domingo, 19 de junio de 2022

El Libro

El Libro (The Book) es un relato de terror de la escritora inglesa Margaret Irwin (1889-1967), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1930 de la revista The London Mercury, y luego reeditado en la antología de 1935: Madame le teme a la oscuridad (Madame Fears the Dark).

El libro, acaso uno de los mejores cuentos de Margaret Irwin, relata la historia del señor Corbett, un abogado pusilánime que comienza a traducir un extraño libro en latín que descubre en su biblioteca. A medida que avanza con la tarea, su percepción de la realidad empieza a cambiar, y un súbito instinto homicida se apodera de él.

En varias de sus historias H.P. Lovecraft proporciona una bibliografía de libros prohibidos llenos de contenido arcano y aterrador. En la parte superior de la lista se encuentra el temido Necronomicón, pero también el De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, el Cultes des Goules del Comte d'Erlette y el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, entre otros. Estos son libros raros, libros que han obtenido un número reducido pero devoto de lectores a lo largo de los siglos. Esta lista, sin embargo, no menciona el manuscrito de Margaret Irwin, que nada tiene que envidiarle a los libros apócrifos de los Mitos de Cthulhu.

El libro establece su historia en un hogar de clase media alta, en medio de entornos familiares y rutinas domésticas. El señor Corbett, el patriarca de la casa, es un ávido lector, pero últimamente su actitud hacia sus libros favoritos se ha vuelto crítica y hastiada. Se obsesiona con el libro anónimo, que se vuelve más fácil de leer a medida que pasa más tiempo con él, mientras se desintegran sus lazos familiares. En este sentido, El libro de Margaret Irwin es notable en el uso de pequeños detalles para crear presagios siniestros. Su documentación sutil y llena de suspenso le añade una nueva dimensión al convicente e inquietante colapso psicológico del protagonista.

Margaret Irwin, escribiendo casi al mismo tiempo que Lovecraft garabateaba notas sobre el Necronomicón, presenta el que debería ser el más prohibido de los libros apócrifos: un volumen que no solo se abre camino en la mente de sus lectores, sino que corrompe otros libros. En efecto, los libros favoritos del señor Corbett [Austen, Dickens, Brontë, Stevenson] parecen estar siendo afectados por la lectura de este manuscrito. Quizás realmente haya cosas terribles debajo de la superficie de cualquier libro, quizás todos están embrujados, llenos de «secreciones mórbidas».

El libro de Margaret Irwin logra ese estado de ánimo que Lovecraft describía como «cierta atmósfera de falta de aliento y temor inexplicable a las fuerzas externas desconocidas». El protagonista no solo se da cuenta de lo inquietante, a pesar de su escepticismo, sino que llega a ver su mundo ordinario como una ilusión. Su misma racionalidad se quiebra, apoyando su descenso a la locura.

El manuscrito utiliza la propensión de todas las personas a la arrogancia para apoderarse de ellas. El señor Corbett no es un estudioso del ocultismo. Es abogado, un simple asesor financiero. Pero lo que le sucede, aclara la historia, puede pasarle a cualquiera. Una y otra vez, Margaret Irwin rechaza la idea de que haya algo especialmente vulnerable en Corbett [o que el lector pueda imaginarse a sí mismo especialmente invulnerable]. Todo lo que hace el protagonista es completamente humano. Por otro lado, El libro describe rituales viles que la mayoría de los autores exotizarían; Lovecraft probablemente lo habría atribuido al culto perverso de mestizos y orientales. En cambio, Margaret Irwin nos dice que nadie es inmune.

Y, sin embargo, Corbett finalmente se resiste y se sacrifica por un sentimiento que esa lectura blasfema no ha logrado eliminar por completo. Esto tampoco es particularmente especial, no se limita a algún subconjunto de la humanidad. Todo el mundo es vulnerable, pero todos tienen la opción de elegir. El libro solo nos brinda la mirada del señor Corbett, pero la historia es consciente de las perspectivas de otras personas sobre lo que le está sucediendo, a veces directamente, a veces a través de reacciones. Son pocos los autores que, como Margaret Irwin, son capaces de comprender cómo las personas pueden ser persuadidas para adoptar comportamientos terribles y, al mismo tiempo, seguir creyendo que son buenas personas. Cada paso del descenso del señor Corbett suena verdadero y, por lo tanto, el horror suena verdadero.

Aunque carece de un nombre exótico como el Necronomicón, el libro de Margaret Irwin tiene un efecto tan devastador en el lector como los infames grimorios del multiverso lovecraftiano. El veneno del manuscrito también es exquisitamente insidioso: infecta el contenido de los libros vecinos con su propio cinismo. Incluso los libros ilustrados de los niños se ven afectados. Corbett inicialmente se desanima por la forma en que el libro deforma su sensibilidad, pero las alegrías del cinismo crecen en él. El libro aprovecha ese punto débil. Convence a Corbett de que es extraordinario, subestimado, pero eso cambiará. El libro lo conducirá a su legítima eminencia, si Corbett se deshace de sus tontas inhibiciones, incluidos su esposa e hijos.

Los libros son preciosos, o peligrosos, porque transmiten ideas, conocimientos, que luego se combinan con las propias ideas y conocimientos del lector para volverse más valiosos [o peligrosos]. En el caso del señor Corbett, la recombinación es tan peligrosa que su única salida es quemar el libro en un último paroxismo. Una victoria trágica para la Luz, hay que decirlo, pero victoria al fin.



Fuente:
http://elespejogotico.blogspot.com/2021/08/el-libro-margaret-irwin-relato-y.html


En una noche brumosa de noviembre, el señor Corbett, habiendo adivinado al asesino en el tercer capítulo de su historia de detectives, se levantó de su cama, decepcionado, y bajó las escaleras en busca de algo más satisfactorio que lo hiciera dormir. La niebla se había deslizado por las ventanas cerradas del comedor y flotaba espesa en el aire, en un silencio pesado y sin aliento. El ambiente era más sofocante que en su habitación, y muy frío, aunque los restos de un gran fuego aún ardían en el hogar.


La biblioteca del comedor era lo único considerable de la casa, y contenía una colección descuidada, junto con algunos viejos libros de teología, aburridos y oscuros, que habían quedado de la venta de la biblioteca de un tío. Las novelas baratas, compradas en los puestos de los ferrocarriles por la señora Corbett, que pensaba que un viaje era el único momento para leer, fueron introducidas como intrusos descarados y pequeños entre las respetables obras de la cultura del siglo XIX, encuadernadas castamente en azul oscuro o verde, que el señor Corbett había considerado lo correcto para comprar durante sus días en Oxford; además de éstos, se pavoneaban grandes libros de cuentos encuadernados alegremente y las colecciones de cuentos de hadas de todos los colores de los niños.


De entre esta multitud pulcra, nueva y envuelta en telas se elevaba aquí y allá un sepulcro mohoso de erudición, con el color del polvo en lugar del cuero, sin rastro de letras doradas que anunciaran su contenido. Algunos de estos supervivientes moribundos de la biblioteca del decano estaban inhóspitamente sujetos con cierres oxidados; todos permanecieron cerrados y parecían impenetrables, sus lomos en blanco y prohibidos levantados por encima de su frívolo entorno con el aire de desprecio que pertenece a un conocimiento privado y oculto. Porque sólo el gusano de la corrupción se abría paso ahora a través de sus páginas malolientes.


Corbett tuvo una fantasía inusual al imaginar que el aire vaporoso y cargado de niebla que parecía colgar más denso alrededor de la estantería era como un aliento húmedo y venenoso exhalado por uno u otro de estos volúmenes que se pudrían lentamente. La incomodidad ante esta presencia penetrante e impalpable se apoderó de él de forma más aguda que en cualquier otro momento del día. En un intento de aclararse la garganta, se atragantó de la manera más desagradable.


Se apresuró a elegir un Dickens del segundo estante, según correspondiera a la niebla de Londres, y había vuelto al pie de las escaleras cuando decidió que su lectura de esta noche debería ser, en contraste, de cielos azules italianos y estatuas blancas, en hermosas frases rítmicas. Volvió por un Walter Pater.


Encontró a Marius el Epicúreo inclinado hacia un lado a través del hueco dejado por su retirada de La vieja tienda de curiosidades. Era una brecha muy grande para haber sido dejado por un solo volumen, porque los libros en ese estante se habían encajado muy juntos. Volvió a poner a Dickens y vio que aún quedaba espacio para un libro grande. Se dijo a sí mismo con palabras cuidadosas y precisas:


—Esto es una tontería. No es posible que alguien haya entrado en el comedor y sacado un libro mientras yo cruzaba el pasillo. Debió haber habido un hueco antes en el segundo estante.


Pero otra parte de su mente seguía diciendo en un torrente apresurado y caído:


—No había ningún espacio en el segundo estante. No había ningún espacio en el segundo estante.


Arrebató también a Marius como La vieja tienda de curiosidades, y se dirigió a su habitación con una prisa que era innecesaria y absurda, ya que aunque creyera en los fantasmas, cosa que no creía, no tenía la menor razón para sospechar que había uno en la moderna casa de Kensington en la que él y su familia habían vivido durante los últimos 15 años. Leer era lo mejor para calmar los nervios, y Dickens era un autor agradable, sano y robusto.


Esta noche, sin embargo, Dickens lo golpeó con una luz diferente. Debajo de la compasión sentimental del autor por los débiles e indefensos, podía discernir un placer repugnante en la crueldad y el sufrimiento, mientras que las figuras grotescas de la gente en las ilustraciones de Cruikshank revelaban con demasiada claridad las horribles distorsiones de sus almas. Lo que le había parecido gracioso ahora le resultaba diabólico. Disgustado, se volvió hacia Walter Pater en busca del reposo y la dignidad de un espíritu clásico.


Pero luego se preguntó si este espíritu no era en sí mismo de una calidad de mármol, frígido y sin vida, contrario al propósito de la naturaleza.


—A menudo he pensado —se dijo a sí mismo—, que hay algo de malo en el culto austero de la belleza por sí misma.


Nunca antes lo había pensado, pero le gustaba pensar que este impulso de fantasía era el resultado de una consideración madura, y con esta satisfacción se recompuso para dormir.


Se despertó dos o tres veces por la noche, un hecho inusual, pero lo alegraba, pues cada vez había estado soñando horriblemente con estas irreprochables obras victorianas.


Enérgicos demonios con bigotes y pantalones con pinzas torturaron a una hermosa doncella y la miraron lascivamente, encantados ante su angustia; los dioses y héroes de la fábula clásica actuaron hechos cuyo desnudo crimen y vergüenza el señor Corbett nunca había apreciado en latín y griego. Cuando se despertó con un sudor frío por el espectáculo de la lengua desgarrada y sangrante de Filomel violada, decidió que no le quedaba más remedio que bajar y buscar otro libro que hiciera virar sus pensamientos en una dirección más agradable. Pero su creciente renuencia a hacer esto encontró cientos de excusas. El recuerdo del hueco en el estante se le ocurrió ahora con una sensación de importancia antinatural. En las turbulentas dolencias que siguieron, esta brecha entre dos libros parecía la deformidad más espantosa, como una brecha entre los dientes frontales de algún monstruo sonriente.


Pero, a la clara luz del día, el señor Corbett bajó al agradable comedor, con sus soleadas ventanas y olor a café y tostadas, y desayunó con la mente ocupada principalmente en la autocomplacencia. Silbando felizmente, estaba sirviendo su última taza de café, cuando su mirada, vagando hacia la estantería, notó que ahora no había ningún espacio en el segundo estante.


Se preguntó quién había estado tocando la estantería, pero ninguna de las niñas, ni Dicky, ni la señora Corbett, habían bajado aún. La criada nunca tocaba los libros. Pero las cosas que nos molestan a la medianoche son insignificantes a la mañana:


—Pensé que había un hueco en el segundo estante —se dijo—, pero no importa.


—Nunca hay un hueco en el segundo estante —dijo la pequeña Jean alegremente—. Puedes sacar muchos libros y, cuando vuelves atrás, el hueco siempre se llena. ¿No te has dado cuenta? Yo sí.


Nora, la de mediana edad, dijo que Jean siempre estaba diciendo estas tonterías. La habían encontrado llorando por las divertidas imágenes de La Rosa y el Anillo porque, dijo, todas las personas que aparecían en ellas tenían caras perversas, y la imagen de un gato negro la había molestado porque pensaba que era una bruja.


Al señor Corbett no le gustaba pensar en semejantes fantasías para su Jeannie. Ella respondió enérgicamente diciendo que Dicky era igual de malo y era un niño grande.


Dicky, que tenía un libro bajo el brazo, le dijo a Jean que era una bruta y que nunca más la llevaría a pasear en su bicicleta. El señor Corbett estaba molesto. Amas de casa desagradables y malos amigos de la escuela pasaron por su cabeza, mientras preguntaba gravemente a su hijo cómo se había apoderado de este libro.


—Lo saqué de ese estante, por supuesto —dijo Dicky, furioso.


Resultó ser Los viajes de Gulliver que le había regalado la abuela, y Dicky finalmente tuvo que explicar su rabia con el diablo que lo escribió para demostrar que los hombres eran peores que las bestias y la raza humana, un fracaso.


Un niño que nunca tuvo buenos informes escolares no tenía derecho a ser tan morbosamente sensible como para penetrar en el cinismo subyacente de la deliciosa fábula de Swift, y eso, además, en la brillante y depurada edición que presentan hoy en día. El señor Corbett no podía decir que él mismo había notado el cinismo, aunque sabía por los libros críticos que debía estar allí, y con cierta molestia le aconsejó a su hijo que sacara una bonita, brillante y moderna historia de aventuras para niños que no pudiera deprimirlo.


El señor Corbett pronto descubrió que él también se sentía extraño. Cada nuevo libro le parecía débil, de mal gusto e insípido; mientras que sus libros antiguos y familiares eran deprimentes o incluso, de alguna manera oscura, repugnantes. Todos los autores deben tener una mente sucia; probablemente escribieron lo que no se atrevieron a expresar en sus vidas. Stevenson había dicho que la literatura era una secreción mórbida; volvió a leer a Stevenson para descubrir su peculiar morbosidad, y detectó en sus ensayos una autocompasión disfrazada de coraje y en La isla del tesoro la enfermiza atracción de un inválido por la brutalidad.


Esto le dio entusiasmo por descubrir lo que tanto le disgustaba, y su gusto por la lectura revivió mientras exploraba con deleite las enfermedades ocultas de las mentes que los tontos habían valorado como grandes y nobles. Vio a Jane Austen y Charlotte Brontë como dos desagradables ejemplos de soltería; una como una entrometida en los flirteos de todos los demás, la otra como una ménade delirante y ansiosa que busca la autoinmolación en el altar de sus pasiones frustradas.


Estos poderes de penetración lo asombraron. Con una mente tan aguda y original debería haber alcanzado la grandeza, sin embargo, era un mero abogado, y nada próspero. Si tuviera el dinero, podría hacer algo con esas acciones de marfil, pero sería una apuesta pura y no tuvo suerte.


Su envidia natural por sus conocidos más ricos ahora se mezclaba con un desprecio por su estupidez que se acercaba al odio. La digestión de su almuerzo en la City se arruinó al conocer a unos tontos sentimentales pero exitosos a quienes alguna vez había considerado como personas agradables. El solo hecho de verlos estropeaba su juego de golf, por lo que llegó a preferir leer solo en el comedor incluso en las tardes soleadas. Descubrió también, y con un leve sobresalto, que la señora Corbett siempre lo había aburrido. A Dicky le empezó a desagradar activamente como una imbécil insolente, y las dos chicas le parecían tan insípidamente ratones blancos; Fue un alivio cuando él abolió la aburrida costumbre de ir a darles las buenas noches.


En el silencio y la reclusión ahora ininterrumpidos del comedor, leyó con febril prisa, como si buscara alguna pista del conocimiento, alguna clave secreta de la existencia que la avivaría e inflamaría, la transformaría de su actual letargo en una vida digna de él y de sus poderes.


Incluso exploró los pocos restos en descomposición de la biblioteca teológica de su tío. Aburrido y desconcertado, persistió y tuvo el alivio ocasional de un feo grabado en madera de Adán y Eva con figuras como almohadillas y cabellos como dalias, o un mapa del Cosmos con la boca del infierno en la esquina, eructando demonios. Uno de estos libros tenía diagramas y símbolos en el margen que consideró fórmulas matemáticas de un tipo que no conocía. En ese momento descubrió que estaban dibujados, no impresos, y que el libro estaba en manuscrito, con una escritura negra muy pulcra y malhumorada. Además, en latín, era un hecho que le provocó al señor Corbett una conmoción de desilusión irracional. Porque mientras examinaba los signos al margen, se había sentido invadido por un júbilo extraordinario, como si se supiera a sí mismo al borde de un descubrimiento que debería alterar toda su vida. Pero se había olvidado de su latín.


Con un aire secreto y culpable, que habría parecido absurdo a cualquiera que conociera su inofensivo propósito, se escabulló hasta el aula en busca del diccionario y la gramática latina de Dicky, y se apresuró a regresar al comedor, donde trató de descubrir de qué se trataba. No tenía título ni autor. Se habían dejado varias páginas en blanco al final, y la escritura terminaba en la parte inferior de una página, sin florituras, como si el libro se hubiera dejado sin terminar. Por las frases que podía traducir, parecía ser un trabajo de teología más que de matemáticas.


Había constantes referencias al Maestro, a Sus deseos y mandatos, que parecían ser de un tipo complicado. El señor Corbett comenzó saltándose estos como simples relatos de ceremonias, pero una palabra le llamó la atención, ya que es poco probable que ocurra en un relato de este tipo. Leyó este pasaje con atención, buscando cada palabra en el diccionario, y apenas podía creer el resultado de su traducción.


—Claramente —decidió—, este libro debe ser de algún misionero temprano, y el pasaje que acabo de leer es el relato de un rito horrible practicado por una tribu salvaje de adoradores del diablo.


Aunque lo llamó «horrible», reflexionó sobre ello, memorizando cada detalle. Luego se entretuvo copiando los márgenes y tratando de descubrir su significado. Pero una sensación de frío enfermizo se apoderó de él. La cabeza le daba vueltas y apenas podía ver las figuras ante sus ojos. Sospechaba un ataque repentino de influenza y fue a pedirle medicinas a su esposa.


Estaban todos en el salón, la señora Corbett ayudando a Nora y Jean con un juego nuevo, Dicky tocando la pianola, y Mike, el terrier irlandés, que había abandonado recientemente su lugar de costumbre en la alfombra del comedor, estaba tendido junto al fuego. El señor Corbett tuvo una impresión instantánea de esta escena pacífica y alegre, antes de que su familia se volviera hacia él y le preguntara en tono asustado qué pasaba. Pensó que se veían y sonaban como ovejas; nada en su apariencia en el espejo le pareció extraño; eran sus rostros boquiabiertos los que no estaban familiarizados.


Entonces notó el comportamiento extraordinario de Mike, que había salido de la alfombra de la chimenea y estaba agachado en el rincón más alejado, sin emitir ningún sonido, pero con los ojos dilatados y espuma alrededor de los dientes desnudos. Bajo la mirada del señor Corbett se escabulló hacia la puerta, gimiendo de una manera débil y abyecta, y luego, como lo llamaba su amo, gruñó horriblemente y se le erizaron los cabellos de la nuca. Dicky lo soltó y lo oyeron arrastrarse a un ritmo frenético por las escaleras hacia la cocina, y luego, una y otra vez, un aullido prolongado.


—¿Qué le pasa a Mike? —preguntó la señora Corbett.


Su pregunta rompió un silencio que parecía haber durado mucho tiempo. Jean comenzó a llorar. El señor Corbett dijo con irritación que no sabía qué le pasaba a ninguno de ellos. Entonces Nora preguntó:


—¿Qué es esa marca roja en tu cara?


Miró de nuevo en el cristal y no vio nada.


—Está bastante clara desde aquí —dijo Dicky—. Puedo ver la marca de un dedo.


—Sí, eso es lo que es —dijo la señora Corbett con su voz enérgica y entrecortada—; la huella de un dedo en tu frente. ¿Has estado escribiendo con tinta roja?


El señor Corbett abandonó precipitadamente la habitación. Envió un mensaje de que sufría un dolor de cabeza y que cenaría en la cama. No quería que nadie se preocupara por él.


A la mañana siguiente estaba asombrado por sus fantasías de influenza, porque nunca se había sentido tan bien en su vida. Nadie comentó su aspecto en el desayuno, por lo que concluyó que la marca había desaparecido.


El viejo libro en latín que había estado traduciendo la noche anterior había sido retirado del escritorio, aunque la gramática y el diccionario de Dicky todavía estaban allí. El segundo estante estaba, como siempre durante el día, muy apretado; el libro, recordó, había estado en el segundo estante. Pero esta vez no preguntó quién lo había devuelto.


Ese día tuvo un inesperado golpe de suerte en un nuevo cliente de nombre Crab, quien le confió grandes sumas de dinero. Tampoco le irritó la vista de su conocido más próspero, sino que con dificultad se abstuvo de sonreírle. Estaba tan seguro de que esta notable habilidad pronto lo colocaría más alto que cualquiera de ellos. En la cena, se burló de su familia con lo que él sentía que era la alegría de un colegial.


Pero en ellos tuvo un efecto contrario, porque lo miraban con estúpido asombro, o a sus platos, deprimidos y nerviosos. ¿Le creyeron borracho?, se preguntó, y una furia se apoderó de él ante sus bajas y bestiales sospechas y su pesada torpeza mental. Vaya, era más joven que cualquiera de ellos.


Pero a pesar de este nuevo estado de alerta, no pudo prestar atención a las cartas que debería haber escrito esa noche y se dirigió a la estantería para distraerse un poco. Descubrió que, por primera, vez no había nada que deseara leer. Sacó un libro al azar y vio que era el antiguo libro en latín. Mientras pasaba las rígidas páginas amarillas, notó con placer el olor a corrupción que primero lo había repelido en estos volúmenes en descomposición, un olor, pensó ahora, de conocimiento antiguo y secreto.


Esta idea del secreto pareció afectarle personalmente, pues al oír un paso en el pasillo cerró apresuradamente el libro y lo volvió a colocar en su lugar. Fue a la sala donde Dicky estaba haciendo su tarea y le dijo que necesitaba su gramática latina y su diccionario de nuevo para un antiguo informe de derecho. Para su disgusto, balbuceó y expresó torpemente sus palabras; pensó que el chico lo miraba de manera extraña y lo maldijo en su corazón por sospechar. Cuando volvió al comedor, escuchó en la puerta y luego giró suavemente la cerradura antes de abrir los libros del escritorio.


El latín parecía mucho más claro que la noche anterior, y pudo leer al azar un pasaje relacionado con el juicio de una partera alemana en 1620 por el asesinato y disección de 783 niños. Incluso teniendo en cuenta las oportunidades que le brindaba su profesión, el número parecía excesivo, y no pudo descubrir ningún motivo para la matanza. Decidió traducir el libro desde el principio.


Parecía ser un relato de alguna sociedad secreta cuyas actividades y rituales eran de una naturaleza tan oscura y vil que el señor Corbett no creería al principio que esto pudiera ser un registro de ninguna mente humana, aunque su profundo interés en él debería haberlo convencido de que, por lo menos para su humanidad, no era del todo ajeno.


Leyó hasta mucho más tarde de la hora habitual para acostarse, y cuando por fin se levantó, fue con el libro en las manos. Para aplazar su despedida, se quedó pasando las páginas hasta que llegó al final del escrito y le sorprendió una nueva peculiaridad.


La tinta era mucho más fresca y de una calidad mucho más pobre que la tinta gruesa y oxidada en la mayor parte del libro; si lo hubiera examinado de cerca, habría dicho que era de fabricación moderna y que estaba escrito muy recientemente, si no fuera por el hecho de que estaba escrito con la misma caligrafía malhumorada de finales del siglo XVII.


Esto, sin embargo, no explicaba la perplejidad, incluso la consternación y el miedo, que ahora sentía mientras miraba la última frase. Decía: Contine te in perennibus studiis, y de inmediato lo reconoció como una etiqueta ciceroniana que se le había grabado en la escuela. No podía entender cómo no se había dado cuenta ayer. Luego recordó que el libro había terminado al pie de una página. Pero ahora las dos últimas oraciones estaban escritas en la parte superior de una página.



Por mucho que las leyera no pudo llegar a otra conclusión que la de que habían sido agregadas la noche anterior. Entonces leyó la frase anterior a la última: Re imperfecta mortuus sum, y tradujo el conjunto como: Morí sin lograr mi propósito. Continúa, tú, los estudios interminables.


Con los ojos todavía fijos en él, el señor Corbett volvió a colocar el libro en el escritorio y se alejó hacia la puerta, con la mano extendida detrás de él, tanteando y luego tirando de la manija de la puerta. Como esta no se abrió, su respiración se convirtió en un grito débil, apenas articulado. Entonces recordó que él mismo la había cerrado con llave, y buscó a tientas la llave con movimientos frenéticos e ineficaces hasta que por fin la abrió y la cerró tras él mientras se precipitaba hacia el pasillo.


Por un momento se quedó allí mirando la manija de la puerta; luego, con un movimiento sigiloso y furtivo, su mano se arrastró hacia ella, la tocó, comenzó a girarla, cuando de repente la retiró y subió precipitadamente a su dormitorio.


Allí se comportó de una manera solo comparable con la época en que había perdido su inocencia cuando era un escolar de dieciséis años. Escondió su rostro en la almohada, lloró, deliró con palabras sin sentido, repitiendo:


—Nunca, nunca, nunca. Nunca lo volveré a hacer. Ayúdame a no hacerlo nunca más.


La palabra «ayúdame» le recordó otras, y comenzó a orar en voz alta. Pero las palabras sonaban confusas, persistían en venir a su cabeza en orden inverso. Se dio cuenta de que estaba diciendo sus oraciones al revés, y ante este absurdo se echó a reír a carcajadas. Se sentó en la cama, encantado de este regreso a la cordura y el sentido común, cuando se abrió la puerta que conducía a la habitación de la señora Corbett y vio a su esposa mirándolo con una cara extraña, gris y tensa, que hizo que ella pareciera el fantasma aterrorizado de su yo usualmente engreído y plácido.


—No son ladrones —dijo con irritación—. He venido tarde a la cama, eso es todo, y debo haberte despertado.


—Henry —dijo la señora Corbett—. ¿No lo escuchaste?


—¿El qué?


—Esa risa.


Él guardó silencio, una precaución instintiva le advirtió que esperara hasta que ella hablara de nuevo. Y así lo hizo, implorándole con la mirada que la tranquilizara.


—No era una risa humana. Era como la risa de un demonio.


Reprimió su violenta inclinación a reír de nuevo. Era más prudente no hacerle saber que lo único que había oído era su risa.


Le dijo que dejara de ser fantasiosa, y la señora Corbett, recuperando poco a poco su docilidad, volvió a obedecer una orden imposible.


A la mañana siguiente, el señor Corbett se levantó antes que los criados y bajó sigilosamente al comedor. Como antes, sólo el diccionario y la gramática permanecieron en la oficina de redacción; el libro estaba de nuevo en el segundo estante.


Lo abrió al final. Se habían añadido dos líneas más, llevando la escritura hasta el centro de la página. Decía: Ex auro canceris In dentem elephantis, que tradujo como: Del dinero del cangrejo al diente del elefante. A partir de ese momento, su conocido en la City notó un cambio en el mediocre, algo flácido y poco emprendedor «viejo Corbett». Su reciente depresión desapareció; parecía haber perdido veinte años. Se veía fuerte, enérgico y alegre, y con una confianza en sí mismo que impactó en los negocios. Esperaron con excitación la inevitable recaída, pero todas sus especulaciones, por salvajes y descabelladas que fueran, resultaron falsas.


Él ya no los evitaba, sino que se desviaba de su camino para mostrar su conciencia de suerte, audacia y vigor, y burlarse de ellos de una manera que comenzó a hacer que le desagradaran activamente. Esto lo acogió con deleite, como un signo de la envidia de los demás y su superioridad. Nunca se quedaba en la ciudad para cenas o teatros, porque ahora siempre tenía prisa por llegar a casa, donde, en cuanto estaba seguro de que no lo molestarían, sacaba el libro del segundo estante del comedor y repasaba las últimas páginas.


Todas las mañanas descubría que se habían añadido unas pocas palabras desde la noche anterior, y siempre formaban, según consideraba, mandatos para él mismo.


Al principio sólo se referían a sus transacciones monetarias, lo que aseguraba sus más atrevidas fantasías, y desde el brillante e imprevisto éxito que había acompañado su apuesta con el dinero del señor Crab [*«cangrejo»] en marfil africano, siguió todos esos consejos sin vacilar. Pero ahora, entremezclados con estos mandatos, había otros de carácter sin sentido, infantil pero repugnante, como los que podría inventar un imbécil, o, debe admitirse, por las ociosas fantasías de cualquier hombre corriente que permita que su imaginación lo haga vagar desenfrenadamente. El señor Corbett se sorprendió al reconocer una de las dos fantasías propias que se le habían ocurrido durante su frecuente aburrimiento en la iglesia y que no había creído que pudiera concebir ninguna otra mente.


En un primer momento no prestó atención a estas instrucciones, pero descubrió que sus nuevas especulaciones declinaban tan rápidamente que se aterrorizó no solo por su fortuna, sino también por su reputación e incluso por su seguridad, ya que estaba involucrado el dinero de varios de sus clientes. Se le aclaró que debía seguir las órdenes del libro o no seguirlas en absoluto, y comenzó a llevar a cabo sus blasfemias pueriles y grotescas con una diversión desdeñosa, que, sin embargo, fue cambiando gradualmente a un sentido de monstruoso significado. Se volvieron más caprichosas y difíciles de ejecutar, pero él nunca dudó en obedecer ciegamente, impulsado por un miedo que no podía comprender.


A estas alturas comprendía el efecto de este libro en los demás a su alrededor, y la razón que había impulsado a su misterioso agente a trasladar los libros al segundo estante para que todos, a su vez, cayeran bajo la influencia de ese conocimiento antiguo y secreto. Al respecto, animó a los niños, burlándose de su estupidez, a que leyeran más, pero no pudo observar que alguna vez sacaran un libro de la estantería del comedor. Él mismo ya no necesitaba leer, sino que se acostaba temprano y dormía profundamente. Las cosas que toda su vida había deseado hacer cuando tuviese suficiente dinero ahora le parecían insípidas.


Su placer más excitante era el olor y el tacto de estas páginas podridas, mientras las pasaba para encontrar el último mensaje. Una noche leyó dos palabras solamente: Canem occide.


Se rio de esta simple y agradable petición de matar al perro, porque le guardaba rencor por su cambio de la devoción a la furtiva aversión. Además, no pudo haber llegado más oportunamente, ya que al abrir un viejo escritorio acababa de descubrir unos paquetes de veneno para ratas comprados años atrás y olvidados. Por lo tanto, nadie sabía de su existencia, y sería fácil envenenarlo sin más sospecha que la del descuido de un vecino. Silbó alegremente mientras corría escaleras arriba para buscar los paquetes, y regresó para vaciar uno en el plato de agua del perro en el pasillo.


Esa noche, la casa se despertó con gritos de terror provenientes de las escaleras. El señor Corbett fue el primero en apresurarse allí, impulsado por la precaución instintiva que siempre lo acompañaba en estos días. Vio a Jean, en camisón, trepando hasta el rellano sobre sus manos y rodillas, agarrándose a cualquier cosa que le brindara apoyo y gritando de una manera asfixiante, sin lágrimas y antinatural. La llevó a la habitación que compartía con Nora, donde la señora Corbett los siguió rápidamente.


No se pudo sacar nada coherente de Jean. Nora dijo que debía haber vuelto a tener su viejo sueño; cuando su padre le preguntó de qué se trataba, ella dijo que Jean a veces se despertaba en la noche llorando, porque había soñado con una mano que pasaba de un lado a otro por la estantería del comedor, hasta que encontraba cierto libro y lo sacaba del estante. En este punto siempre estaba tan asustada que se despertaba.


Al escuchar esto, Jean rompió en nuevos gritos y la señora Corbett no quiso dar más explicaciones. El señor Corbett salió a las escaleras para encontrar lo que había traído a la niña desde su cama. Al mirar hacia el pasillo iluminado, vio el plato del perro volcado. Bajó a examinarlo y vio que el agua que había envenenado debió haber sido revuelta y absorbida por el áspero felpudo, que estaba bastante mojado.


Regresó al cuarto de las niñas, le dijo a su esposa que debía irse a la cama, y que él tomaría su turno para consolar a Jean. Ahora estaba mucho más tranquila. La tomó sobre sus rodillas, donde al principio ella se apartó de él. El señor Corbett recordó con una furiosa sensación de herida que ella nunca se sentaba en sus rodillas. Tuvo que persuadirla para que le dijera lo que quería, y con este objeto la tranquilizó, llamándola por apodos que creía haber olvidado, diciéndole que nada podía lastimarla ahora que estaba con ella.


Al principio le divirtió su inteligencia; rio suavemente cuando Jean enterró la cabeza en su bata. Pero en ese momento lo invadió una sensación incómoda, se aferró a Jean como para protegerla, mientras le aseguraba con tanta suavidad lo suyo. Escuchó con dificultad lo que finalmente la había inducido a decirle.


Ella y Nora habían tenido al perro con ellos toda la noche y lo habían llevado a dormir a su habitación para darse un gusto. Se había tendido a los pies de la cama de Jean y todos se habían ido a dormir. Entonces Jean comenzó a soñar con la mano moviéndose sobre los libros en la estantería del comedor; pero en lugar de sacar un libro, cruzó el comedor y salió a las escaleras. Subió por encima de la barandilla, hasta la puerta de su habitación, giró la manija de la puerta muy suavemente y la abrió. En este punto se despertó de un salto y encendió la luz, llamando a Nora. La puerta que estaba cerrada cuando se fueron a dormir estaba abierta de par en par y el perro se había ido.


Le dijo a Nora que estaba segura de que le pasaría algo terrible si no iba a traerlo de vuelta, y corrió hacia el pasillo, donde lo vio a punto de beber de su plato. Ella lo llamó y él miró hacia arriba, pero no se acercó, así que corrió hacia él. Entonces sintió que algo sujetaba su camisón por detrás, y una mano cerrándose sobre su brazo.


Se cayó y luego subió las escaleras lo más rápido que pudo, gritando todo el camino.


Ahora estaba claro para el señor Corbett que el plato del perro debió haberse revuelto en la refriega. Ella estaba llorando de nuevo, pero esta vez él se sintió incapaz de consolarla. Se retiró a su habitación, donde caminaba de un lado a otro con una agitación que no podía contener, porque encontraba sus pensamientos discutiendo perpetuamente sobre un punto que nunca antes le había preocupado.


—No soy un mal hombre —se repetía a sí mismo—. Nunca he hecho nada realmente malo. Mis clientes no se empobrecen por mis especulaciones, solo se enriquecen. Tampoco he gastado mi nueva riqueza en placeres groseros y sensuales; estos ahora ni siquiera me atraen.


Luego añadió:


—No es tan terrible tratar de matar a un perro si este es un bruto de mal genio. Se volvió en mi contra. Podría haber mordido a Jeannie.


Se dio cuenta de que había pensado en ella como Jeannie, lo que no había hecho durante algún tiempo; debe haber sido porque la había llamado así esta noche.


Debía prohibirle que saliera de su habitación por la noche, no podía permitir que se entrometiera. Sería más seguro para él si ella no estuviera allí.


De nuevo se apoderó de él esa enfermiza y fría sensación de miedo: se agarró al poste de la cama como si se cayera.


—Estaba pensando en un internado —se dijo a sí mismo, y luego—, debo bajar y averiguar... averiguar…


No sabía qué era lo que debía averiguar.



Abrió la puerta y escuchó. La casa estaba en silencio. Se arrastró hasta el rellano y se acercó a la puerta de Nora y Jean, donde de nuevo se quedó escuchando. No se oyó ningún sonido, y en ese momento volvió a sentirse abrumado por un terror irracional. Se imaginó a Jean muy quieta en su cama, demasiado quieta. Se apresuró a alejarse de la puerta, arrastrando los pies en sus pantuflas por el pasillo y bajando las escaleras.


Un fuego brillante todavía ardía en el comedor. Una mirada al reloj le dijo que aún no eran las doce. Se quedó mirando los estantes. En el segundo había un hueco que no estaba allí cuando se fue. Sobre el escritorio había un gran libro abierto. Sabía que debía cruzar la habitación y ver lo que estaba escrito. Luego, como antes, las palabras que no pretendía llegaron sollozando a sus labios:


—No, no, eso no. Nunca, nunca, nunca.


Pero cruzó la habitación y miró el libro. Como la última vez, el mensaje estaba en solo dos palabras: Infantem occide.


Resbaló y cayó hacia adelante contra la cómoda. Sus manos agarraron el libro, lo levantó mientras se recuperaba, y con su dedo trazó las palabras que habían sido escritas. El olor a corrupción se coló en sus fosas nasales. Se dijo a sí mismo que no era un tonto, sino un hombre más fuerte y más sabio que sus compañeros, superior a las emociones comunes de la humanidad, que tenía en sus manos las fuentes del poder antiguo y secreto.


Sabía cuál sería el mensaje. Después de todo, era lo único seguro y lógico que podía hacer. Jean había adquirido conocimientos peligrosos. Ella era una espía, una antagonista. Que ella fuera tan inconsciente, que tuviera ocho años, su hija menor y favorita, eran apelaciones sentimentales que no podían significar ninguna diferencia para un hombre con un poder de razonamiento sensato.


—Todos los que no están conmigo, están en mi contra —repitió en voz baja.


Mataría tanto al perro como a la niña con el veneno que nadie sabía que estaba en su poder. Sería bastante seguro.


Dejó el libro y se dirigió a la puerta.



Lo que tenía que hacer lo haría rápidamente, porque una vez más esa sensación de frío mortal se apoderaba de él. Deseó no tener que hacerlo esta noche; anoche hubiera sido más fácil, pero esta noche ella se había sentado en sus rodillas y lo había asustado. La imaginó tumbada, muy quieta en su cama, demasiado quieta. Pero sería ella quien yaciera allí, no él, entonces, ¿por qué debería tener miedo? Estaba protegido por poderes antiguos y secretos.


Se aferró a la manija de la puerta, pero sus dedos parecían haberse entumecido, ya que no podía girarla. Se aferró, agachado y temblando, inclinándose hasta que se arrodilló en el suelo, con la cabeza debajo del asa que todavía sostenía con las manos en alto.


De repente, las manos se aflojaron y se lanzaron hacia afuera con el gesto frenético de un hombre que cae desde una gran altura, y se puso de pie a trompicones. Tomó el libro y lo arrojó al fuego. Una violenta sensación de asfixia se apoderó de él, sintió que lo estrangulaban, como en una pesadilla intentaba una y otra vez gritar en voz alta, pero su respiración no emitía ningún sonido.


Ya no volvería a respirar. Cayó pesadamente hacia atrás, al suelo, donde quedó muy quieto.


Por la mañana, la criada que vino a abrir las ventanas del comedor encontró a su amo muerto. La sensación que esto provocó no fue tan grande en la City como la que dio el colapso simultáneo de todas las especulaciones recientes del señor Corbett. Se asumió instantáneamente que debía haber tenido conocimiento previo de esto y, por lo tanto, se había suicidado.


El escollo de esta teoría fue que el informe médico definió la causa de la muerte del señor Corbett como estrangulamiento de la tráquea por la presión de una mano que había dejado las marcas de sus dedos en su cuello.


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