lunes, 2 de noviembre de 2020

El Concilio Mayor


Jull Antonio Casas Romero


Hacía mucho tiempo que no visitaba a la familia, 10 años desde que murió el Abuelo. Era muy joven y de ese entonces, solo recuerdo la extraña experiencia que tuve al acercarme a su féretro y no ver nada en el interior. Lo comente inmediatamente con algunos parientes que estaban cerca, en aquella triste sala, pero todos decían que debía de estar perturbado, porque ellos si lo veían, dormido, inmóvil, enfundado en el traje que siempre llevaba en los días de fiesta.

Hoy llamaron de madrugada, había muerto la Abuela, invocaban mi presencia para presentar los respetos correspondientes en este trance familiar, no pude negarme, no lo hubiera hecho tampoco, estos sucesos son ineludibles para nuestra familia, algo así como los únicos eventos donde vemos como mermamos o aumentamos y que estadística es la más relevante después del tiempo que estamos sin vernos; Al entrar al salón del velatorio, encontré todo exactamente igual como lo había visto hace diez años, la familia estaba reunida en silencio, algunos con los rostros cansados tras llegar de muy lejos, trate de pasar el tiempo mientras saludaba a cada uno de los reunidos, evitaba acercarme al ataúd, pero fue inevitable al final, pues mi hijo menor que me acompañaba, con la inocencia de su edad me empujaba para ver a la Abuela que no conocía.

Me agache sobre el ataúd y ella no estaba, pregunte a mi pequeño si el la veía, él me dijo que si podía verla y que ahora podía contar a sus compañeros del colegio que tenía una abuela muy hermosa.


Esta afirmación, confirmaba que algo extraño sucedía, me atreví a interrogar al mayor de mis tíos que estaba sentado al lado de la capilla ardiente, con respecto a esta extraña experiencia, le conté lo que me pasaba y que esto se repetía hoy, en este velorio, el me observo callado, meditó en silencio por un momento y luego me arrastro a ocultas hasta el Sótano de la casa, me dijo entonces que esperara y que pronto entendería el porqué de mi experiencia. Subió las gradas de piedra y cerró la puerta delicadamente, espere por un momento, la oscuridad era densa y tarde un poco en acostumbrarme a ella, entonces en la penumbra logre distinguir una sombra que se acercaba lentamente hasta mí.

Era imposible lo que observaba, mi abuelo estaba frente a mí, con su traje de fiesta, con la misma sonrisa que tenía todos los días de mi niñez y me estrecho con las manos cálidas y rugosas con que me abrazaba en las tardes frías de invierno. Tras él, apareció mi Abuela, con mirada expectante, vestida aun con el habito del convento que había pedido le pusieran cuando muriera. Aparecieron también mi Madre, Mi Padre y con ellos una multitud que me rodeaba. Todos ellos familia ascendente y que formaban un extraño circulo que esperaba de lo que yo pudiera decirles.

Abrace a mi madre, la encontré tangible, eterna, estreche a mi Padre con esa ceremonia filial que pedía disculpas por no estar cerca de él, el día de su despedida. Mi abuelo entonces me dijo.

- Aquí estamos todos, - Puedes venir cuando lo necesites, - No hables de esto con nadie ni siquiera con la Familia porque si no ya no nos encontraras. 

Sentí un pequeño vértigo y mientras me recuperaba, ellos salieron de la habitación subterránea dejándome solo. Extrañamente quede tranquilo, volví al salón del velatorio y acompañe a la familia en silencio por el resto de la noche y la madrugada. En el ataúd, mi abuela sonreía apaciblemente, ahora podía verla y sabía que el día que estuviera en su lugar, mis hijos o nietos podrían encontrarme junto con ella, en el sótano de la casa familiar.


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