, su otra vocación, y realizó una interesante difusión de la música contemporánea. La música en él no era mera afición, entretenimiento o erudición, sino un elemento estructurador de sus narraciones. Algunos de sus títulos hablan por sí solos: Concierto barroco, El arpa y la sombra, La consagración de la primavera… Y Pascal Quignard, antes de dedicarse únicamente a escribir, fue concertista de viola y fundador y director del Festival de Ópera y Teatro Barrocos de Versalles, consejero del Centro de Música Barroca y presidente del Concierto de las Naciones con Jordi Savall.

El blues está siempre presente en la prosa y, sobre todo, en la poesía de Langston Hughes, al que gustaba leer en público sus poemas acompañado de una banda de jazz. Y es evidente la relación de la literatura de James Baldwin con la tradición lírica de la música negra, desde el góspel y el blues hasta el jazz y el rhythm & blues.

Algunos autores de esta antología quisieron hacer carrera en la música: Carson McCullers fue una niña prodigio destinada a ser concertista de piano; y Katherine Mansfield, una virtuosa del violonchelo que vio su estilo influenciado por compositores como Wagner y Debussy. Al igual que Virginia Woolf, recurrió a la música como metáfora de la literatura; y la música, más que como mecanismo descriptivo, le sirvió como modelo para desarrollar la técnica narrativa del flujo de conciencia. Kazuo Ishiguro llamó a muchas puertas con su guitarra en busca de un contrato discográfico, y aprendió como letrista cosas que serían clave en su literatura.

Podría decirse que todos los autores seleccionados han tenido una relación más o menos estrecha con la música excepto Vladímir Nabókov, que, como escribió en Habla, memoria, la encontraba irritante: «En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desuellan vivo en las mayores». Y, sin embargo, su estilo, su fraseo, su ritmo, ¿no ponen de manifiesto que hay música en su literatura?

En cualquier caso, este volumen, ordenado cronológicamente a partir de la fecha de publicación, ha buscado una gran variedad de estilos y de tonos para ilustrar el inmenso poder que la música ha ejercido a veces sobre la imaginación de los escritores. En sí misma como arte exigente, trabajoso y ajeno (admirable y orgullosamente ajeno casi siempre) a las simplificaciones del logos, o por el entorno que crea y en el que se desarrolla (una sociedad de elegidos que dispensa disciplina y formación, dictamina estéticas, lanza o arruina carreras y fomenta aspiraciones y cautividades entre músicos así como entre melómanos), los narradores han encontrado en ella una fuente de inspiración muy diversa. La música es terreno abonado para la fábula tanto como para el cuadro realista, para la exaltación romántica tanto como para la sátira social, para el cuento sobrenatural o de terror tanto como para el retrato psicológico.

En los relatos seleccionados, se asocia a menudo al genio, al misterio y a lo irracional: es muchas veces un hechizo maléfico o un don celestial capaz de transportar a otro mundo no solo al compositor y al intérprete, sino también a su público; invita a la evasión, a la nostalgia, a la locura, al abandono, a la creación, a la libertad y a la rebeldía. Pero también es vista, en un plano más prosaico, como factor de cohesión social, como valor de cambio, como adorno prestigioso del poder, como profesión con todo tipo de fragilidades, dependencias y servidumbres. Aparecerá también ligada a la ciencia y a las ideas, muy lejos de la típica «posesión» romántica… e incluso al silencio, tal vez otra de sus formas.
La música ha erigido asimismo un dramatis personae propio, del que esta antología —que va de la música barroca a la electrónica— ofrece una variopinta representación: el músico inspirado, el músico en decadencia, el músico temperamental, el músico disciplinado, el músico seductor, el niño prodigio, el mecenas, el explotador, el diletante, el aficionado… y hasta el notario de provincias con pretensiones.

Los cuarenta y cuatro relatos, todos de ficción, abarcan casi dos siglos y medio de literatura y proceden de diferentes tradiciones occidentales (anglosajona, germánica, nórdica, mediterránea, eslava, latinoamericana). Sabemos que los lectores echarán de menos algunos fragmentos de novelas y de otras obras más extensas, pero, salvo el capítulo de Concierto barroco de Alejo Carpentier, nuestra selección se ha limitado a los relatos.

Al final del libro, hemos añadido la lista de las piezas musicales mencionadas en los relatos, así como la página web donde se pueden escuchar.

Marta Salís

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