viernes, 23 de diciembre de 2022

Navidad en Ganímedes

Navidad en Ganímedes es un cuento de ciencia ficción del escritor estadounidense Isaac Asimov. Fue escrito en diciembre de 1940, publicado por primera vez en el número de enero de 1942 de Startling Stories y reimpreso en la colección de 1972 The Early Asimov y la antología Christmas on Ganymede and Other Stories, editada por Martin H. Greenberg. Fue la vigésima sexta historia escrita por Asimov y la decimonovena en ser publicada.

En su autobiografía In Memory Yet Green, Asimov dijo lo siguiente sobre la Navidad en Ganímedes: "Estaba tratando de ser gracioso, por supuesto. Tenía esta terrible necesidad de ser gracioso, ¿sabes?, y ya me había entregado al humor en más de una historia. Escribir humor, sin embargo, es más difícil que cavar zanjas. Algo puede estar moderadamente bien escrito, o moderadamente lleno de suspenso, o moderadamente ingenioso, y salir adelante en todos los casos. Sin embargo, nada puede ser moderadamente humorístico. Algo es divertido, o no es divertido en absoluto. No hay nada en el medio".

"Navidad en Ganímedes" se incluyó más tarde en una de las primeras líneas de tiempo de Foundation Series que se publicó en Thrilling Wonder Stories junto con la historia" The Portable Star ".

Como indica el título, la historia está ambientada en la luna joviana Ganímedes, la primera historia de Asimov ambientada en ese mundo. En la historia, Ganímedes tiene una atmósfera de oxígeno (que los humanos no pueden respirar del todo) y su propia flora y fauna nativas, incluida una raza nativa moderadamente inteligente, llamada Ossies por su parecido con los avestruces. Hay un asentamiento humano en Ganymede que está dirigido por Ganymedan Products Corporation, que exporta wolframita, hojas de karen y oxite a la Tierra, y que emplea a los Ossies como mano de obra.

Los humanos en Ganímedes se enfrentan a una crisis provocada por Olaf Johnson, quien se inspiró en la inminente temporada navideña para contarles a los Ossies sobre Santa Claus. Ahora los Ossies quieren una visita de Santa y se niegan a trabajar hasta que la reciban. Esto hará que Ganymedan Products no alcance su cuota, lo que le costará a la empresa su franquicia en Ganymede y le costará a sus empleados sus puestos de trabajo. Scott Pelham, el comandante de la base, ordena a sus hombres que organicen una visita de Santa, con Johnson en el papel principal. Se construye un trineo volador con gravo-repulsores y chorros de aire comprimido, y ocho animales locales llamados espinas dorsales, después de recibir una dosis de brandy para mantenerlos dóciles, se enganchan a él para que actúen como renos.. Johnson, vestido vagamente como Papá Noel, se las arregla para llevar el artilugio a una tosca cabaña donde los Ossies lo están esperando. Deja adornos para árboles de Navidad en sus medias, que los Ossies toman como huevos de Santa Claus. Todo parece estar bien, hasta que los Ossies exigen una visita de Santa todos los años, y uno de los hombres se da cuenta de que se refieren a una vez cada revolución de Ganímedes, que es poco más de siete días terrestres.

Asimov escribió "Navidad en Ganímedes" en diciembre de 1940; John W. Campbell lo rechazó y se canceló la compra de Frederik Pohl . Asimov se dio cuenta de que una historia navideña debía venderse en julio para aparecer en Navidad, y en junio de 1941 la vendió a Startling Stories.



Olaf Johnson se distraía canturreando con acento nasal y contemplaba el majestuoso abeto del ángulo de la biblioteca con una expresión soñadora en la porcelana azul de sus ojos. Aunque la biblioteca era la habitación más espaciosa de la Cúpula. Olaf no consideraba que le sobrase ni un palmo de terreno en aquella ocasión. Entusiasmado, hundió la mano en la enorme canasta que tenia al lado y sacó el primer rollo de papel rugoso encarnado y verde.

No se había detenido a indagar cuál había sido el impulso sentimental que impulsó a la Compañía Ganimediana a enviar una colección completa de adornos de Navidad a la Cúpula. Olaf era hombre de temperamento plácido; realizaba la tarea que se había impuesto él mismo de decorador navideño en jefe y estaba contento de su suerte.

De pronto, frunció el ceño y masculló una maldición. La luz indicadora de Asamblea General se encendía y apagaba con ritmo histérico. Con aire ofendido, Olaf dejó el martillo que acababa de empuñar y el rollo de papel plisado; se limpió el cabello de confeti y se dirigió hacia las dependencias de los oficiales.

Cuando Olaf entraba, el comandante Scott Pelham estaba arrellanado en el mullido sillón que presidía la mesa. Sus rechonchos dedos tamborileaban, sin ritmo alguno, en el cristal que la cubría. Olaf sostuvo la mirada furiosa e inflamada del comandante sin ningún temor, puesto que en el transcurso de veinte revoluciones ganimedianas no se había producido la menor anomalía en su departamento.

La habitación se llenaba rápidamente de hombres, y los ojos de Pelham se endurecían a medida que iban contando caras en una mirada circular.

—Ya estamos todos. ¡Señores, nos encontramos ante una crisis! .

Se produjo una vaga agitación. Los ojos de Olaf buscaron el techo, y su ánimo se relajó. La Cúpula sufría el impacto de una crisis en cada revolución del astro, por término medio. Habitualmente, se resolvían en un repentino aumento del cupo de oxita que había que recoger, o versaban sobre la mala calidad de la última recolección de hojas de karen. Sin embargo, las palabras que escuchó a continuación le pusieron tenso.

—Con respecto a la crisis, tengo que hacer una pregunta. —Cuando estaba enfadado, Pelham poseía una voz de barítono profundo, dotada de una estridencia desagradable—. ¿Qué camorrista imbécil les ha contado cuentos de hadas a esos malditos estrucitos?

Olaf carraspeó nervioso, con lo cual se convirtió en el Centro de la atención general.

—Yo…, yo… —balbució; e inmediatamente quedó en silencio. Movía los largos dedos en un gesto desconcertado, como pidiendo auxilio—. Quiero decir que yo estuve ayer allá, después de los últimos…, los últimos… suministros de hojas, debido a que los estrucitos se retrasaban y…

La voz de Pelham adquirió una dulzura engañosa. Pelham sonreía.

—¿Les hablaste a esos indígenas de Papá Noel, Olaf?

Su sonrisa tenía un singular parecido con una mueca de lobo; Olaf se derrumbó. Contestó afirmativamente con un gesto convulsivo.

—¿Ah, sí, les hablaste? ¡Vaya, vaya, les contaste lo de Papá Noel! Que viene en un trineo, cruzando el aire, tirado por ocho renos, ¿eh?

—Bueno…, pues… ¿y no es así? —inquirió Olaf, apabullado.

—Y les dibujaste los renos, para asegurarte bien de que no pudieran confundirse. Además, el hombre lleva una larga barba y un traje encarnado con ribetes blancos.

—Sí, es cierto —respondió Olaf con semblante desconcertado.

—Y trae un gran saco, lleno a rebosar de regalos para los niños y las niñas que han sido buenitos, y desciende por las chimeneas y mete regalos dentro de los calcetines.

—Claro.

—Y también les contaste que está a punto de llegar, ¿verdad? Una revolución más, y nos visitará.

Olaf sonrió apagadamente.

—Sí, comandante, quería decírselo a usted. Voy a arreglar el árbol y…

—¡Cállate! —el comandante respiraba con fuerza, produciendo un sonido sibilante—. ¿Sabes qué se les ha ocurrido a esos estrucitos?

—No, comandante.

Pelham se inclinó sobre la mesa, en dirección a Olaf, y gritó:

—¡Quieren que Papá Noel vaya a verles, a ellos!

Alguien soltó una carcajada, que trocó inmediatamente en una tos asfixiante ante la furiosa mirada del jefe.

—¡Y si Papá Noel no los visita, los estrucitos abandonarán el trabajo! —Y repitió—: ¡No trabajarán… se declararán en huelga!

Después de estas palabras, se terminaron las risas, sofocadas o no, Si en el grupo surgió más de un solo pensamiento, no se manifestó en nada. Olaf tradujo en palabras este pensamiento único:

—Pero ¿y el cupo?

—Eso es, ¿y el cupo? —gruñó Pelham—. ¿Necesitan ustedes que les pinte el cuadro? Ganymedan Products ha de reunir todos los años cien toneladas de wolframita, ochenta toneladas de hojas de karen y cincuenta toneladas de oxita, si no quieren perder la franquicia. Supongo que no hay nadie entre nosotros que lo ignore. Y se da el caso de que el año terrestre actual termina después de dos revoluciones ganimedianas, y en estos momentos llevamos un retraso del cincuenta por ciento.

Hubo un silencio absoluto, horrorizado.

—Y ahora los estrucitos no quieren trabajar, si no los visita Papá Noel. Si no se trabaja, adiós cupo, adiós franquicia ¡adiós empleos! Empapaos de ello, semi-idiotas.

Hizo una pausa, miró a Olaf de hito en hito y añadió:

—A menos que en la próxima revolución tengamos un trineo volador, ocho renos y un Papá Noel. !Y por todas las manchas de los anillos de Saturno, vamos a procurarnos eso precisamente, un Papá Noel!

Diez semblantes adquirieron una lividez espectral.

—¿Ha pensado en alguno, comandante? —preguntó alguien con una voz que en sus tres cuartas partes era un graznido.

—Si, lo cierto es que lo he pensado.

Y se repantigó en el sillón. Olaf Johnson empezó a sudar súbitamente. Tenia los ojos clavados en la punta de un índice que le señalaba.

—¡Oh, comandante! —murmuró con voz trémula. Pero el índice implacable no se movió.

Sim Pierce interrumpió el cuidadoso examen de la última remesa de hojas de karen y proyectó una mirada esperanzada por encima de los lentes.

—¿Qué? —preguntó.

Pelham levantó los hombros.

—Les he prometido su Papá Noel. ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, les he duplicado la ración de azúcar, de modo que han vuelto al trabajo… de momento.

—Quiere decir hasta que el Papá Noel que les prometimos no aparezca. —Pierce dio énfasis a la frase alisando una hoja de karen, muy larga, y pasándosela por delante del rostro al comandante—. Es lo más necio que he escuchado en mi vida. Es un imposible. ¡Papá Noel no existe!

—Pruebe de explicárselo a los estrucitos. —Pelham se desplomó en una silla y su expresión se volvió pétrea y desabrida—. ¿Qué está haciendo Benson?

—¿Se refiere al trineo volador que, según ha dicho, es capaz de armar? —Pierce levantaba una hoja hacia la luz y la miraba con ojo crítico—. Si me lo pregunta, le diré que está chiflado. Esta mañana el viejo cuervo ha bajado al subterráneo y todavía no ha salido de allí. Lo único que sé es que ha destrozado el electrodisociador de recambio. Si le pasa algo al normal, nos quedamos sin oxígeno, ni más ni menos.

—Bueno —Pelham se levantó pesadamente—, yo, por mi parte, deseo que nos asfixiemos de verdad. Sería una manera cómoda de salir de este lío. Voy a bajar.

Salió con paso fatigado y dando un fuerte portazo.

En el subterráneo paseó una mirada a su alrededor, desconcertado.

—¡Eh, Benson! —llamó Pelham.

De debajo del trineo emergió una cara sucia, surcada de chorrillos de sudor, mientras una bocanada de jugo de tabaco salía disparada hacia la omnipresente escupidera del aludido.

—¿Por qué grita de ese modo? —se quejó Benson—. Este es un trabajo delicado.

—¿Qué diablos representa ese estrambótico aparato? —inquirió Pelham.

—Un trineo volador. Ha sido una idea mía —En los ojos llorosos de Benson brillaba el entusiasmo; el bocado de tabaco se desplazó de una mejilla a la otra—. El trineo lo trajeron en los primeros tiempos —siguió diciendo—, cuando creían que Ganímedes estaba cubierta de nieve, como los otros satélites de Júpiter Todo lo que tengo que hacer es adaptarle debajo unos cuantos gravorrepulsores del disociador y, así, cuando se dé la corriente, el trineo quedará sin peso. Unos reactores de aire comprimido harán el resto.

El comandante se mordió el labio inferior con aire dubitativo.

—¿Resultará?

—Claro que si. Muchísima gente ha pensado en utilizar repulsores para los viajes aéreos; pero resultan ineficaces, especialmente en campos gravitatorios considerables. Aquí, en Ganímedes, con un campo de gravedad de un tercio de g y una atmósfera tenue, basta un niño podría propulsarlo.

—De acuerdo, pues. Mira aquí. Tenemos montones de esta madera violeta indígena, llama a Charlie Finn y dile que coloque el trineo sobre una plataforma de esa madera. Cuidará de que sobresalga por la parte delantera unos seis metros o más, y en la parte saliente deberá haber una barandilla.

—¿Qué se propone, comandante?

Las carcajadas de Pelham sonaban como ladridos breves, roncos.

—Esos estrucitos esperan renos, y renos van a tener. Pero los animales tendrán que apoyarse sobre algo, ¿no te parece?

—Sin duda… Pero ¡espere, alto ahí! En Ganímedes no hay renos.

El comandante Pelham, que ya salía, se detuvo. Los ojos se le empequeñecieron ominosamente, como solía suceder cuando se acordaba de Olaf Johnson.

—Olaf ha salido a coger ocho lomospinosos. Tienen cuatro patas, una cabeza en una punta y una cola en la otra. El parecido es suficiente para los estrucitos.

El viejo ingeniero meditó esta información y soltó una risita malévola.

—¡Estupendo! Deseo que el maldito imbécil se divierta de veras con esa tarea.

—Yo también —rechinó Pelham.

Y salió con paso majestuoso mientras Benson, todavía riendo, volvía a deslizarse bajo el trineo.

La descripción que el comandante había hecho de un lomoespinoso era concisa y exacta, aunque omitía varios detalles interesantes. En primer lugar, un lomoespinoso tiene el hocico largo y móvil, dos orejas grandes que se balancean suavemente hacia delante y hacia atrás, y dos ojos violeta muy vivos. Los machos poseen a lo largo de la columna vertebral unas espinas plegables de un color carmesí fuerte que parecen embelesar a la hembra de la especie. Combinen estos factores con una cola musculosa y cubierta de escamas y un cerebro nada mediocre, y tendrán un lomoespinoso… o, al menos, lo tendrán si logran cazar alguno.

Una idea similar fue la que se le ocurrió a Olaf Johnson mientras descendía sigilosamente de la eminencia rocosa para acercarse a un rebaño de veinticinco lomospinosos que merodeaban por los escasos y ásperos arbustillos. Los lomospinosos más cercanos levantaron la vista para contemplar la grotesca figura de Olaf, cubierto de pieles y con la mascarilla de oxígeno, que se aproximaba. Sin embargo, como los lomospinosos no tienen enemigos naturales, se limitaban a contemplar aquella figura con lánguidos ojos de desagrado y pronto volvieron a ocuparse de su reseco pero nutritivo manjar.

Olaf tenía únicamente unas ideas muy someras de cómo cobrar piezas mayores. Así pues, hurgó en el bolsillo en busca de un terrón de azúcar, se lo puso en la palma de la mano y lo ofreció diciendo:

—¡Toma, bonito, bonito, bonito!

Las orejas del animal más próximo se doblaron en expresión de enojo. Olaf se acercó más y volvió a ofrecer el terrón.

—¡Ven, bonito! ¡Ven, bonito!

El lomospinoso divisó el azúcar, y los ojos le bailaron. El morro se le contrajo, mientras escupía el último bocado de vegetación y se aproximaba. Estirando mucho el cuello, olisqueó. Después, mediante un movimiento rápido y experto, golpeó la extendida mano con el hocico y se metió el azúcar en la boca. La otra mano de Olaf descendió rauda… sobre el vacío.

Con aire ofendido, el hombre ofreció otro terrón.

—¡Aquí, Príncipe! ¡Aquí, Fido!

El animal hizo salir de la profundidad de su garganta un sonido bajo, trémulo. Era, sin duda, de placer. Evidentemente, aquel monstruo extraño que tenia delante había perdido el seso y se proponía regalarle eternamente con aquellos terrones de suculencia concentrada. Pegó el tirón y retrocedió con la misma presteza de la primera vez. Pero como Olaf agarraba firme, ahora, poco le faltó para que el lomospinoso se llevara al mismo tiempo la mitad de un dedo.

El alarido que soltó Olaf carecía de la despreocupación necesaria en tales ocasiones. De todos modos, un mordisco que se siente a través de unos guantes recios, ¡es un señor mordisco!

Olaf avanzó resueltamente hacia la bestia. Hay cosas que encienden la sangre a un Johnson y despiertan en su ser el antiguo espíritu de los vikingos. Una de ellas es la de que a uno le muerda el dedo un animal no terrícola.

Mientras retrocedía lentamente, había en los ojos del lomospinoso una mirada indecisa. Ya no le ofrecían más terroncitos blancos, y no sabia qué iba a suceder luego. La incertidumbre se despejó mucho más pronto de lo que se figuraba, cuando dos enguantadas manos descendieron hacia sus orejas y tiraron. El animal emitió una especie de ladrido agudo y se lanzó a la carga.

Un lomospinoso tiene su dignidad. No le gusta que le tiren de las orejas, y mucho menos cuando otros de su especie, entre los cuales figuran varias hembras sin compromiso, han formado corro y están mirando.

El terrícola cayó de espaldas y permaneció un rato en esta postura. Entretanto, el lomospinoso retrocedió unos pasos con aire caballeresco, permitiendo que Johnson se pusiera en pie.

A Olaf, la antigua sangre vikinga se le encendió todavía más. Después de frotarse el punto magullado por el cilindro de oxígeno al chocar contra el suelo, dio un salto, olvidándose de tomar en consideración la gravedad ganimediana. Con lo cual voló metro y medio por encima del lomo del animalito.

En los ojos del lomospinoso brillaba una espantada admiración mientras contemplaban a Olaf; era, en efecto, un salto majestuoso. Aunque también había cierta extrañeza en su mirada. La maniobra parecía baladí, sin objetivo.

Olaf volvió a caer de espaldas, con el cilindro en el mismo sitio. Empezaba a sentirse un poco incómodo. Del circulo de espectadores se elevaban unos sones muy parecidos a risitas burlonas.

—¡Podéis reíros! —musitó con amargura—. Todavía no he empezado a luchar.

Luego se acercó al lomospinoso pausada, cautelosamente. Describió un círculo, buscando el momento oportuno. El animal le imitó. Olaf lanzó una finta, y el lomospinoso le esquivó. A continuación el bicho se encabritó para el ataque, y entonces fue Olaf quien tuvo que esquivarle.

Al ingeniero se le ocurrían continuamente nuevas palabrotas feas. El ¡U—r—r—r—r!, ronco que salía de la garganta del lomospinoso parecía completamente despojado del espíritu fraternal que se suele asociar con la Navidad.

De pronto se percibió un sonido sibilante. Olaf sintió que algo chocaba contra su cráneo, detrás de la oreja izquierda. Esta vez dio un salto mortal de espaldas y aterrizó sobre la nuca. Los espectadores relincharon a coro, y el lomospinoso movió la cola triunfalmente.

Olaf se desprendió de la impresión de estar flotando por un espacio ilimitado y tachonado de estrellas y se puso en pie tambaleando.

—¡Oye —protestó—, eso de utilizar la cola es jugar sucio!

Y como la cola en cuestión se disparaba hacia delante una vez más, él retrocedió de un salto y enseguida se lanzó en plancha contra las piernas del animal. Al cogerlas, advirtió que el lomospinoso se caía de espaldas con un ladrido indignado.

Ahora se trataba ya de un problema de músculos terrícolas contra músculos ganimedianos, y Olaf se convirtió en un hombre con la fuerza de un bruto. Después se levantó con dificultad, y el lomospinoso se halló descansando sobre los hombros de aquel extraño.

Los otros lomospinosos dejaron paso al terrícola con semblantes tristes. Evidentemente, eran buenos amigos del cautivo y les disgustaba haberle visto perder la pelea. Así pues, retornaron a su ramoneo con filosófica resignación, claramente convencidos de que el destino lo había dispuesto de aquel modo.

Unas horas después, cuando había acorralado ya al octavo lomospinoso, estaba en posesión de una técnica adquirida mediante una larga práctica, y habría podido dar muchas indicaciones a un cow-boy terrestre sobre la manera de tumbar una ternera fugitiva. También habría podido dar lecciones a un descargador de puerto sobre el arte de soltar juramentos, sencillos o complicados.

Era Nochebuena, y por toda la Cúpula ganimediana imperaban un ruido ensordecedor y una loca excitación, como una Nova que estallara, equipada para el sonido. Alrededor del herrumbroso trineo, montado en la gran plataforma de madera roja, cinco terrestres libraban una batalla encarnizada con un lomospinoso.

El animal tenía opiniones concretas sobre la mayoría de las cosas, y una de sus convicciones más arraigadas y claras era la de que jamás iría adonde no quisiera ir. Así lo expresaba palmariamente disparando la cabeza, la cola, tres espinas y cuatro patas en todas las direcciones posibles y con toda la fuerza de que disponía.

Pero los terrestres insistían, y no con mucha ternura. A pesar de los ruidosos y angustiados chillidos, el lomo espinoso fue izado a la plataforma, situado en su puesto y sujetado con unos arneses hasta dejarle perfectamente impotente.

—¡Muy bien! —gritó Peter Benson—. Traed la botella. Sujetando el morro del animal con una mano, le metió la botella debajo con la otra. El lomospinoso se estremeció ansioso y lanzó un trémulo gemido. Benson le echó al gaznate unos chorros de liquido. Se oyó el ruido de la deglución, y luego un relinchito de gusto. El animal estiraba el cuello pidiendo más.

—Nuestro mejor brandy, precisamente — suspiró Benson, retirando la botella y poniéndola vertical. Había quedado medio vacía.

—¡Traed el siguiente! —chilló Benson. Al cabo de una hora, los ocho lomospinosos eran otras tantas estatuas catalépticas. Entretanto, los terrestres les ataban ramas bifurcadas a las cabezas. Resultaba un remedo tosco y sólo aproximado, pero serviría.

Cuando Benson iba a preguntar dónde estaba Olaf Jonson, este digno caballero apareció, traído en vilo por tres camaradas, luchando con tanto denuedo como cualquiera de los lomospinosos. Aunque sus gritos de protesta resultaban perfectamente articulados.

—¡No iré a ninguna parte con este traje! —rugía, clavando la mirada en el ojo más cercano—. ¿Me oyen?

Llevaba el traje convencional de Papá Noel. Lucía unas prendas tan encarnadas como se había podido lograr cosiendo papel-tela rojo sobre su chaqueta espacial. El armiño era blanco como algodón en rama, precisamente porque era eso. La barba, más algodón en rama pegado sobre una base de tela que colgaba holgadamente de sus orejas. Con este adorno debajo y la máscara de oxígeno encima, hasta los más esforzados tenían que apartar la vista.

Nadie había puesto a Olaf ante un espejo. Pero entre lo que veía de su propia persona y lo que le susurraba el instinto, habría saludado a una inflamada centella como a una hermana.

A fuerza de empujones, le subieron al trineo. Muchos se prestaron a ayudar, hasta conseguir que el pobre Olaf no fuera sino un retorcimiento apresado y una voz sofocada.

—Soltadme —decía con palabra confusa—. Soltad me y venir uno por uno. ¡A ver si os atrevéis!

Y trató de esgrimir un poco los puños para hacer resaltar su osadía. Pero la multitud de manos que lo sujetaban le dejaba incapacitado para mover ni un solo dedo.

—¡Adentro! —ordenó Benson.

—¡Váyase al diablo! —jadeó Olaf—. No voy a meterme por ningún patentado atajo hacia el suicidio; de modo que ya se puede mover a su maldito trineo volador y…

—Escucha —le interrumpió Benson—. El comandante Pelham te está esperando al final del trayecto, y si no te presentas allá antes de media hora, te despellejará vivo.

—El comandante Pelham se puede llevar el maldito trineo y…

—¡Entonces, piensa en tu empleo! Piensa en tus ciento cincuenta semanales. Piensa que de cada dos años, tienes uno de vacaciones con el sueldo íntegro. Acuérdate de Hilda, allá en la Tierra, y piensa que si no tienes empleo, no se casará contigo. ¡Piensa en todo eso!

Johnson pensó, y restañó los dientes. Pensó un poco más, subió al trineo, ató bien el saco y puso en marcha los gravorrepulsores. Después, con una maldición horrible, abrió el retropropulsor.

El trineo partió disparado y él se agarró para no caer hacia atrás y saltar fuera del vehículo, de lo que se libró por muy poco. En lo sucesivo, se cogía a los costados, viendo cómo los montes de su entorno subían y bajaban a cada movimiento del inestable trineo.

Al levantarse el viento, las ondulaciones todavía se acusaron más, y cuando Júpiter asomó en el firmamento, su luz amarilla destacó todos los cortes y grietas del suelo, hacia cada uno de los cuales, sucesivamente, parecía dirigirse el trineo. En el momento en que el planeta gigante hubo emergido por completo sobre el horizonte, los lomospinosos empezaron a librarse del calamitoso efecto de la bebida, que desaparece de los organismos ganimedianos con la misma rapidez con que se apodera de ellos.

El primero en volver en si fue el lomospinoso de más atrás. El animalito advirtió el sabor que le quedaba en la boca, hizo una mueca de disgusto y renunció definitivamente a la bebida. Tomada esta resolución, se fijó bien, con gesto lánguido, en el entorno en que se hallaba. Al principio no se sorprendió. Pero después, poco a poco, alboreó en su conciencia el hecho de que la base sobre la que se sostenía, fuese cual fuere, no era el estable suelo habitual del sólido Ganímedes. Esta nueva base se levantaba e inclinaba, lo cual se le antojó muy inusitado.

Su angustioso chillido de horror y desesperación hizo recobrar el seso a sus demás congéneres, aunque fueran unos sesos un tanto doloridos. Durante un rato se trabó una confusa conversación de enmarañados graznidos, mientras los pobres animales trataban de expulsar el dolor fuera de sus cabezas e introducir en ellas la realidad que estaban viviendo. Logrados ambos objetivos, se organizó una estampida. Más bien un conato de estampida, porque los lomospinosos estaban sólidamente atados, y descartando la posibilidad de llegar a ninguna parte, realizaban todos los movimientos a galope tendido, y el trineo se desbocó.

Olaf se mesó la barba un segundo, antes de que se le desprendiera de las orejas.

—¡Eh! —gritaba. Era lo mismo que decirle ¡Tate! ¡Tate! a un huracán.

El trineo se encabritaba, daba saltos de carnero y bailaba un tango histérico. Se lanzaba en arranques repentinos, como si tuviera ganas de aplastar sus sesos de madera contra la corteza de Ganímedes. Entretanto, Olaf rezaba, blasfemaba lloraba y ponía en marcha todos los chorros de aire comprimido a la vez.

Ganímedes giraba furiosamente; Júpiter era una mancha loca. Quizá fuera el espectáculo de Júpiter bailando de aquel modo lo que tranquilizó a los lomospinosos. O acaso fuese que ya nada les importaba un comino. Pero, por un motivo u otro, se quedaron quietos, se dirigieron altisonantes discursos de despedida unos a otros, confesaron sus pecados y esperaron la muerte.

El trineo se estabilizó, y Olaf recobró el aliento. Sólo para perderlo de nuevo al contemplar el curioso espectáculo de los montes y el suelo firme arriba, y un firmamento oscuro y un Júpiter dilatado allá abajo.

En este momento fue cuando, a su vez, también él se puso en paz con el Eterno, y aguardó el fin.

Estrucito es la abreviación del diminutivo de avestruz, que es lo que parecen los ganimedianos, exceptuando que tienen el cuello más corto, la cabeza más grande y las plumas se diría que están a punto de salírseles de la piel.

Cincuenta de ellos se hallaban en el edificio bajo de madera púrpura que les servía de sala de reuniones—.

En la plataforma de tierra de la parte delantera del local —oscurecido por las encendidas antorchas de madera púrpura, que, además de humo desprendían un olor fétido— estaban sentados el comandante Scott Pelham, y cinco de sus hombres. Delante de ellos se pavoneaba el estrucito más desaliñado de todos, hinchando el enorme pecho con sonido rítmico, estentóreo.

El estrucito se detuvo un momento para señalar un orificio irregular practicado en el techo.

—¡Mirad! —graznó—. Chimenea. Hicimos nosotros. Papanel entra.

(No sería preciso explicar que Papanel era su manera de pronunciar Papá Noel.)

Pelham emitió un inarticulado sonido de aprobación. El estrucito soltó una risita dichosa, señalando los saquitos de hierba tejida que colgaban de las paredes. Y siempre con su habla defectuosa que no sabríamos reproducir exactamente, continuó:

—¡Mirad! Medias. ¡Papanel pone regalos!

—Sí —exclamó Pelham sin el menor entusiasmo—. Chimenea y medias. Muy bonito —hablaba por el ángulo de la boca, dirigiéndose a Sim Pierce, sentado a su lado—. Media hora más en este sumidero me mataría. ¿Cuándo llegará ese tonto?

Pierce se revolvía inquieto.

—Mire —dijo—. Yo hice unos cálculos. Estamos a salvo en todo, excepto en hojas de karen; todavía nos faltan cuatro toneladas más. Si podemos terminar esta necia aventura antes de una hora, y que el próximo turno empiece y les sacamos doble rendimiento a los estrucitos, acaso llenemos el cupo.

—Poco más o menos —respondió Pelham malhumorado—. Eso si Johnson llega sin armar nuevos jaleos.

El estrucito hablaba de nuevo. Porque a los estrucitos les gusta mucho hablar. Decía con aquel lenguaje suyo tan deficiente:

—Navidad llega todos los años. Navidad bonito, todo el mundo amigo. A estrucito le gusta Navidad. ¿A vosotros os gusta Navidad?

—Sí, estupendo —Pelham enseñaba los dientes en una mueca cortés—. Paz en Ganímedes, buena voluntad para todos los hombres especialmente para Jhonson, y de paso. ¿dónde diablos estará el muy idiota?

El comandante era presa de una enojada agitación, mientras el estrucito daba saltos con aire muy sensato, evidentemente sólo por el gusto de ejercitarse. Y así continuó, alternando los brincos con unos pasitos de danza, hasta que Pelham dio muestras de querer estrangular a alguien. Sólo un graznido procedente del agujero de la pared, dignificado Con el nombre de ventana, salvó a Pelham de cometer un estruciticidio. Los estrucitos se revolvían y apiñaban, y los terrícolas pugnaban por ver.

Sobre el gran disco amarillo de Júpiter se recortaba la silueta de un trineo volador, con sus renos correspondientes. Todavía se veía muy pequeño, pero no cabía duda: Papá Noel estaba llegando.

Una sola irregularidad se apreciaba en el cuadro: trineo, renos y todo lo demás, descendiendo a una velocidad aterradora, volaban cabeza abajo.

Los estrucitos se derretían en una cacofonía de graznidos.

—¡Papanel! ¡Papanel! ¡Papanel!

Y saltaban por la ventana como una colección de plumeros quitapolvos dotados de vida… y enloquecidos. Pelham y sus hombres utilizaron la baja puerta.

Pelham gritaba furioso, incoherentemente, asfixiándose en la enrarecida atmósfera cada vez que se olvidaba de respirar por la nariz. Luego se interrumpió y se quedó mirando con ojos horrorizados. El trineo, ya casi de tamaño natural ahora, caía en vertical. Si hubiera sido una flecha disparada por Guillermo Tell no habría apuntado más exactamente al entrecejo del comandante. Este gritó:

—¡Cuerpo a tierra, todos! —echándose al suelo. El viento del paso del trineo producía un silbido agudo y le azotaba el rostro. Por un instante, se escuchó la voz de Olaf, estridente e ininteligible. Los chorros de aire comprimido dejaban estelas de vapor de agua, que se condensaban.

Pelham yacía estremecido, abrazando la helada corteza de Ganímedes. Luego se levantó despacio, sus rodillas temblaban como las de una muchacha hawaiana bailando el hula-hula. Los estrucitos, que se habían dispersado ante el vehículo en descenso, volvieron a reunirse. Allá a lo lejos, el trineo viraba hacia ellos.

Dentro del trineo, Olaf trabajaba como un demonio. Con las piernas muy separadas, cargaba su peso alternativamente sobre ellas. Sudando y maldiciendo, esforzándose en no mirar «abajo» a Júpiter, conseguía que el aparato se columpiara de un modo cada vez más loco. Ahora describía un ángulo de 180 grados, y Olaf notaba que su estómago protestaba enérgicamente.

Aguantando la respiración, hundió con fuerza el pie derecho y notó que el trineo se balanceaba mucho más. Cuando alcanzó el punto más alto, cerró el gravorrepulsor y, en la débil gravedad de Ganímedes, el trineo descendió con una sacudida. Debido al gravorrepulsor de metal, el trineo tenía el peso mayor en el fondo, lo cual hizo que, al caer, se pusiera cabeza arriba.

Aunque eso no significó un gran alivio para el comandante Pelham, que se encontró dé nuevo en la misma trayectoria del vehículo.

—¡A tierra! —chilló, tendiéndose otra vez.

El trineo pasó por encima con un iuiii—issh agudo; fue a chocar con una piedra enorme, emitiendo un fuerte crack; saltó unos ocho metros por el aire; descendió luego con un Tuussh y un bang, y Olaf saltó por encima de la barandilla, fuera del vehículo.

Papá Noel había llegado.

Con una inspiración profunda y estremecida. Olaf se echó el saco al hombro, se colocó bien la barba y dio una palmadita en la cabeza a uno de los pobres lomos pinosos, que sufrían en silencio. Era posible que la muerte estuviese en puertas (lo cierto es que Olaf casi la deseaba), pero él moriría noblemente, de pie, como un Johnson.

Dentro del barracón, en el que se habían apiñado una vez más los estrucitos, un pum anunció la llegada del saco sobre el tejado, y un segundo pum la de Papá Noel en persona. En el improvisado agujero del techo apareció el fantasma de un rostro, que chilló:

—¡Feliz Navidad! —y rodó al suelo.

Olaf aterrizó sobre los cilindros de oxígeno, como de costumbre, y volvió a colocárselos en el sitio habitual.

Los estrucitos saltaban de acá para allá como pelotas de goma, por el prurito de la curiosidad.

Cojeando notablemente, Olaf se acercó a la primera media y depositó en ella la pintarrajeada esfera que había extraído del saco, una de las muchas destinadas en principio a adornar un árbol de navidad. Después, una tras otra, fue depositando las demás en las medias que encontró preparadas.

Terminado el trabajo, se dejó caer en cuclillas, agotado, y en esa posición siguió las ceremonias subsiguientes con ojo vidrioso. El alborozo y el buen humor que hace retemblar los vientres, característicos y tradicionales, faltaban por completo en la presente celebración.

Aunque los estrucitos compensaban semejante falta con sus éxtasis desenfrenados. Hasta que Olaf hubo depositado el último globito, permanecieron quietos en sus asientos. Pero cuando hubo terminado, el aire se hinchó y estremeció con las tensiones de los alaridos discordantes en que prorrumpieron. Al cabo de medio segundo, cada estrucito tenía su globo en la mano.

El estrucito más desaliñado se acercó al comandante Pelham y le tiró de la manga.

—Papanel, bueno —cacareó—. ¡Mira, deja huevos! —Fijó en su esferita una mirada reverente, y añadió siempre en su jerga semincomprensible: —Más bonitos que los huevos de estrucito. Deben de ser huevos de Papanel, ¿eh?

Y clavó un dedo pellejoso en el estómago de Pelham.

—¡No! —chilló el comandante—. ¡No, diablos, no!

Pero el estrucito no le escuchaba. Hundió profundamente el globo en el cálido refugio de sus plumas y dijo:

—Bonitos colores. ¿Cuánto tardan los Papanel en salir? ¿Y qué comen los pollitos de Papanel? —luego levantó la vista—. Los cuidaremos bien. Enseñaremos a los pequeñitos Papanel y los haremos listos y llenos de cerebro como buenos estrucitos.

Pierce cogió al comandante Pelham por el brazo.

—No discuta con ellos —le susurró con vehemencia—. ¿Qué le importa a usted si creen que eso son huevos de Papá Noel? ¡Venga! Si trabajamos como locos, todavía podemos llenar el cupo. Empecemos.

—Es cierto —reconoció Pelham. Y, volviéndose hacia el estrucito, añadió: —Diles a todos que se pongan en marcha —gritando fuerte y claro, les dijo—: Ahora, trabajad. ¿Comprendéis? ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Vamos!

Y hacia el ademán con ambos brazos. Pero el estrucito desaseado se había parado repentinamente, y decía con gran calma:

—Nosotros trabajamos, pero Johnson dice que Navidad llega todos los años.

—¿No te basta con una sola Navidad? —regañó Pelham.

—¡No! —graznó el estrucito—. Nosotros queremos Papanel todos los años. El año que viene, más huevos, y el otro año, y el otro año, y el otro. Más huevos. Más huevos de Papanel. Si Papanel no viene, no trabajamos.

—Falta mucho tiempo todavía —dijo Pelham—. Por entonces discutiremos la cuestión. Por aquellas fechas, o yo ya estaré loco de remate, o vosotros habréis olvidado todo esto.

Pierce abrió la boca, la cerró; la abrió de nuevo, la volvió a cerrar, la abrió una vez más, y por fin logró sacar las palabras:

—Quieren que venga todos los años, comandante.

—Lo sé. Pero el año próximo ya no se acordarán.

—No lo comprende. Para ellos, un año es una vuelta de Ganímedes alrededor de Júpiter. Medida según el tiempo terrestre, son siete días y tres horas. Quieren que Papá Noel venga todas las semanas.

—¡Todas las semanas! —Pelham se le hizo un nudo en la garganta—. ¿Johnson les dijo…?

Por un momento, todo se convirtió en un centelleo de saltos mortales ante sus ojos. Se le cortaba la respiración; automáticamente, su mirada buscó a Olaf.

Este sintió un frío que se le filtraba hasta la médula de los huesos. Se levantó con aprensión y se escabulló hacia la salida. Ya en la puerta, se detuvo; le había venido súbitamente a las mientes lo que ordena la tradición. Con la barba colgándole y con voz de rana, canturreo:

—¡Felices Navidades a todos; buenas noches a todo el mundo!

Y corrió hacia el trineo como si le persiguieran todos los diablos del infierno. Los diablos no le siguieron, pero el comandante Pelham, sí.



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