Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en abogado.
Al principio, estudiaba durante diez horas diarias; desde que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde. Sólo dedicaba media hora a comer apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo suavemente de la austeridad de sus libros, pero su ardor parecía más bien aumentar que disminuir. Hablé seriamente con él, le sugerí que tomara un descanso, aunque fuera sólo una tarde de ocio leyendo una novela; pero él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.
—Me cuidaré —dijo—, no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que me regalaste, y garabateando tonterías. No, no; no me cargaré de trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba, sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor. El doctor Haberden me animó, después de la consulta.
—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come de prisa y vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se preocupe.
Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda. Pero Francis le tenía mucha simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena. Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que había perdido el tiempo.
—He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho —decía, riéndose—; creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la Biblioteca Nacional.
He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté— Podríamos salir pasado mañana, si te parece.
—No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía, y supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu francés. Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que eso no nos servirá de nada.
Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador, como, si fuera un vino de la cava más selecta.
—Tiene algún sabor especial? —pregunté.
—No; es como si fuera sólo agua.
Se levantó de la silla y empezó a pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.
—¿Vamos al salón a tomar café? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?
—No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable. Mira ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de vuelta, pero me llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te veo más tarde.
La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la calle, balanceando su bastón, y me sentí agradecida con el doctor Haberden por esta mejoría. Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.
—Caminé sin pensar adónde iba —dijo— gozando de la frescura del aire, y vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más transitados. Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un antiguo compañero de la universidad, y después... bueno, nos fuimos por ahí a divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. Me he citado con Orford para esta noche; algunos amigos nos reuniremos en el restaurante. Sí, me divertiré durante una semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después tú y yo haremos nuestro pequeño viaje.
Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los barrios alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en un excelente crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya de París, pues claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me alegré, pero no dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba algo que me desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio sobrevino poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero yo ya no le oía hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando desayunábamos juntos, lo miré de pronto a los ojos y vi a un extraño frente a mí.
—¡Oh, Francis! —exclamé— ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?
Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y por un extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por primera vez, y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre.
Sin embargo, luché contra esos pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí presionarlo para que fijara el día de comenzar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando tranquilamente, y mi hermano acababa de tomar su medicina, que no había suspendido para nada. iba yo a abordar el tema, cuando las palabras desaparecieron de mi mente, y me pregunté por un segundo qué peso helado e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba como si me hubieran encerrado viva en un ataúd.
Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían entre sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan bien recordaba; y en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles de casas apareció el horrible resplandor de las llamas: espeluznantes remolinos de nubes retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises como el vaho que se desprende de una ciudad humeante y una luz maligna brillando en las alturas con las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago de sangre. Volví los ojos a mi hermano; las palabras apenas se formaban en mis labios, cuando vi su mano sobre la mesa.
Entre el pulgar y el índice tenía una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques y el color de un moretón. Sin embargo, por algún sentido indefinible, supe que no era un golpe.
¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama fuese negra como la noche... sin pensamiento ni palabras, el horror me invadió al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era un estigma. Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se oscureció como si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió, me encontraba sola en la silenciosa habitación. Poco después, pude oír cómo salía mi hermano. A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor Haberden, y en su amplio consultorio, mal iluminado por una vela que el doctor trajo consigo, con labios trémulos y voz vacilante pese a mi determinación, le conté todo lo que había sucedido desde el día en que mi hermano comenzó a tomar la medicina hasta la horrible marca que había descubierto hacía apenas media hora. Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una expresión de gran compasión en su rostro.
—Mi querida señorita Leicester —dijo— usted se ha angustiado por su hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro, ¿no es así?
—Sí, me tiene preocupada —dije—. Desde hace una o dos semanas no he estado tranquila.
—Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.
—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.
—Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación. Mañana lo comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que siempre estoy a su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a mi alcance. No dude en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.
Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor, y sin saber que hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día siguiente, le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón oprimido, que llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en la que había visto aquella mancha de fuego negro.
—¿Qué tienes en la mano, Francis? —le pregunté con firmeza.
—Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre. Me lo vendé lo mejor que pude.
—Yo te lo curaré bien, si quieres.
—No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos? Tengo mucha hambre.
Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en sus ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que aquella expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era una ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos agobiados, y, en el transcurso de la mañana, fui de nuevo a la casa del médico. El doctor Haberden movió la cabeza contrariado e incrédulo, y pareció reflexionar durante unos minutos.
—¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron hace tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra bien? Y, a propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con Sayce? Nunca envío a nadie allí; el anciano se está volviendo descuidado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar con él.
Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.
—Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta receta mía al señor Leicester —dijo el doctor, entregándole al anciano un pedazo de papel.
—Sí —dijo—, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y la he tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.
—Por favor, déjeme ver el preparado —dijo Haberden.
El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el contenido y miró con extrañeza al anciano.
—¿De dónde sacó esto? —dijo—. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que ésta no es la medicina correcta.
—La he tenido mucho tiempo —dijo el anciano, aterrado—. Se la compré a Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he tenido desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.
—Sería mejor que me lo diera —dijo Haberden—. Me temo que ha habido una equivocación.
Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el frasco envuelto en papel.
—Doctor Haberden —dije, cuando ya llevábamos un rato caminando.
—Sí —dijo él, mirándome sombríamente.
—Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante poco más de un mes.
—Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa.
Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada comunes.
—Bueno —dijo al fin—. Todo esto es muy extraño. Es natural que se sienta alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo. Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana, aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante, está por ver qué contiene realmente este frasco.
Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.
—Sí —dijo—. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma escamitas. Pero huélalo.
Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño, empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.
—Lo mandaré analizar —dijo Haberden—. Tengo un amigo que se dedica a la química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y procure no pensar más en eso.
Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.
—Ya me he divertido lo suficiente —dijo con una risa extraña— y debo volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso adecuado, tras una dosis tan sobrecargada de placer —sonrió para sí mismo. Poco después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.
El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.
—No tengo ninguna noticia especial para usted —dijo—. Chambers está fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la sustancia. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.
—Está en su habitación —dije—. Le diré que está usted aquí.
—No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin y al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.
El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta, abrirse ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante más de una hora, y la quietud se volvía cada vez más intensa. Oí arriba el ruido de una puerta que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor y se detuvieron ante la puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara, en un espejo, demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta. Había un indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo de una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.
—He visto a ese hombre —comenzó, en un áspero susurro—. Acabo de pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra fortaleza... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! —y se cubrió el rostro con las manos para apartar de sí alguna horrible visión—. No me mande llamar otra vez, señorita Leicester —dijo, recobrando un poco la compostura—. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.
Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a su casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la mañana. Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su comida afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados.
Desde aquel día, me pareció que el arbitrario concepto que llamamos tiempo había desaparecido para mí. Vivía con la continua sensación de horror, llevando a cabo mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los criados. De vez en cuando salía a pasear una hora o dos y luego volvía a casa. Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de la habitación de arriba, y, temblando, esperaba que se abriera.
He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que debieron transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden, cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas de las hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de las flores hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un momento a esperar que pasara un carro y miré por casualidad hacia las ventanas. instantáneamente se llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frias; el corazón me dio un vuelco y cayó en un pozo sin fondo, y me quedé sobrecogida de un terror sin forma ni figura.
Extendí ciegamente una mano en la oscuridad para no caer, mientras, las piedras temblaban bajo mis pies, perdían consistencia y parecían hundirse. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó a contemplar el mundo. No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo semejante; era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron desde el centro de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de todo el mal y la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil, sin fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el horror. Al llegar a la puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.
—¡Francis, Francis! —grité—. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis, arrójala fuera de aquí!
Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el sonido de una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas pude entender.
—Aquí no hay nada —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.
Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme.
Me senté en silencio, consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer instante de terror antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y, súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban cerrando, pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no había dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la empujaba. El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en mis sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo. Me horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia vivía con mi hermano.
Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto recelo que hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la puerta y después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin obtener respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído.
Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que no oía ruido alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la penumbra del atardecer. El salón donde me encontraba se fue poblando de tinieblas, cuando un alarido terrible desgarró el silencio y oí unos precipitados pasos escabullirse por la escalera.
Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se quedó delante de mí, pálida y temblorosa.
—¡Oh, señorita Helen! —murmuró—. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!
La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su mano.
—No te comprendo —dije—. ¿Quieres explicarte?
—Estaba arreglando su habitación hace un momento —comenzó—. Estaba cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo encima de mí.
Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.
—Ven conmigo —dije—. Trae tu vela.
La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una mancha negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible que empapaba la blanca ropa de mi cama. Me lancé escaleras arriba y toqué con fuerza la puerta.
—¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?
Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó. A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo. Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.
—En recuerdo de su padre —dijo finalmente—, iré con usted, aunque nada puedo hacer por él.
Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el rostro del doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos. No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él llamó con voz fuerte y decidida:
—Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.
No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.
—Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me veré obligado a echarla abajo —dijo. Y llamó una tercera vez, con una voz que hizo eco por todo el edificio—: ¡Señor Leicester! Por última vez, le ordeno abrir la puerta.
—¡Ah! —exclamó, después de unos pesados momentos de silencio—, estamos perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un atizador o algo parecido?
Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.
—Muy bien —dijo—, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor Leicester —gritó por el ojo de la cerradura—, que voy a destrozar la puerta!
Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó inarticuladamente en la oscuridad.
—Sostenga la lámpara —dijo entonces el doctor.
Entramos y miramos rápidamente por toda la habitación.
—Ahí está —dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro—. Mire, en ese rincón.
Sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa oscura y pútrida, hirviendo de corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en una contorsión temblorosa, y cómo trató delevantarse algo que bien podía ser un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre los dos puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido. Finalmente reinó el silencio.
Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.
—He traspasado mi consultorio —comenzó—. Mañana emprendo un largo viaje por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi vida. Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre la muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.
En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar. Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa historia que narra:
...Mi querido Haberden —comenzaba la carta—: Le pido mil perdones por haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación tomar, pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como en la teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad, podría ofender prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante, he decidido ser sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve aclaración personal.
Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un escrupuloso hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de nuestras profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado un poco en lo oculto y han insinuado tímidamente que tal vez, después de todo, no sean los sentidos la frontera eterna e impenetrable de todo conocimiento, el inmutable límite, más allá del cual ningún ser humano ha llegado jamás. Nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías del ocultismo actual, disfrazado bajo nombres diversos: mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros, que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en su acepción más común. Hace muchos años me convencí —me he convencido a pesar de mi anterior escepticismo—, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente falsa.
Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que no habrá dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja escolástica, Omnía exeunt ín mysterium, que significa que toda rama del saber humano, si nos remontamos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones.
Unos cuantos experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en aquellas circunstancias relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi antigua concepción del universo se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y temible como las interminables olas del océano a los ojos de quien lo contempla por primera vez desde Darién. Ahora sé que los límites de los sentidos, que resultaban tan impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en unas tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero estoy convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a su habitual forma de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es cierto; y en nuestro lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la experiencia. Y el universo es más espléndido y más terrible de lo que imaginábamos.
El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como espirituales y están sujetos a una actividad interior.
Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto; pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de todas las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser posible. En resumen, debemos mirar con otros ojos la leyenda y las creencias, y estar preparados para aceptar hechos que se habían convertido en fábulas. En verdad, esta exigencia no es excesiva. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite hipócritamente muchas cosas. Es cierto que no se trata de creer en la brujería, pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas están pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de la telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en ella, y será casi un proverbio.
Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes. No me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis. Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el olvido y que es prácticamente desconocida hoy en día. Jamás hubiera esperado que me llegara de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la veracidad del farmacéutico.
Efectivamente, como dice, pudo comprar en un almacén las sales que usted prescribió; y es muy posible también que permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí comienza a intervenir lo que llamamos azar o casualidad: durante todos estos años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los cinco y los 30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones, repetidas año tras año durante períodos irregulares, con distinta intensidad y duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba el Vino Sabático, el Vínum Sabbati.
Sin duda habrá leído usted algo sobre los aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los relatos que hacían temblar a nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una gran suerte que se crea en todas estas supercherías, pues de este modo se ocultan muchas otras cosas que es preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight encontrará que el verdadero sabbath era algo muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado ciertos aspectos que conocía muy bien. Los secretos del verdadero sabbath datan de tiempos muy remotos, y sobrevivieron hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa.
Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o a un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath. Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes participaban de un sacramento infernal; sumentes caficem principis inferorum, como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las nupcias sabáticas.
Es dificil escribir sobre estas cosas, principalmente porque esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático -unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua-, la morada de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces, a la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso oculto bajo el mito del Árbol del Bien y del Mal era nuevamente engendrado.
Tales eran las nuptiae sabbati. Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que un acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con la corrupción, terminaba también con la corrupción...
Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:
...Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano me lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la enseñara. Lo que vi yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y la historia que me vi obligado a escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades.
Y si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más que unas semanas de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.
Dr. Joseph Haberden.
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